Tomás Martínez - El Cantor De Tango

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Un especialista en música de una universidad norteamericana viaja a Buenos Aires para investigar la vida de un famoso cantor de tangos en paradero desconocido. El cantor de tangos, una historia profundamente humana, se convierte así en un homenaje al paisaje, a la gente y a la cultura donde nació el tango.

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Me incorporé con esfuerzo, como si me hubieran puesto sobre los hombros un cuerpo enfermo, y fui al balcón a contemplar el amanecer. El globo del sol, descomunal e invasor, se alzaba sobre la avenida, y sus lenguas de oro lamían los parques y los suntuosos edificios. Dudo que haya existido otra ciudad de tan suprema belleza como la Buenos Aires de aquel instante.

El tránsito era caudaloso, inusual para una madrugada de sábado. Cientos de automóviles se movían a paso lento por la avenida, mientras la luz, antes de caer desangrada entre las hojas de los árboles, embestía el bronce de los monumentos y quemaba la cresta de las torres. La cúpula del Palais de Glace, bajo mi balcón, fue hendida de pronto por una espada de fulgor. En algunos de sus salones se había bailado el tango en la década de 1920, y en otros -conocidos como Vogue's Club- habían tocado el sexteto de Julio de Caro y la orquesta de Osvaldo Fresedo. Mientras el sol ascendía y su disco se tornaba más pequeño y enceguecedor, una luz púrpura barrió la fachada del Museo de Bellas Artes, en cuyas salas yo había contemplado dos semanas atrás las minuciosas escenas de la batalla de Curupaytí que Cándido López pintó con la mano izquierda entre 1871 y 1902, después de que la derecha fuera destrozada al estallar el casco de una granada.

Tuve entonces la impresión de que Buenos Aires quedaba suspendida e ingrávida en esa claridad de hielo, y temí que, atraída por el sol, desapareciera de mi vista. Todos los malos presentimientos de una hora antes se me disiparon. No creí tener derecho a la desdicha mientras veía cómo la ciudad ardía dentro de un círculo que reflejaba otros más altos, como los que Dante advierte en el centro del paraíso.

Las sensaciones puras suelen mezclarse con las ideas impuras. Fue en ese momento, creo, cuando, luego de proponerme describir en una carta al Tucumano el espectáculo que se había perdido, completé otra muy diferente, dirigida a los rentistas de Acassuso, en la que denunciaba la ocupación ilegal del sótano, durante más de treinta años, por el bibliotecario Sesostis Bonorino. No sé cómo explicar que, mientras pensaba en la luz deslumbradora que había visto, mi mano redactaba frases innobles. Habría querido decirle a mi amigo que, como extraños a Buenos Aires, él y yo erámos quizá más sensibles que los nativos a su hermosura. La ciudad había sido erigida en el confín de una llanura sin matices, entre pajonales inservibles tanto para la alimentación como para la cestería, a orillas de un río cuya única gracia es su anchura descomunal. Aunque Borges trató de atribuirle un pasado, el que ahora tiene es también liso, sin otros hechos heroicos que los improvisados por sus poetas y pintores, y cada vez que uno toma en las manos cualquier fragmento de pasado, lo ve disolverse en un monótono presente. Siempre fue una ciudad en la que abundaban los pobres y se debía caminar a saltos para esquivar las cagadas de perros. Su única belleza es la que le atribuye la imaginación humana. No está rodeada por el mar y las colinas, como Hong Kong y Nagasaki, ni la atraviesa una corriente por la que han navegado siglos de civilización, como Londres, París, Florencia, Budapest, Ginebra, Praga y Viena. Ningún viajero llega a Buenos Aires porque está de paso en el camino hacia otra parte. Más allá de la ciudad no hay otra parte: a los espacios de nada que se abren al sur ya los llamaban, en los mapas del siglo XVI, Tierra del Mar Incógnito, Tierra del Círculo y Tierra de los Gigantes, que eran los nombres alegóricos de la inexistencia. Sólo una ciudad que ha renegado tanto de la belleza puede tener, aun en la adversidad, una belleza tan sobrecogedora.

Partí del hotel antes de las ocho de la mañana. Como no tenía ganas de regresar a la pensión, donde los alborotos de los sábados solían ser enloquecedores, me refugié en el Británico . El café estaba vacío. Solitario, el mozo barría las colillas de los desvelados. Saqué del bolsillo la carta para los rentistas de Acassuso y volví a leerla. Era laboriosa, maligna, y, aunque yo no tenía intención de firmarla, todo en ella me delataba. Contenía, en resumen, los datos que me había confiado Bonorino. Ni por un instante pensé en el daño que le causaba al bibliotecario. Sólo quería que lo expulsaran del sótano para verificar a mis anchas si el aleph existía, como todo lo indicaba. Y saber qué pasaría en mí cuando lo contemplara.

