Tanto Osuna como yo queríamos evitar la escaramuza, no por falta de coraje sino porque, si la perdíamos, esa adversidad podía acarrear una catástrofe para la caravana entera. A mí me detenían también algunos escrúpulos, de orden en primer lugar moral pero también jurídico, porque me parecía que, por un lado, no correspondía con los pueblos civilizados aplicar el Talión, y por el otro, que nada demostraba que Josesito y sus hombres eran los autores de la masacre bien real que habíamos descubierto, y en consecuencia atacarlos por sorpresa equivalía a ejecutarlos sin poseer ninguna prueba de su culpabilidad. Esos escrúpulos le eran indiferentes a Osuna; igual que Sirirí, tenía su opinión formada y, a pesar de los rumores contradictorios que circulaban sobre el cacique, Osuna consideraba a Josesito como un asesino cobarde y cruel, pero con el sentido práctico que lo caracterizaba, pensaba que nuestro objetivo era llegar sanos y salvos a Las tres acacias y que del cacique y de sus hombres debían ocuparse las autoridades, en cuya eficacia por otra parte no creía. De modo que decidimos lo siguiente: Osuna y los soldados permanecerían ocultos entre los árboles, listos para atacar, y yo iría solo a buscar a Troncoso con la esperanza de que, como había estado haciéndolo hasta el momento de la fuga, aún contra su voluntad y renegando, en un último atisbo de conciencia, me obedecería. Yo llevaba conmigo una camisa de fuerza pero confiaba en que no sería necesario recurrir a ella porque podría imponerme a Troncoso con mi sola autoridad.
Cuando los soldados se desplegaron entre los árboles listos para intervenir si era necesario, salí al trote a campo abierto, y me dirigí hacia Troncoso, observando al mismo tiempo a los indios para que una eventual acción violenta por parte de ellos no me tomara desprevenido. Pero tanto los indios como Troncoso me ignoraban. Al oír los cascos de mi caballo, algunos indios habían mirado en mi dirección, pero casi de inmediato, como si me hubiese vuelto transparente, sin hacer el menor gesto para demostrar que habían reparado en mi presencia, volvieron a enfrascarse en la contemplación ensimismada de Troncoso, el cual ni siquiera parecía haberme visto, lo que no puedo asegurar, porque la experiencia me ha demostrado muchas veces lo difícil que resulta saber cuál es la percepción exacta que los locos tienen de la realidad, lo que explica, como creo haberlo dicho un poco más arriba, que para mucha gente locura y simulación sean casi sinónimos. El caso es que cuando llegué a unos treinta metros de distancia frené el caballo y traté de escuchar el discurso ronco y continuo de Troncoso, sin lograr distinguir en esa especie de interminable ruido animal un solo vocablo inteligible, pensando que lo que era incomprensible para mí debía de serlo todavía mucho más para los indios, lo cual volvía inexplicable su arrobo. Al cabo de unos minutos, Troncoso se dignó a reparar en mi persona y, olvidándose de los indios, se me acercó con sus trancos rígidos, muy semejantes a los de un autómata que había visto una vez en París, y parándose a dos o tres metros de distancia, me lanzó su arenga gutural, un poco de costado, sin mirarme de un modo directo, pero yo pude ver, por sus ojos redondos, húmedos y desorbitados, que ya se había ausentado por completo de este mundo. Al comprobar esa ausencia, y ante la fascinación del círculo de jinetes inmóviles que lo contemplaba, se me ocurrió que el interés de los indios se concentraba menos en la agitación espectacular de Troncoso en el mundo en apariencia real que compartíamos con él, que en las primicias que nos traía, abandonados como estábamos en nuestro lugar monótono y gris, de ese mundo nuevo y remoto que él solo habitaba.
