«Algo hay que hacer y pronto. No va a quedar nada de Lepanto sino la fama. Cada día disminuye y se va deshaciendo lo que creíamos haber ganado. El Sultán rehace su flota. Cuando salgamos, si es que salimos, en primavera o Dios sabe cuándo, habrá que recomenzar todo de nuevo.» En la espera el rey nombró a Requesens, que estaba en las conversaciones de Roma, virrey de Nápoles. Era como otra muerte de Quijada. Le llegó el rumor de que podrían nombrar para ser su segundo en el comando a García de Toledo. Se contentó: «Lástima que no tenga veinte años menos«. El viejo marino se excusó. El asma y los años lo tenían atenazado.
Lo que le llegaba de Madrid era cada vez más vago y lejano. Antonio Pérez continuaba escribiéndole con afecto y admiración, pero no sentía verdad debajo de aquellas palabras tan volanderas. Todos lo recordaban, todos lo admiraban. No se hablaba de otra cosa que de su gran gloria y de los nuevos triunfos que iba a obtener en la próxima campaña. Todos aguardaban con impaciencia su regreso. «¿Todos?» Lo que vino a resultar de la reunión de Roma fue la orden de emprender una nueva campaña en Levante. Se reunirían las tres flotas en Corfú en marzo. Saldrían en busca de los turcos y Don Juan decidiría los lugares que iban a ocupar. Había cerca de 300 galeras, galeazas y naves, 32.000 hombres y 500 caballos.
«Mi destino parece ser tener que recomenzar siempre.» «Cada día que pasa tiene más galeras el Sultán, más soldados en los fuertes, más pertrechos y vituallas, mientras que nosotros aquí no hacemos sino mendigar y esperar lo que nunca llega.» «No es verdad que viva en tres sitios, Soto. vivo en uno solo. En este puerto olvidado en la boca del estrecho, en la bisagra de dos mundos, sin poder decidir y mucho menos hacer nada.» «Ahora recibo noticias de que han designado al duque de Sesa para sustituir a Requesens. Hubiera preferido a García de Toledo, con todo lo viejo que está. «Continuaban llegando rumores. Las cosas con Francia no marchaban bien. Los hugonotes buscaban un conflicto con España. Podía ser una incursión en la frontera de Flandes. Una galera francesa cargada de campanas había salido de Marsella para Constantinopla. Bronce para los cañones de Selim.
Los venecianos enviaron sus fuerzas a Corfú. No aparecieron las del Papa. Más tarde llegaron las noticias de que Pío V estaba de muerte. Se moría el Papa que había dado tan decisivo apoyo a la Liga y todo dependía ahora de lo que podría pensar el desconocido sucesor. Murió Pío V. Rápidamente eligieron a Ugo Buencompagni para el trono de San Pedro. Se proclamó Gregorio XIII.
Lo que vino en los primeros mensajes de Roma era como el eco de la voz de Pío V. El nuevo Papa elogiaba y bendecía a Don Juan. Con acento profético le renovaba la promesa de la victoria. Le renovaba también la promesa del trono. En la reconquistada costa griega los cristianos redimidos constituirían un nuevo reino, para que volviera la gloria de los Cruzados y de Bizancio. Seria rey por propio derecho. Ya no habría más vacilaciones de tratamiento, ni Alteza, ni menos Excelencia, Majestad entre las Majestades, por derecho de conquista y de sangre, tan rey como Felipe.
Los venecianos se impacientaban en su larga espera en Corfú. No llegaban los pontificios, ni menos los españoles. No ocultaban su enojo: «Es lo malo de tratar con rey tan poderoso». Enviaban mensajeros, pero ninguna decisión llegaba de Madrid. «Se va a perder también este año.›~ Poco a POCO fue sabiendo las causas aparentes del retraso. Carlos IX de Francia. enredado en su larga lucha con los hugonotes, parecía buscar una salida al conflicto interno con una nueva guerra con España. Algo se filtraba en la correspondencia de Antonio Pérez. «Las cartas de Antonio hay que leerlas al revés y al derecho para poder entenderlas, para saber lo que dice para no decir.» Había también la posibilidad de un apoyo francés hugonote a los rebeldes de Flandes. «Ahora el rey está embargado con Flandes y Francia y lo nuestro pasa a segundo término.» Lo que le llegaba oficialmente era que convenía no comprometer la flota en una campaña lejana, porque podía ser necesario dar apoyo en Milán o en Flandes. «Es mentira, puro pretexto; no podríamos llegar nunca a tiempo. Vamos a quedar aquí inmovilizados perdiendo el tiempo y la paciencia.» Al fin llegó el duque de Sesa. «Mi tercer tutor.» Con él habló del peligroso retardo.
