Juan Saer - Las nubes

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Viaje irónico, viaje sentimental, esta novela de Saer concentra en su peripecia los núcleos básicos de su escritura: sus ideas acerca del tiempo, el espacio, la historia y la poca fiabilidad de los instrumentos con que contamos -conciencia y memoria- para aprehender la realidad. Las nubes narra la historia de un joven psiquiatra que conduce a cinco locos hacia una clínica, viajando desde Santa Fe hasta Buenos Aires. Con él van treinta y seis personajes: locos, una escolta de soldados, baquianos y prostitutas, que atraviesan la pampa sorteando todo tipo de obstáculos. Allí se encuentran con Josecito, un cacique alzado, que toca el violín y ante quien uno de los locos predica la unidad de la raza americana. Esta falsa epopeya -tanto como la historia de nuestro país- transcurre en 1804, antes de las Invasiones Inglesas y de la Revolución de Mayo, un momento de nuestra historia en el cual no hay imagen del país ni nada está constituido.

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Al atardecer llegamos a una laguna grande que, por hallarse un poco más al noreste del trayecto noroeste-sudeste que habíamos venido siguiendo, no tuvimos oportunidad de ver en los días precedentes. La sorteamos, interponiéndola entre el fuego y nosotros y, exhaustos, nos detuvimos a descansar. De forma vagamente oval, la laguna tenía unos trescientos metros de largo, y se extendía paralela a la línea de humo oscuro que bloqueaba buena parte del horizonte. Hacia el medio, la distancia entre las dos orillas debía corresponder más o menos a la mitad de su longitud. Ni hombres ni caballos estaban dispuestos a seguir adelante, y muchos animales salvajes parecían haber tomado la misma decisión. Teros, ñanduces, liebres, garzas, guanacos, perdices, y hasta un par de pumas, rondaban en las inmediaciones del agua. Aunque nuestra presencia los inquietaba, no se atrevían a alejarse de la laguna, de modo que se mantenían a distancia, y con lo que podríamos llamar, ya que no veo otra manera de hacerlo, muy buena lógica, habían razonado que éramos un enemigo menos peligroso que el fuego. Como los pumas inquietaban a las mujeres, dos soldados los corrieron, riéndose, y si los pumas adoptaban al principio actitudes feroces, cuando los soldados se acercaban demasiado, revoleando sus boleadoras, se alejaban corriendo y, parándose a cierta distancia, se ponían a temblar y a escupir.

Pocas veces me fue dado contemplar un atardecer más hermoso, y eso que en la llanura abundan, con la interminable caída del sol, durante la cual, a causa de que ningún obstáculo interfiere la mirada, hasta el más ínfimo rescoldo de luz se demora en la oscuridad que borra todo. Cuando el enorme disco del sol tocó la línea del horizonte en el oeste, el pasto amarillo empezó a cintilar, y parecía más brillante todavía con el contraste de la muralla de humo en el sur, mientras que la laguna, que reflejaba la luz cambiante y que ni la más imperceptible vibración arrugaba, fue una lámina roja primero, y como si hubiese ido enfriándose al mismo tiempo que la luz, al igual que el aire, las cosas y el cielo, se volvió azul y por fin negra: únicamente la línea roja del horizonte, en el sudeste, introducía, en la negrura pareja de la noche, cierta diversidad.

Si alguien puede pensar que la circunstancia que atravesábamos podía darme tiempo para admirar el atardecer, se equivoca, ya que fue en medio del ajetreo general, durante el cual cada uno, aparte de los enfermos, tenía algo que hacer, que esa belleza indiferente y sobrehumana del crepúsculo se fue formando, alcanzó la perfección, y naufragó en la noche. Con criterio excelente, Osuna y el sargento decidieron que si bien los hombres y los animales acamparían en la orilla, había que instalar los carros lo más adentro posible de la laguna, lo que llevó un buen rato, porque debíamos buscar las partes del fondo en las que el peso no haría empantanarse los carromatos cuando, una vez pasado el peligro, quisiéramos sacarlos del agua. Por cierto que un lugar lo bastante lejos de la orilla pero no demasiado hondo para que el agua no penetrara adentro de los carromatos era un objeto contradictorio no tan fácil de encontrar. Era noche cerrada cuando terminamos. El olor a quemado llenaba el aire y, a una distancia difícil de precisar, detrás de los carros sumergidos casi hasta la mitad en el agua, la franja roja del incendio brillaba, parpadeante y tenue.

