Juan Saer - Las nubes

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Viaje irónico, viaje sentimental, esta novela de Saer concentra en su peripecia los núcleos básicos de su escritura: sus ideas acerca del tiempo, el espacio, la historia y la poca fiabilidad de los instrumentos con que contamos -conciencia y memoria- para aprehender la realidad. Las nubes narra la historia de un joven psiquiatra que conduce a cinco locos hacia una clínica, viajando desde Santa Fe hasta Buenos Aires. Con él van treinta y seis personajes: locos, una escolta de soldados, baquianos y prostitutas, que atraviesan la pampa sorteando todo tipo de obstáculos. Allí se encuentran con Josecito, un cacique alzado, que toca el violín y ante quien uno de los locos predica la unidad de la raza americana. Esta falsa epopeya -tanto como la historia de nuestro país- transcurre en 1804, antes de las Invasiones Inglesas y de la Revolución de Mayo, un momento de nuestra historia en el cual no hay imagen del país ni nada está constituido.

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Como Osuna anunciaba para el treinta la tormenta de Santa Rosa todos espiábamos, ansiosos pero escépticos, por ver si avanzaban a nuestro encuentro, desde el sudeste hacia el que nos dirigíamos, cargadas menos de agua que de esperanza, las nubes salvadoras. Pero en los primeros días de expectativa ni una sola apareció. De tanto vigilarlo, el cielo vacío, que iba cambiando de color al paso de la luz, perdió el aura familiar, consecuencia de nuestra certeza de haber estado siempre ahí, y se volvió extraño, y con él la tierra amarilla, todo lo que abarcaba el horizonte visible, incluidos nosotros mismos. Las caras requemadas y sudorosas, en las que los ojos estaban como achicados, la boca siempre abierta y el ceño siempre arrugado, exhibían una expresión interrogativa constante. Por momentos hablábamos poco, intercambiando monosílabos retraídos, y por momentos, en general en un aparte entre dos o tres, intercambiábamos largos monólogos fragmentarios, confusos y precipitados, como si habiendo perdido, en la llanura monótona, el instinto o la noción que separa lo interno y lo exterior, el idioma que el mundo nos presta hubiese perdido también sus raíces dentro de nosotros y se hubiese puesto a hablar por sí mismo, prescindiendo del pensamiento y de la voluntad de los que, al dar los primeros pasos por el mundo, habíamos aprendido a utilizarlo.

Por fin, una tarde, las nubes empezaron a llegar. Como era temprano todavía, las primeras eran grandes y muy blancas, con los bordes festoneados en ondas, y cuando pasaban demasiado bajas, su propia sombra las oscurecía en la cara inferior, visible desde la tierra. Teníamos la esperanza de verlas ennegrecerse y, partiendo desde el horizonte en una masa gris pizarra interminable, cubrir al poco rato el cielo entero y derramarse en lluvia. Pero durante dos días, deshilachadas y mudas, desfilaban en el cielo, viniendo como creo haberlo dicho desde el sudeste, y desaparecían detrás de nosotros, en algún punto a nuestras espaldas de un horizonte ya recorrido. Según las horas del día, cambiaban de forma y de color y, sobre todo, flotaban a velocidades diferentes, como si el viento, cuya ausencia se padecía tanto a ras de tierra, abundara allá arriba. A veces eran amarillas, anaranjadas, rojas, lilas, violetas, pero también verdes, doradas e incluso azules. Aunque todas eran semejantes, no existían, ni habían existido desde los orígenes del mundo, ni existirían tampoco hasta el fin inconcebible del tiempo dos que fuesen idénticas, y a causa de las formas diversas que adoptaban, de las figuras reconocibles que representaban y que iban deshaciéndose poco a poco, hasta no parecerse ya a nada e incluso hasta asumir una forma contradictoria con la que habían tomado un momento antes, se me antojaban de una esencia semejante a la del acontecer, que va desenvolviéndose en el tiempo igual que ellas, con la misma familiaridad extraña de las cosas que, en el instante mismo en que suceden, se esfuman en ese lugar que nunca nadie visitó, y al que llamamos el pasado.

