Arturo Pietri - La visita en el tiempo

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La visita en el tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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En La visita en el tiempo, Arturo Uslar Pietri recrea la vida de Don Juan de Austria, general y hombre de Estado español, hijo natural del emperador Carlos V y Bárbara de Blomberg. Nacido en 1545, fue criado secretamente por Luis de Quijada, mayordomo del emperador. Famoso por su gallardía, Felipe II lo reconoció como hermano, lo instaló en la corte y le concedió los honores propios del hijo del emperador.
Habían proyectado dedicarle a la iglesia, pero lo impidió su carácter belicoso.
Demostró sus condiciones de general y ambicionó reinar más que nada en el mundo; su corta existencia transcurriría en un constante conflicto entre el sueño y la realidad.

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En ocasiones avistaron algunas galeras musulmanas y les dieron caza. A plena bordada de remeros algunas embarcaciones salieron en su persecución. A veces lograban escapar. Alguna era alcanzada. La traían al seno de la formación con racimos de piratas colgados de las entenas y la alegría de los cautivos liberados. Era escaso el botín.

A mediados de septiembre regresaron a Barcelona. La noticia lo sacudió. «Don Carlos murió hace dos meses.» Juan Quiroga lo miró palidecer. Al rato preguntó: «¿Cómo fue?». «Como buen cristiano, con mucha piedad y pidiendo perdón de sus yerros.» Con prisa de fugitivo se fue a Madrid. Tuvo una corta entrevista con el rey. «Dios tenga piedad de mi pobre hijo.» Habló poco con sus viejos conocidos. Estuvo apartado en un convite que le dio Antonio Pérez. Ni siquiera reaccionaba cuando le decían: «Ahora el rey os necesita más que nunca. Ha quedado muy solo y desamparado».

Antonio Pérez ostentaba su privanza. «Lo puede todo», le había dicho la princesa de Éboli. Había asumido las funciones de la Secretaría y despachaba diariamente con el rey o recibía devueltos los informes con sus minuciosas anotaciones. «Esto va muy bien. Hay que insistir más.» «¿Don Carlos llegó a mencionarme?» le preguntó a Ruy Gómez. No lo logró saber.

El rey se marchó a vigilar la construcción del Escorial y él resolvió irse al convento del Abrojo.

Al pasar las puertas sintió que salía del mundo y del tiempo. Fray Juan de Calahorra, el Prior, le acompañaba largos ratos. «Necesito paz.» Ahora las cosas pasaban afuera y lejos.

El largo día se hacía más lento y calmo desde los Oficios del alba a los del atardecer. Hizo largas confesiones en las que cada vez se sentía más culpable. Recibió a pocos visitantes. Vino Doña Magdalena, desde Vilíagarcia, llena de golosinas y de mimos.

Lo primero que le preguntó fue por la niña de María Mendoza, si se le parecía. «Iré a verla un día de éstos.» Lejos estaba de Villagarcía, lejos del mismo Valladolid, mucho más lejos de Madrid, tanto como de las costas del mar y de los puertos con galeras. En el remoto Norte, el duque de Alba guerreaba contra los flamencos rebeldes. La paz era ahora sólo aquello que se respiraba dentro del convento. Miraba a los frailes, callados en sus hábitos oscuros, las manos juntas. Era otro mundo distinto al que se veía en la cubierta de una galera o en el Alcázar del rey. Eran tal vez otras gentes. Al más viejo de los frailes, una mancha de cabellos y barba blancos sobre el hábito pardo, lo llevaban casi en vilo a los Oficios. Tan viejo como las piedras. No hablaba casi; a lo poco que se le decía respondía con un susurro: «Bendito sea Dios».

No se le apartaba de la mente el lacerante recuerdo de Don Carlos. Evitaba hablar de él pero recaía en su dolorosa imagen hora tras hora. «No me voy a quitar nunca este dolor de culpa.» Buscaba consuelo en pensar que el desgraciado príncipe hubiera tenido que terminar, de una u otra manera, en la misma tragedia. La situación había llegado a tal punto que ya no era posible ocultarla. «Pero hubiera podido ser otro quien lo hiciera. Tuve que ser yo, yo solo, sin escapatoria posible. O lo acompañaba en su loca traición o tenía que denunciarlo a su padre.» Pudo haberlo hecho otro, Ruy Gómez, Alba, la misma princesa Juana. Pudo ser otro, pero había tenido que ser él. «¿Por qué tenía que ser yo?» Una mañana se oyó el grueso doblar de la campana mayor, un ronco y lento retumbar de oquedades. «¿Por quién doblan?» Había muerto la reina. Doña Isabel de Valois, aquella niña asombrada que había conocido en su cortejo nupcial no hacia tanto tiempo. Alegre, fugaz, la recordaba en sus tertulias, en sus juegos, en sus fiestas, con la música ligera de sus espinetas y flautas. Habían reído juntos muchas veces. Era frágil.