Permanecimos acampados en la orilla tratando de percibir, en la noche cerrada, signos posibles que nos advirtieran de los progresos del fuego. Acostumbrados a la oscuridad, nuestros ojos empezaron a distinguir, en la negrura general, las siluetas más densas de las cosas que la poblaban. Los enfermeros y yo habíamos agrupado a nuestros enfermos para velar mejor sobre ellos. Al cabo de un rato de oscuridad, varias velas y faroles se encendieron, pero el sargento aconsejó apagarlas para escudriñar mejor el horizonte desde una oscuridad más completa. A mí me autorizó a dejar un par de velas prendidas que nos permitirían vigilar mejor a los locos. A decir verdad, de los únicos que podía esperarse alguna agitación era del mayor de los Verde y de la monjita, porque Prudencio Parra seguía tan indiferente como siempre a las contingencias de este mundo, y el único signo de agravación que presentó en la circunstancia fue cerrar más fuertemente el puño, y si bien Troncoso presentaba algunos leves sobresaltos de agitación, era evidente que la fase más grave había quedado atrás, y que un nuevo paroxismo era improbable por el momento. Por otra parte, el Ñato no se le despegaba, lo que me daba la certidumbre de que podría contar con él si alguna urgencia se presentaba: el esclavo devoto protegiendo en la desgracia al amo que en tiempos normales lo martiriza y lo humilla, es la eterna paradoja que suscita y suscitará la perplejidad eterna del filósofo. Y en cuanto a Verdecito, no existía ningún peligro de que lo perdiésemos de vista en medio del desorden general, porque no únicamente no se apartaba de mi lado, sino que además se había aferrado a la manga de mi camisa, y no me soltaba. Su excitación creciente se manifestaba con la multiplicidad de ruidos que salían de entre sus labios, y con las continuas preguntas que me dirigía, con una voz cada vez más apagada y temblorosa, de modo tal que yo ni siquiera las comprendía y, preocupado por la situación, sin detenerme a escucharlo, con la atención puesta en lo exterior, le respondía, sobre todo en los momentos más graves, cualquier cosa que, como era su costumbre, me hacía repetir varias veces. A pesar de la gravedad creciente de la situación, los enfermeros se reían de nuestro diálogo de sordos. Debo decir que los hermanos Verde fueron los dos problemas más difíciles de manejar en esas horas adversas, porque también la excitación del mayor crecía a medida que el peligro se aproximaba, y en los momentos de tensión, era su sempiterno Mañana, tarde y noche, dicho con las mil entonaciones diferentes de una conversación normal, que no se dirigía a nadie en particular, lo único que se escuchaba. Cuanto más grande era el peligro, más fuerte sonaba su voz, y más precipitado se volvía el ritmo y la variedad con que la profería. Sor Teresita, que se divertía hostigando a veces a los hermanos, los dejó tranquilos esa noche, aunque por razones poco meritorias, ya que pasó una buena parte de la espera susurrando y bromeando en la oscuridad con los soldados de su guardia personal y, por prudencia, y sobre todo porque pensé que los soldados se encargarían de protegerla, me abstuve de averiguar a qué condujeron esos manejos, que incluso se prolongaron cuando, rodeados por el fuego, debimos refugiarnos en la laguna con el agua hasta el cuello, porque, en el punto de la laguna donde ella estaba apretujada entre los soldados, podían oírse chapaleos, exclamaciones y gemidos más que elocuentes, y ya es sabido que, por razones misteriosas, el peligro estimula la voluptuosidad.