Les parecerá algo novelesco a mis lectores, pero durante días esperamos ansiosos el agua, y en lugar del agua, sobrevino el fuego. Fue el veintinueve de agosto de mil ochocientos cuatro. Si esta precisión despierta las sospechas de mi posible lector, sugiriéndole que me valgo de ella para acrecentar la ilusión de veracidad, deseo que quede bien claro que esa fecha es inolvidable para mí, ya que marca el día más singular de mi vida. Desde hacía muchas horas, un intenso olor a quemado, que fue haciéndose cada vez más inequívoco y más fuerte, motivaba los comentarios de la caravana, pero como no soplaba ninguna brisa y no había ningún signo visible de fuego en todo el horizonte, resultaba difícil precisar de dónde venía el olor. La expresión preocupada de Osuna, y sus conciliábulos con el sargento Lucero y con Sirirí, constituían para mí las únicas pruebas palpables de que ese fuego invisible y ubicuo era bien real, de modo que cuando Sirirí partió en exploración hacia el sur, y Osuna sugirió que desviáramos un poco el rumbo hacia el este, entendí que la situación les parecía a nuestros expertos mucho más grave de lo que me había imaginado. Osuna me explicó que si había fuego, era posible que ese fuego viniera del sur, razón por la cual Sirirí galopaba en esa dirección con el fin de determinar a qué distancia se encontraba, y que si había hecho desviar hacia el este la caravana, era porque en las tierras húmedas cercanas al río el fuego tenía menos posibilidad de propagarse. Según Osuna, si había fuego, lo que podía darse como cosa segura, el origen era tal vez algún rayo caído en una de esas tormentas secas que anticipan a veces de algunos días, las lluvias torrenciales que se abaten sobre la región. En cuanto al fuego, y siempre según Osuna, podía ser poco importante o, por el contrario, constituir un frente de muchas leguas; el calor y los pastos resecos lo ayudaban a propagarse despacio a causa de la ausencia de viento, pero si por casualidad la sudestada que suele acompañar a la tormenta de Santa Rosa empezaba a soplar, la velocidad de propagación se multiplicaría en poco rato. De ahí que Osuna y Lucero hubiesen tomado la precaución de desviar nuestro rumbo hacia el río.

Osuna, que miraba con frecuencia y con aprensión hacia el sur, pretendía que debíamos apurarnos, pero, si no lo he dicho hasta ahora, creo que es el momento de precisar que, aun tirados por cuatro caballos, nuestros carros aunque más veloces que las carretas de carga tiradas por bueyes, sin contar la consideración que le debíamos a los enfermos que transportábamos, avanzaban muy despacio. Si nuestro viaje resultó tan largo, la causa no residía únicamente en los obstáculos naturales y en los incidentes que lo retardaron, sino sobre todo en la lentitud de los vehículos que componían la caravana, y al ritmo de los cuales debían adaptarse los jinetes que los escoltaban. En la tarde del día veintiocho, unas nubes negras, inmóviles y espesas, empezaron a divisarse a nuestra derecha, hacia el sur, mientras enfilábamos hacia el este. Durante un rato, pensé que era la tormenta tan esperada que se estaba formando, pero cuando Osuna y Lucero empezaron a hostigar a los carreros para que apuraran el paso, escudriñando con ansiedad los copos negruzcos que amurallaban el horizonte, comprendí que no eran nubes. Al oscurecer, el último resplandor rojizo que siempre se demora en la llanura después que el sol ha desaparecido, siguió encendido toda la noche, ocupando, hacia el sur, todo el horizonte. En la oscuridad pareja y bien negra, los puntos amarillos de las estrellas lejanas parecían más familiares y benévolos que la franja rojiza y fluctuante que señalaba con su trazo ancho, el arco del horizonte hacia el sudeste. Por primera vez desde nuestra partida, esa noche no nos detuvimos más que para cambiar los caballos exhaustos. Cuando amaneció, la luz del sol borró el fuego pero las masas rocosas de humo negro parecían más altas y daban la impresión de elevarse más acá del horizonte, en una cercanía inquietante. Escrutándolas un momento, el sargento dijo que si seguíamos hacia el este el fuego no nos daría tiempo de llegar hasta el río, y que debíamos cambiar otra vez de dirección, retrocediendo hacia el norte. De modo que empezamos a desandar lo andado, con el fuego a nuestros talones, no sin que, mientras iba sofrenando mi caballo para no alejarme demasiado de los carromatos en los que iban mis enfermos, me viniese a la memoria ese pensamiento misterioso de los sabios orientales que dice: el que se acerca, recula. Puede decirse que, en efecto, de algún modo, también nosotros alcanzamos nuestra meta, reculando una buena parte del trayecto.

Por más rápido que avanzáramos, la muralla de humo parecía siempre a la misma distancia, e incluso, por momentos, daba la impresión de ir acercándose, como si viajara más ligero que nosotros. En pleno día pudimos comprobar que no únicamente nosotros huíamos: los animales salvajes, cuya existencia presentíamos todo el tiempo, pero que rara vez se mostraban, olvidando las precauciones ancestrales, corrían también hacia el norte, y la mayor parte del tiempo, más rápido que el fuego y que nosotros. Había un revuelo de pájaros en el aire, sobre nuestras cabezas, y un resonar continuo de gritos, graznidos, chillidos, etcétera, pero observándolos un momento pude comprobar que si una buena parte se alejaba en la misma dirección que nosotros, muchos parecían ir al encuentro del fuego. Creí que, desorientados por el incendio, se equivocaban, pero cuando, unas horas más tarde, el fuego nos alcanzó, me di cuenta, y Osuna me lo confirmó tiempo más tarde, de que ciertos pájaros sobrevolaban el incendio para comerse los insectos que se dispersaban en todas direcciones y, sobre todo, los que habían sido cocinados por el calor, con tanta insistencia, temeridad y glotonería, que muchos de ellos caían atrapados entre las llamas.

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