«No lo hubiera querido, sabes. Una hija bastarda. Yo sé lo que eso significa.» Entonces pensó más que nunca en la ignota imagen de Bárbara Blomberg.
La reina había dado a luz una niña. «Se llamará Isabel por su madre, Clara por el santo del día y Eugenia por las reliquias de San Eugenio que trajo de Francia.» «No hay todavía heredero del trono», le dijo la Eboli. «Don Carlos no podrá ser rey nunca.» «Si algo llegara a pasar no hay otro que Vuestra Alteza para heredar el trono.» Antonio conocía en todos detalles el despacho del rey. Gonzalo Pérez lo había ido introduciendo en la confianza del soberano y ya asistía y a veces sustituía al viejo clérigo en el despacho. «Después de tu padre serás el Secretario. Ya lo eres de hecho. Ruy Gómez hace todo lo que puede para que así sea», le confirmaba la princesa de Éboli.
En la intimidad de la casa de la princesa, Antonio Pérez hablaba con desenfado sobre el despacho del rey. A veces acompañaba a Gonzalo Pérez, en otras le servia solo. «Le gusta que todo se lo pongan por escrito y habla poco. Se queda con los papeles por la noche y al día siguiente los devuelve con sus comentarios y decisiones puestas al margen. Solo, en su alcoba, reflexiona y decide.» «A veces decide esperar y hacer esperar en todo y para todo», decía Doña Ana mientras el ojo desnudo fijaba a los interlocutores. «La princesa mira como si disparara», observaba Antonio.
Desde la vuelta de la escapada el príncipe lo buscaba continuamente. «Hiciste muy bien, eso es lo que yo he debido hacer. Lo que haré algún día.» Iba con él a la tertulia de la reina, a las fiestas del palacio, a la cacería y a los paseos. Con frecuencia caía en un silencio reconcentrado y otras veces comenzaba un monólogo divagante en el que asomaba su incontenible resentimiento con su padre. Cuando hablaba de él se iba poniendo pálido, le brotaban las venas de la frente, cerraba los ojos y golpeaba un puño contra la palma de la otra mano.
«Mucho más joven que yo, el Emperador le había dado poder para gobernar. A mí no se me quiere dar nada, me hacen pasar por un loco, por un incapaz, por un enfermo incurable. Lo más que han hecho es dejarme asistir al Consejo para que me aburra oyendo las tonterías de que se ocupan esos señores. A veces me duermo. Cada día se me toma menos en cuenta, tú sólo me comprendes y no cuento con más nadie.
Van a quedar asombrados con lo que voy a hacer.» Don Juan trataba de sosegarlo. Alguna vez le había dicho Antonio Pérez: «El rey sufre mucho con la situación del príncipe, pero, como en todo lo demás, no lo muestra». La Éboli era más cruel: «Todo el que lo ha visto tiene que darse cuenta de que no puede ser rey. Pobre del reino que gobierna un loco. Las Cortes extranjeras conocen muy bien esta situación».
«¿Qué va a pasar ahora con el viaje a Flandes que ha anunciado Su Majestad?», preguntaba Doña Ana con aire de inocente curiosidad.»Se ha venido retardando mucho esa anunciada visita.» Antonio explicaba a medias: «Razones poderosas hay. La más poderosa de todas es la situación del príncipe Don Carlos. Si le deja en Madrid tendrá que nombrarlo Regente del reino y le da temor. Si lo lleva a Flandes tendría que hacerlo gobernador y teme, con toda la revuelta situación que hay, lo que puede ocurrir con el príncipe como gobernador».
No le escapaba la verdad de la situación a Don Carlos.»No voy a ir a Flandes.
Ya ha designado al duque de Alba, que cerrará la puerta a todo arreglo. Tampoco irá el rey y yo seguiré en la sombra.» Se dolía también de la indecisión en su esperado matrimonio. «Quieren apartarme y acabar conmigo, pero no lo voy a soportar mas.» Cuando amainaba la furia comenzaban las confidencias. «Necesito de ti para lo que tengo que hacer. Tengo un plan. Ya he abierto tratos con señores de Flandes. Quieren que me presente para proclamarme como su rey.» Don Juan lo oía con temor y trataba de disuadirlo.
