Hizo un breve saludo Don Juan y dio la palabra al Nuncio. Se extendió la cadencia grave de su voz. Exhortaba a salir de inmediato a derrotar el infiel y vengar tantos agravios hechos a la Cruz. Era Dios quien lo quería. Llegó un momento en que cambió de tono: "El Santo Padre asegura la victoria". Terminó de hablar y se hizo un silencio inerte. Los primeros en tomar la palabra apoyaban la posición del Nuncio. A veces asomaban la posibilidad de posponer el encuentro definitivo y de limitarse a acciones parciales que fortificaran la posición de los aliados para una futura batalla. Don Juan oía con fingida calma. Se alzó Doria, con toda la leyenda de su padre, era el más prestigioso marino de Italia, tenía experiencia propia y heredada sobre la guerra en el Mediterráneo; comenzó por proclamar, con un tono casi compungido, su acatamiento a las exhortaciones del Pontífice. Era ése el objeto y ninguno otro, pero tal vez no era aquél el mejor momento para realizarlo. Los pintores lo habían representado como Neptuno y algo de deidad pagana tenía en su figura. Podría limitarse la acción de aquel año a la toma de Túnez. Era hábil la propuesta porque tenía que caer bien en los oídos españoles. Afortunadamente, quien se encargó de replicarle fue Marco Antonio Colonna, con su cerrado luto y su cara de sufrimiento dijo que aquélla no era cuestión de ventajas y oportunidades, sino de la voluntad de Dios, era la ocasión tan esperada de exterminar el infiel. Grande seria la culpa de quienes, teniendo todos los medios para lograr aquel fin supremo, renunciaran a él por cualquier otra clase de consideraciones. Los venecianos lo apoyaron y entonces Dore Juan, con tono firme, dio por resuelta la cuestión. "Sólo queda aprestar la salida en busca de la victoria.» La resolución estaba tomada. "Ahora toda la responsabilidad cae plenamente en mi. Lo sé y me doy cuenta», le había dicho a Soto. "Es de todos, señor, y todos la compartimos.»Si la hora de la derrota llega, no estaré vivo para buscar justificaciones.» Su actividad se hizo febril. Se multiplicaban las reuniones, las visitas a los barcos, la recepción de informes y noticias de los turcos, muchas veces contradictorias y confusas.
Ya sabia con lo que contaba y veía las fallas. Más de 200 galeras, 6 galeazas y 24 naves, 26.000 soldados, unos 30.000 remeros. Era casi una ciudad grande como Sevilla puesta sobre embarcaciones. Una ciudad entera, sin mujeres y sin niños, puesta a una sola hora y a un solo fin. Lo que se sabia de los turcos fluctuaba continuamente.
Se estimaba de 250 a 300 galeras, que se concentraban en la boca del Golfo de Corinto.
"Va a ser allí, señor, donde fue la batalla de Accio que ganó Octavio y fundó el imperio más grande que ha conocido el mundo.» Faltaban hombres en las galeras venecianas y no parecía conveniente que cada flota quedara aparte. No fue fácil convencer al viejo Veniero; Barbarigo parecía más comprensivo. Iban a distribuir unos cuatro mil hombres de los tercios españoles en las galeras venecianas y pontificias, y en cada grupo irían naves de las tres procedencias.
Se discutió la formación a adoptar. García de Toledo había aconsejado adoptar una formación distinta a la tradicional. Hasta entonces los turcos siempre habían entrado en combate con sus galeras dispuestas en una línea curva y cerrada para poder envolver al enemigo por los extremos. Seria un error meterse en una formación lineal. Se decidió adoptar una formación en tres cuerpos principales. Una agrupación de centro, que llamaban la batalla, que dirigiría Don Juan desde la Real, un grupo a su derecha, formado por las naves bajo el mando de Doria, otra a la izquierda, con las venecianas bajo Barbarigo.
A uno y otro lado de la Real, en sendas galeras capitanas, irían Colonna y Veniero y también Requesens. Una ligera vanguardia que colocaría en plaza las seis grandes galeazas de Venecia y la retaguardia para atender a los puntos débiles, comandada por el marqués de Santa Cruz, Don Álvaro de Bazán. Alguien advirtió: "Será una formación como una cruz frente a la formación en media luna. Buen augurio».