Poco antes del mediodía volví a mi cuarto. Me quedé allí unas horas tratando de avanzar en la escritura de la tesis, pero fui incapaz de concentrarme. La inquietud acabó venciéndome y salí en busca del Tucumano, que aún dormía en la azotea. Esperaba que, al ver la carta, demostrara gratitud, felicidad, entusiasmo. Nada de eso. Protestó porque lo había despertado, la leyó con indiferencia, y me pidió que lo dejara en paz.

Durante los días que siguieron anduve de un lado a otro de la ciudad con la misma tristeza que había sentido antes del amanecer en el hotel Plaza Francia. Caminé por Villa Crespo tratando de encontrar la calle Monte Egmont, donde vivía el protagonista de Adán Buenosayres, otra de las novelas sobre las que había escrito durante mi Maestría, pero ninguno de los vecinos supo decirme dónde estaba. "Desde la calle Monte Egmont no subía ya el aroma de los paraísos", les recité, por si la frase les refrescaba el sentido de orientación. Lo único que gané fue que se alejaran de mí.

El siguiente viernes a mediodía, cuando arreciaba el calor, me adentré en el cementerio de la Chacarita. Algunos mausoleos eran extravagantes, con portales de vidrio que permitían observar el altar interior y los ataúdes cubiertos con mantillas de encaje. Otros estaban adornados por estatuas de niños a los que alcanzaba un rayo, marinos que divisaban con un catalejo el imaginario horizonte, y matronas que ascendían al cielo llevando sus gatos en brazos. La mayoría de las tumbas, sin embargo, constaba de una lápida y una cruz. Al entrar en una de las avenidas, me salió al paso una estatua de Aníbal Troilo tocando el bandoneón con ademán pensativo. Más allá, los colores crudos de Benito Quinquela Martín adornaban las columnas que flanqueaban su sepulcro, y hasta el propio ataúd del pintor lucía arabescos chillones. Vi águilas de bronce que volaban sobre un bajorrelieve de la Cordillera de los Andes, y un mar de granito en el que se adentraba la poetisa Alfonsina Storni, mientras a su lado se estrellaban los automóviles funerarios de los hermanos Gálvez. Cuando me detuve ante el monumento a Agustín Magaldi, que había sido novio de Evita Perón y seguía tañendo la guitarra de su eternidad, oí a lo lejos unos lamentos desgarradores e imaginé que se trataba de un entierro. Caminé hacia el tumulto. Tres mujeres enlutadas, con la cara cubierta por un velo, lloraban al pie de la estatua de Carlos Gardel, al que le habían encendido un cigarrillo entre los labios verdosos, mientras otras mujeres dejaban coronas de flores ante la Madre María, cuyo talento para los milagros mejoraba con el paso de los años, según decían las placas de su tumba.

A eso de las dos y media de la tarde me alejé por la avenida Elcano y caminé hacia el norte, con la esperanza de llegar alguna vez al campo o al río. La extensión de la urbe, sin embargo, era invencible. Recordé un cuento de Ballard, que imagina un mundo hecho sólo de ciudades unidas por puentes, túneles y casi imperceptibles corrientes de navegación, donde la humanidad se asfixia como en un hormiguero. En las calles por las que anduve esa tarde nada evocaba, sin embargo, los edificios colosales de Ballard. Estaban sombreadas por árboles viejos, jacarandás y plátanos, que protegían mansiones neoclásicas y coloniales, entre las que se alzaban algunas pajareras presuntuosas. Cuando advertí que había llegado a la calle José Hernández, en el barrio de Belgrano, imaginé que debía estar cerca de la quinta donde el autor de Martín Fierro había vivido sus últimos años felices, a pesar del creciente desdén de los críticos por ese libro -que apenas treinta años después de su muerte, en 1916, sería exaltado por Lugones como el "gran poema épico nacional"- y de las crueles batallas por federalizar la ciudad de Buenos Aires, en las cuales él había sido uno de los paladines. Hernández era un hombre de físico imponente y vozarrón tan poderoso que en la Cámara de Diputados se lo llamaba "Matraca". En los banquetes de Gargantúa que brindaba en la quinta, a la que se llegaba desde el centro tras varias horas de cabalgata, los comensales de Hernández admiraban tanto su apetito como su erudición, que le permitía citar los textos completos de leyes romanas, inglesas y jacobinas de las que nadie había oído hablar. Lo atormentaban los "sofocos", como él llamaba a sus ataques de glotonería, pero no podía parar de comer. Una miocarditis lo postró en la cama durante cinco meses, hasta que murió una mañana de octubre, rodeado por una familia que sumaba más de cien parientes en primer grado, todos los cuales pudieron oír sus últimas palabras: "Buenos Aires… Buenos Aires…"

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