Volvió a escribir a Madrid. También se sumaba el nuevo Papa al reclamo. Había las naves, los recursos y los hombres, pero no llegaba la orden de salida.
Soranza, el jefe veneciano, vino a Messina. No ocultaba la ira de un hombre que se sentía engañado. Llegaba julio. Hubo que demostrar a Soranza que el retardo no era por motivos de artero disimulo para no ir a Corfú y atacar más bien a Túnez. Tampoco habían llegado con Sesa los refuerzos.
Escribía a Granvela en Nápoles, a Zúñiga en Roma y a Requesens en Milán. ¿Qué podían hacer ellos? Todo dependía de lo que finalmente se decidiera en aquella alcoba del Alcázar de Madrid. De lo que algún día Don Felipe quisiera decirle a Antonio Pérez o escribir al margen de algún informe que se había quedado en su mesa por largos días.
A ratos sufría arrebatos de exasperación. «¿Qué clase de jefe soy? Un títere, un general sin mando, el jefe impotente de una empresa olvidada de la que el rey ni se acuerda.» La insoportable duda lo llevaba a elucubrar posibilidades. «El rey no actúa solo, hay otros interesados en que esto fracase.» Las cartas de Pérez seguían siendo promisorias. «De un momento a otro», «pronto», «hay que esperar todavía un poco›. «Su Majestad tiene mucho interés en esta empresa».
Lo que vino al final fue una orden contradictoria e incompleta. De inmediato no saldría la flota para Corfú; por el momento se limitaría a enviar un destacamento con Gil de Andrade para calmar a los venecianos y a los pontificios. «Nadie se va a engañar con esto, es una burla.» Vio salir el escuadrón de barcos y se sintió como un desertor. En la rada quedaron las más de las galeras y la nueva capitana, llena de lujos, gallardetes y dorados, pero amarrada al muelle.
Vino la orden, más desesperante todavía, de moverse a Palermo. «Esto parece más bien una retirada.» Entró al puerto de la ciudad entre vuelos de campana y salvas de cañones. «Para esto he quedado.» Un día fue a la catedral a visitar la tumba del Emperador Federico. Se separó de los acompañantes y se recogió ante el gran bloque de pórfido rojo. «Stupor mundi«, murmuró entre dientes. Salomón y Carlomagno en la misma persona. Ese no esperaba órdenes. Supo cada vez lo que tenía que hacer y lo hizo. En aquellos restos sellados por el rojo túmulo había todavía más poder que todo el que a él le había quedado.
También fue a Monreale. El relámpago de oro de los mosaicos bizantinos lo envolvio. Los apóstoles, los reyes, rígidos en sus túnicas blancas, y aquel Cristo Pantocrátor que había sido despojado de sus mares y sus tierras por el Turco. Sentía que aquella figura abrumadora le ordenaba devolverle su mar y sus ciudades, Constantinopla y Santa Sofia. Volver a dar vida a las campanas en las torres mudas. Era a él a quien parecía decirlo, pero no era él quien podía decirlo. Jodo esto pasó y así pasará también lo nuestro.
Los días de Palermo fueron de creciente impaciencia. Las flotas de Colonna y Foscarmni estaban en Corfú. con el pequeño destacamento español. Venían continuas presiones sobre Don Juan. El Papa le enviaba "breves de fuego" y él tenía que responder con evasivas. Era en Madrid donde tenían que decidir. El rey Felipe. con su cautela adormilada, seguía los sucesos de Flandes. El duque de Alba había tenido buenos resultados militares, pero con ello se había exacerbado la presión de los protestantes ingleses, franceses y alemanes.
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