Cada agrupación se distinguiría con un color de bandera. Verde las naves de Doria, amarillo las de Barbarigo, azul las de Don Juan y blanco la retaguardia. Por sus colores se agruparían en la formación. Verde, azul, amarillo y blanco, las grandes banderas al aire, los cuatro bloques enfrentarían la media luna de las galeras turcas en un duelo de fuego y de muerte.
Se revisaron las armas y los pertrechos, los cañones con sus pirámides de piedras y de balas, los arcabuces, las picas, los garfios y ganchos de abordaje, las redes para impedir el abordaje del enemigo, los dardos de fuego inextinguible, los remos y las velas.
Detrás de la avanzada navegarían las naves de Doria, cerca de 54 galeras con sus banderas verdes, luego las 64 azules de la batalla, con Don Juan, después las 30 de Barbarigo, con insignia amarilla y, por último, las 30 de la retaguardia con su insignia blanca. Cuando llegaran a la costa griega se habrían incorporado las que faltaban: serían entonces cerca de 250 galeras con cerca de 80.000 hombres.
En Messina Don Juan se fue haciendo más ensimismado y secreto. Ni su viejo compañero Farnesio lograba sacarlo de aquella quieta tensión y víspera sin término.
Faltaba poco para la salida cuando una mañana se presentó la tormenta. En el cielo oscuro el viento desgajaba las nubes, caía con furia la lluvia helada y el granizo y las embarcaciones saltaban y se embestían en la rada. Todo el día arreció el temporal.
En sus alojamientos los hombres pasaban las horas muertas hablando de naufragios y desastres, mientras los jefes callaban. Pasó todo el día, el siguiente y el otro, para e empezara a amainar. Para no dar tiempo al desánimo, Don Juan anunció la salida.
La suerte estaba echada.
Estaba subiendo la cuesta de Cuacos a Yuste, en la misma luz inmóvil de aquel día, pero no seguía más adelante. No era hora de buscar consejo, sino de encontrar en si mismo. ¿Era él o no era él?
Se multiplicaron las misas, confesiones e indulgencias plenarias. Con la reliquia de una astilla del leño de la Santa Cruz para Don Juan, el Legado Papal había traído una promesa de vida eterna para cada hombre que cayera.
En la mañana comenzaron a salir de la rada las embarcaciones en el orden establecido. En un saliente de la muralla estaba el Nuncio Odescalchi con sus acólitos, de gran capa pluvial y alta mitra, impartiendo bendiciones. Al paso de cada galera los hombres caían de rodillas mientras los remeros levantaban los remos como en una súplica.
Con frecuencia el cielo se ponía negro. restallaban rayos en el horizonte y lentos y hondos truenos retumbaban. Se buscaba refugio en la costa. Había podido contra los otros argumentos, pero aquel constantemente repetido del mal tiempo volvía con insistencia fatídica. "Tiempo de perros.'~" Retumban los trastos del diablo en el Infierno."
La travesía hacia la costa griega se retrasó. Había quienes querían ir primero a recoger barcos y gente en puertos del Adriático y había quienes, como Veniero. insistían en dirigirse sin más retardo a Corfú. Lo que encontraron al acercarse fueron huellas de depredaciones recientes. Habían asaltado puertos, saqueado iglesias y tomado prisioneros para sus galeras. "Ya los tenemos cerca." Allí se sumó más de la situación de la flota enemiga. Se estaban concentrando a la entrada del Golfo de Corinto, en la estrecha bahía de Lepanto. Debían ser más de 200 galeras. "No van a dar batalla.
Lo que han venido a buscar es un refugio seguro para el invierno." "No será fácil obligarlos a salir." "Saldrán, tendrán que salir." "No es eso lo que me preocupa", decía Don Juan. Lo que le preocupaba era el desorden y la indisciplina de la flota. En las naves de Veniero los españoles y los venecianos promovían continuos pleitos entre si.
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