Inesperadamente el rey decidió nombrar General de las Galeras a Don Juan. La decisión lo desconcertó. «Se van a reír de mi, nunca he sido hombre de mar.» Asumió el más aparente aire de seguridad y dominio ante los que lo felicitaron y comenzó de inmediato a organizar sus nuevas funciones. Nuevas gentes, nuevos tratos.
Sus amigos, ya numerosos, se regocijaron. El príncipe mostró su contento. «Te han hecho justicia al fin. Esperemos que a mi también me la hagan un día.» Luego añadió: «Ahora es cuando vas a poder ayudarme a realizar mis planes. Todo se me va a facilitar contigo». No le fue fácil responderle. Ni podía negarse ni debía mentirle. «Todo lo que pueda lo voy a hacer con gusto. Todo lo que pueda.» Se le anunciaba un difícil juego mortal. Sentía que estaba engañando al príncipe y, al mismo tiempo, lo miraba con dolorosa simpatía.
Enfermo, contrahecho, despreciado y al mismo tiempo revestido de todos los signos más altos del poder, heredero de los más grandes reinos, reverenciado exteriormente como un ser casi sobrenatural.
El príncipe sentía aquel juego de apariencias y negaciones. «Sé lo que todos piensan de mi y no se atreven a decírmelo. No creen que seré rey. Nadie es más desgraciado que yo.» Comenzó un juego de evasivas y de promesas vagas.
A solas con Don Juan se le desbordaba el resentimiento y el odio que sentía por casi todos aquellos personajes que a su vez fingían no ver nada de extraño en él. «Cuando tenga el poder acabaré con todos ellos.» El plan era simple y se lo explicaba cada vez que hablaban a solas. Con la ayuda de Don Juan reuniría los recursos para escapar a Flandes. Nombraba a grandes personajes de los Países Bajos que habían entrado a conspirar con él para proclamarlo rey tan pronto llegara. Barajaba fechas, proyectos y complicidades. Nunca quedaba contento de las promesas de Don Juan. Le parecían largas y poco precisas. «No puedo aguardar más. Tenemos que hacer todo pronto. El rey lo va a saber y estaremos perdidos.» En ocasiones se exasperaba por lo que creía falta de cumplimiento por parte de Don Juan.
Hubo un día en que fuera de si se abalanzó sobre su amigo con una daga en la mano. Este tuvo que desenvainar su espada para contenerlo. A las vociferaciones que lanzaba acudieron criados y servidores que lo contuvieron y permitieron que Don Juan pudiera salir. De boca en boca corrió la noticia por todo el Alcázar.
Don Juan trató de hacerse no encontradizo para que el rey no le fuera a preguntar sobre el suceso. Sentía que en el momento en que informara al rey estaría condenando definitivamente a Don Carlos. Pocos días después, casi sin transición, el príncipe lo llamó y comenzó a hablarle de nuevo como si nada hubiera pasado.
Aquel año el nuevo Papa Pío V había decretado un Jubileo con copiosas indulgencias. Desde el rey hasta todos los servidores de la Corte se aprestaban a ganarlas con un retiro espiritual y una confesión completa de los pecados. El rey se retiró al Escorial y el príncipe quedó en Madrid.
El 27 de diciembre por la noche fue Don Carlos al convento de San Jerónimo el Real para hacer su confesión. Le preguntó el sacerdote si sentía odio a alguien. Respondió secamente que «había alguien por quien sentía un odio mortal». Se alarmó el fraile y le negó la absolución. Airado, el príncipe hizo reunir a catorce monjes del convento de Atocha, a un padre agustino y a un religioso trinitario. Tuvo un largo debate con ellos para convencerlos de darle la absolución sin necesidad de renunciar a su odio mortal. Desesperado llegó a proponerles que le dieran la apariencia de la comunión con una hostia sin consagrar para que se pudiera creer que había cumplido con su obligación. El escándalo y la protesta de los religiosos fue todavía mayor. El Prior de Atocha se lo llevó aparte para tratar de que dijese a quién odiaba, pero no logró sacarle más sino que era una persona muy alta. A fuerza de insistirle por horas le declaró que era su propio padre, el rey. El aterrado sacerdote no le dio la absolución.
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