Al atardecer Don Juan comenzó a sentirse mal. Pesadez, escalofríos, dolor de cabeza, malestar en los huesos. Esa noche, en el cuarto de la venta, deliraba con la fiebre.
Trató de levantarse para seguir viaje en la mañana pero no pudo tenerse en pie.
"Todo se pone contra mi." A los dos días la fiebre cedió y pudo seguir el viaje.
Iban más lentamente. A ratos se detenían bajo un arbolado a refrescar. Así entraron en Aragón y llegaron a una venta en el pueblo de Frasno. cerca de Zaragoza. Las autoridades locales y algunos mensajeros del virrey lo aguardaban. «Su Majestad ordena que Vuestra Alteza regrese inmediatamente a la Corte.» Don Juan se sacudía entre la fiebre y la indignación. «No me detendrá nadie, sé lo que tengo que hacer y lo voy a hacer.» Con mucho respeto llegaban nuevos señores a repetirle lo mismo. "Vuestra Alteza debe comprender.» "Mis amigos", decía a sus dos compañeros en los ratos solos, «nadie me puede detener. Ni el mismo rey. El Emperador no me hubiera impedido hacer esto. Lo sé como si me lo hubiera dicho».
Al día siguiente llegaron más personajes y algunos médicos del virrey. «Vuestra Alteza debe trasladarse a Zaragoza donde estará mejor atendido.» En silla de manos, rodeado de guardias y servidores, llegó al palacio del Arzobispo de Zaragoza. Desde la sombra del capacete, con los párpados pesados de calentura, vio el gentío que llenaba las calles. Alguien gritaba: «Viva Don Juan de Austria».
Los días de Zaragoza fueron largos. Vino el virrey, marqués de Francavila. Todo fueron halagos y elogios. «Es admirable la voluntad de Vuestra Alteza de servir al rey y a Nuestro Señor Jesucristo con la espada en la mano.» Pero no era aquélla la ocasión. Eso decían. Oía con desgana y molestia. «Ya lo se. No tengo libertad para nada.» Le mostraban respeto y hasta simpatía, pero era un prisionero. «Tengo que aprender a ser un preso. Peor que un preso, porque ni siquiera me puedo escapar.» Los de Zaragoza fueron días de convalecencia y luego de visitas, fiestas y ceremonias. Nadie parecía saber cuándo debía salir la flota. Le daban noticias contradictorias, o ya había salido, o faltaba más de un mes para que pudiera zarpar.
«No me van a dejar llegar nunca.» Al fin, después de mucho insistir, logró salir.
El camino se hizo lento con tanto acompañante y tantos vecinos que salían a saludarlo en cada aldea.
»Mañana estaremos en Montserrat, que es como haber llegado a Barcelona.» Cuando subieron la cuesta empinada de Montserrat, recordó los libros de caballería. Estuvo allí el Santo Grial, en el que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo. Llegaron noticias peores de Malta. Las fortificaciones habían ido cayendo en poder de los turcos. Los defensores, diezmados y reducidos a un estrecho recinto, luchaban todavía.
El gran Maestre La Valette se negaba a rendirse.
Llegó a Barcelona. La rada estaba limpia de galeras. La flota ya había salido hacia Nápoles.
Sintió un violento deseo de agredir. Se encerró todo el día. En la noche volvió a sentirse mal. Tornaba la fiebre y comenzó a delirar. «Yo no soy nadie, menos que nadie. No cuento para nada.» Por la mañana llegó carta del rey. En términos afectuosos le ordenaba regresar.
"Viva Don Juan de Austria.» No era una sola voz, eran muchas, de las gentes que se agolpaban en las calles a su regreso a Madrid. Era a él a quien aclamaban. Gente popular y simple lo rodeaba. Sus caballeros de servicio tenían que apartarlos para abrirle paso.
El rey no estaba en Madrid. En el viaje hasta Segovia en ventas, aldeas y ciudades se repitió la escena.
Fue entonces cuando los más allegados comenzaron a insinuarle. "El príncipe es un enfermo incurable. Cada día peor. Todas las esperanzas están en vos.» Don Luis y la «tía» volvieron a su lado. Don Luis con sus consejos: "Tened cuidado, señor, con los consejos interesados».
En el prado de Valsain encontró al rey y la Corte. Don Carlos, que iba a su lado, le había advertido: «Prepárate. El rey ni olvida, ni perdona". Alcanzó al galope al rey que adelantaba lentamente la cabeza de un grupo de jinetes. Lo vio llegar y detuvo el caballo. Don Juan echó pie a tierra y se acercó a besarle la niano. «Con la generosidad de Vuestra Majestad es con lo único que cuento en esta situación desgraciada."