Bajando del caballo, opté por dejar a Troncoso gesticulando solo a mis espaldas, y me acerqué a los indios con paso tranquilo pero decidido: ya me había dado cuenta de que Troncoso era la mejor protección con la que podíamos contar. Me dirigí directamente a Josesito, menos por razones protocolares que por la curiosidad que me inspiraba su leyenda y mientras hablaba con él asocié el estudio discreto que iba haciendo de su persona con el que una vez en un jardín público en Montmartre había tratado de observar a un actor célebre en toda Europa que se estaba paseando en ese momento cerca de nosotros. Desde un punto de vista físico, Josesito difería poco del resto de sus hombres, pero su mirada, aunque en ella llameaba un orgullo provocativo, era más viva y más inteligente. Al principio simuló hablar mal castellano, introduciendo muchos infinitivos y gerundios en la conversación, pero al cabo de un momento, al comprobar que yo me desinteresaba de sus actividades, siguió hablando con corrección. Cuando se dio cuenta de que yo observaba con insistencia el violín terciado en su espalda, vi una chispa de vanidad mal disimulada en sus ojos, pero fingió no haber notado nada. Y cuando me propuso escoltarme hasta la caravana, comprendí que quería darme a entender que estaba al tanto de todos nuestros movimientos quizás desde el día mismo en que habíamos salido de la ciudad, pero no había sombra de amenaza ni de bravata en su insinuación, lo cual demostraba su realismo, porque ya sabía, no solamente que un grupo de soldados esperaba en el monte de tala, sino que yo ya me había dado cuenta de que mientras Troncoso y los demás locos estuviesen con nosotros, nunca nos atacarían, a causa del terror sagrado que les inspiraban. Por las dudas, me adelanté a decirle lo de los soldados que esperaban, en un tono lo bastante diplomático para que no lo tomara como una amenaza que se hubiese sentido obligado a responder, y los llamé, de modo que salieron del monte y se aproximaron al trote, dando a entender por las actitudes que asumían que venían sin ninguna intención de pelear. La mirada que el cacique y Osuna cruzaron cuando estuvieron frente a frente tenía esa carga de recelo y de odio de los enemigos mortales que se conocen a fondo pero que, por el momento, y debido a causas involuntarias, no pueden liberar su violencia. Indios y soldados parecían medirse con la mirada, considerando unánimes para sus adentros la extrañeza de la situación en la que se encontraban, o sea que preparados para aniquilarse y habiéndose forjado mutuamente una imagen mítica del otro, ahora que estaban frente a frente, obligados por una circunstancia inesperada a no combatir, descubrían que los que estaban a unos pocos metros de distancia, bien reales, eran diferentes de la fábula que habían forjado sobre ellos. Poco tranquilo respecto de la duración posible de ese tiempo de transición, pensé que lo más razonable era retirarnos rápido, de modo que tomando por el brazo a Troncoso, que había bajado la voz y ahora, en vez de arengar hasta desgañitarse al universo exterior parecía balbucear para sí mismo verdades cada vez más improbables y fragmentarias, lo conduje hasta el azulejo, cosa que me dejó hacer con docilidad. El azulejo tascaba plácido el pasto tierno, de un verde claro, que la primavera indebida le sacaba otra vez, con terquedad repetitiva, a la tierra chata y grisácea del final del invierno. Ocupado en seleccionar, de entre los despojos estragados del año anterior, las hojitas más frescas y más jugosas, el caballo mostraba una total indiferencia hacia el grupo humano que transaba en las inmediaciones, y si su indiferencia era justificada en sentido general, tenía algo de ingratitud, y como creo haberlo dicho más arriba, de desdén en lo relativo a Troncoso. El nudo de energía demente que, en su superflua necesidad de acción lo había llevado hasta ahí, consumiéndose en un chisporroteo intenso, terminó por transformar al hombre que había sido el hogar de la combustión, en esa especie de espantapájaros rotoso y ennegrecido, y el caballo, obstinándose en ignorarlo, parecía negarse a reconocer su decadencia. Tal vez había entendido mal la fase exaltante de su locura, y ahora rechazaba la inevitable melancolía que, apenas la hoguera dejase de arder, terminaría por reinar en ese envoltorio desgastado y marchito. Lo cierto es que la fusión de los días anteriores, casi mágica, entre el jinete y el caballo, durante la que habían parecido formar un solo cuerpo, no se recompuso cuando, ayudado por mí, Troncoso se instaló en el lomo del azulejo y tomó las riendas. Enterrándose cada uno en el fondo de sí mismo, parecían haberse olvidado uno del otro, después de años enteros de comunión. Cuando emprendimos la vuelta, yo galopaba todo el tiempo al lado de Troncoso por temor de que se viniera abajo, pero en los días que duró nuestro regreso, se mantuvo rígido sobre el caballo, y, abstraído y silencioso, obedecía mis órdenes con docilidad casi infantil. Los indios nos siguieron todo el primer día y una buena parte del segundo hasta que, a eso de las tres de la tarde, por las mismas razones, inexplicables para nosotros, por las que nos venían siguiendo, a distancia discreta pero regular, bruscos, desaparecieron.
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