Un sobresalto imprevisto nos sacudió y, casi en seguida, una satisfacción no menos inesperada compensó el susto que habíamos recibido. En el silencio casi total en el que seguíamos, alertas y ansiosos, el curso de los acontecimientos, agrupados en la orilla de la laguna, fuimos atraídos por un rumor que, por lo menos para mí, resultaba difícil de identificar al principio, pero que poco a poco se fue precisando como un golpeteo de cascos de ganado resonando contra la tierra, al mismo tiempo que un tumulto de mugidos despavoridos, cada vez más cercano, llenaba el aire de la noche. Nuestro temor principal era que el ganado, el cual, de manera evidente, debía estar huyendo del incendio, y que por el estruendo que producía, debía formar una tropilla bastante numerosa, a causa del terror ciego que lo había hecho emprender la fuga en la oscuridad, no se precipitara sobre nosotros en estampida y nos pisoteara. Oíamos a los animales acercarse a toda velocidad, y empezamos a agitarnos en la negrura cuando los primeros cascos tocaron el agua en algún punto de la orilla opuesta de la laguna, y el ruido acuático que producían las patas, más los mugidos aterrorizados que resonaban en la noche (yo sentía la mano de Verdecito tirar con más fuerza todavía la manga de mi camisa) nos inducían a pensar que no podríamos evitar la catástrofe, cuando poco a poco nos fuimos dando cuenta de que, algunos por el agua y otros en las inmediaciones de la orilla, los animales se alejaban hacia el extremo oeste de la laguna, donde era más playa, hasta que los oímos cruzar y seguir golpeando la tierra con los cascos mientras se alejaban a nuestras espaldas, en dirección al norte. La explicación de ese cambio brusco de rumbo la tuvimos de inmediato, con el trote de un caballo que, sin apuro, se acercaba, y que, con esa capacidad que tenía para auscultar lo invisible, Osuna reconoció, por el ruido de los cascos, como el caballo de Sirirí. Sofrenándolo a cierta distancia, el indio se identificó en la oscuridad y se unió a nosotros. A la luz de un farol y en medio de un círculo de caras ansiosas y cansadas, con su seriedad habitual contó que venía galopando a media legua al sur de nuestro campamento, cuando oyó el ganado que se precipitaba hacia la laguna, de modo que avanzando en diagonal a la carrera, interceptó la tropa, y la desvió hacia la punta oeste de la laguna. Sirirí dijo que de todas maneras eran unas pocas vacas que no hubiesen causado mucho desastre, aparte de los carros quizás, pero que venían tan asustadas que hacían ruido por muchas más de las que en realidad eran. La pericia de esos hombres para vivir en la llanura como los marineros en el mar, puede quedar demostrada por el hecho siguiente: Sirirí había acordado con Osuna y con el sargento un encuentro en la orilla del río Paraná, bien al este, pero, después de estimar el tiempo que le llevaría al fuego alcanzarnos, calculando la distancia que había hasta el río, había llegado a la misma conclusión que los otros dos expertos, decidiendo que el único lugar en las inmediaciones donde podríamos defendernos del incendio, era esa laguna en la que nos encontrábamos. Un detalle importante debe ser señalado: solo, Sirirí hubiese podido escapar del fuego con facilidad, ya que un jinete puede desplazarse diez veces más rápido que un convoy de carros. En poco tiempo, hubiese podido sacarle tanta ventaja al fuego que ese incendio que se aprestaba a devorarnos no hubiese representado ningún peligro para él. Y sin embargo, sabiendo que correría el mismo peligro que todos nosotros, había vuelto al campamento. Aparte del respeto meramente profesional que quizás le merecían Osuna y el sargento, ninguno de los otros miembros de la caravana le despertaba la menor simpatía. En el mes que había durado nuestro viaje, Sirirí nos había oído burlarnos, nos había visto pisotear las pocas cosas que en este mundo eran sagradas para él, las pocas verdades en las que según él valía la pena creer, y más de una vez, yo había podido ver el desprecio, la rabia, el escándalo pintarse en su cara cuando juzgaba alguno de nuestros actos. Y a pesar de eso, poniendo en peligro su vida, había vuelto con nosotros. Probablemente para él no había ninguna duda de que en el fuego del infierno, los miembros de la caravana arderíamos por toda la eternidad; pero, sin que ni él ni nosotros supiésemos bien por qué, contra el fuego real que se aproximaba, se había puesto de nuestro lado.

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