El primer parto la puso en peligro. En el segundo estuvo peor. Todo ello para que naciera otra niña. No se repuso ni en el aire de Aranjuez ni en los juegos que le inventaban los cortesanos. Jugaba a la gallina ciega y la atrapó la muerte.

Vino un día su secretario, Juan de Quiroga. «Hay malas noticias.» Más malas noticias en aquel año horrible. «Ha habido alzamientos entre los moriscos de Granada.» Los moriscos, los falsos conversos que poblaban Granada, su vega y sus montañas, venían preparando una revuelta. «Son muchos y están resueltos.» Quiroga pintaba la extensión del riesgo. Los berberiscos y los turcos se preparaban a ayudar. Por las ensenadas y las trochas de la sierra de Granada pasaban los alijos de armas hacia los lugares donde se preparaba el alzamiento.

«Se puede perder Granada, señor; puede volver el poder de los musulmanes a España. Habría que otra vez recomenzar la vieja guerra de setecientos años.»

Nunca estuvo más en conflicto consigo mismo que en aquellos días. La tranquilidad externa, la sucesión inalterable de cánticos, prédicas y silencios lo dejaban solo consigo mismo mucho más de lo que nunca antes había estado. Flotaba continuamente entre lo que era ahora, lo que había sido y lo que se había propuesto ser. «¿Eres Jeromín?

¿Eres Juan de Austria? o, acaso, ¿quién otro eres?» Salió alguna vez hasta Villagarcía a visitar a Doña Magdalena y a la niña, que todavía no tenía palabras y que lo miró con susto. Miró los viejos aposentos, los sobrevivientes de sus días de niñez, el escudero Galarza, las dueñas de la señora, la gente de servicio y faena. En Doña Magdalena estaba viva la imagen de una vida que ya no podía ser la suya. Todo estaba lejos de aquel caserón de piedra. El mundo estaba más allá de las cejas de montes que arrugaban la extensión de la llanura, más allá de donde caían las sombras de aquellas enormes nubes grises que se dormían en el espacio. Buena tierra para árboles y siembras, que nunca cambian de sitio.

Allí hubiera podido quedarse para todo el tiempo si hubiera sido otro, si hubiera continuado siendo el que había creído ser antes, si no fuera el que era ahora. O el que creía ser ahora. Ahora estaba allí aquella otra vida nueva, la niña Ana, hija del azar. A la sombra de Doña Magdalena para crecer ¿en qué? Otra existencia tan azarienta como había sido la suya misma. Algún día sabría quién era su padre. Tal vez cuando ya no pudiera conocerlo, cuando tuviera que buscarlo por retratos y recuerdos ajenos.

Doña Magdalena lo interrogaba sobre sus planes inmediatos. «Está bien que hayas ido al convento para encontrar paz y consuelo después de todas estas tristes muertes, pero sigues siendo el Capitán General de la Mar. Desde niño se vio que no estabas hecho para hombre de Iglesia.» En el convento regresaba a la compañía de Fray Juan de Calahorra y de su secretario Quiroga. «El mayor peligro es la horrenda herejía luterana. Nunca había estado la Cristiandad en un riesgo semejante.» «No estoy de acuerdo», objetaba Quiroga, «eso lo puede arreglar el Concilio o la guerra; donde yo veo el peligro es en la expansión del poder turco. Después de todo, los luteranos son herejes, pero cristianos; los turcos son infieles. No creen en Nuestro Señor, maldicen el crucifijo, no hay manera de arreglarse con ellos. El poder turco se extiende todos los días. Ha caído Malta, caerá Chipre. Andalucía y la costa levantina es tierra de moriscos que no esperan sino la oportunidad de degollar a los cristianos. Van a contar con la ayuda de los turcos.» El fraile confirmaba. «Aquello está poblado de moriscos, que nunca han renunciado ni a su ley, ni a sus oraciones, ni a sus baños. Los cristianos viejos son pocos. Algo muy grave puede pasar.» A veces, en el atardecer, Don Juan llegaba a la huerta. Jardineros moriscos cuidaban de las siembras y los árboles. Alguna vez los miró desde lejos suspender la tarea, lavarse en la fuente y arrodillarse hacia Oriente. «No han renunciado a nada.» De Granada seguían llegando noticias de pavor. Se vivía en la zozobra, esperando por horas la señal del alzamiento. Desde la Vega, desde el Albaicín, desde los montes surgirían por millares los moriscos armados. Degollarían, incendiarían, violarían, nadie estaría a salvo.

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