Fue largo el silencio del rey. Al fin le tendió la mano. "Está bien. Olvidémoslo por esta vez.» Volvió a montar y galopó hacia la reina, que estaba cerca con un grupo de damas y caballeros. Sonriendo al tenderle la mano, le dijo: «¿Son los turcos tan terribles guerreros como dicen?». Don Juan respondió con aire compungido: «No lo sé, señora.
todavía no he visto el primero».
Era como si de nuevo hubiera cambiado de situación.
Don Carlos parecía otro. "Hiciste muy bien. Juan: fue lástima grande que no pudieras llegar a Malta." Le hizo confidencias. «Tu situación y la mía se parecen.» Le habló de su resentimiento con el rey. «No es cierto que sea por mi enfermedad. He estado mal, es verdad, pero tú me ves y me conoces. Debería darme más parte en el gobierno.
Se retarda mi matrimonio, no se me da ningún mando, se me tiene aparte como si fuera un incapaz.» Insistía en su idea de ir a Flandes.»Me escriben y me envían mensajes pidiéndome que vaya, que conmigo en el gobierno todo se arreglaría. Sólo mi padre se opone. Ahora se habla de enviar a ese jifero del duque de Alba. Qué disparate."
Cuando no estaba con el príncipe visitaba los aposentos de la reina, donde siempre había gente joven y divertida. Acertijos, recitaciones, música, juegos de manos y burlas de bufones. La reina, al fin, estaba encinta.
Iba también a la casa de los príncipes de Éboli. Cuando no estaba Ruy Gómez, con quien podía hablar de los acontecimientos políticos, se enfrascaba en largas conversaciones con la princesa y con Antonio Pérez.
"Nada es mejor en la vida que un destino incierto. Es mucho más estimulante que un porvenir hecho y trazado en todos sus instantes. Así es el vuestro y así es el mío.» Intervenía la princesa. -A ver, díganme cuáles son esas inseguridades. Di tú, Antonio, porque a Don Juan no me atrevo a interrogarlo», y hacia una graciosa mueca de burla.
Antonio callaba y la imperiosa mujer continuaba. "No te atreves a decirlo, pero yo sí. Tienes buena posibilidad de ser el secretario del rey, ya tienes su confianza.
A la sombra de Don Gonzalo, trabajas con él, pero todavía se necesitan muchas cosas que pueden no darse. Que se muera tu padre, que el rey decida ponerte en su lugar, que la gente de Alba no logre impedirlo. Pero tranquilízate, que también cuentas con Ruy Gómez, que puede mucho.» Estalló en risa ante los dos asombrados oyentes.
Ya que me he puesto a hacer el papel de gitana, vamos a seguir.» Se quedó viendo con soma a Don Juan. «Las brujas tutean. Tú, Juan, tienes una gran amenaza en tu camino. La que está ahora en el vientre de Su Majestad la reina Doña Isabel. Si pare un varón, la corona de España tiene heredero y tú no tienes nada que esperar, aun cuando Don Carlos llegara a morir. Si es una niña, todo es posible para ti.» Con frecuencia topaba en casa de la princesa con Maria de Mendoza. Se hablaban con los ojos, con las sonrisas y con las manos. Cuando la saludaba retenía largamente las de ella. Las retenía y se quedaban mirándose a los ojos sin palabras. Comenzaron a besarse a hurtadillas. La princesa tenía el don de desaparecer a tiempo y quedaban los dos solos en el gran salón para pasar de los sillones a los confidentes y terminar sobre el estrado con las bocas entremordidas, anhelantes y casi sin voces. Para levantarse luego nerviosamente, irse de prisa por los pasadizos oscuros y terminar en la alcoba de Maria. De aquellas primeras veces torpes en que las manos de él se enredaban soltando botones y lazos, abriendo caminos por faldas, basquiñas, bajos y tontillos, hasta llegar al seno tembloroso y los muslos, lisos de luz dormida y tibieza. Hasta que luego ya no era combate, ni búsqueda, sino tranquila entrega, larga y ardorosa, que terminaba en soñolienta confidencia de amor. Hasta que Maria le dijo confusa y vergonzosa: «Estoy encinta.» Se le escapó: «Preñada. ¿Vas a tener un hijo?». Se puso seria. «Vamos a tener un hijo.» Al primero al que se lo dijo fue a aquel nuevo amigo que había entrado en el séquito de sus servidores, el conde de Orgaz. Menudo, pálido, la barba negra, que cruzaba las manos sobre el pecho para oír como ausente.
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