Tomás Martínez - El Cantor De Tango

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Un especialista en música de una universidad norteamericana viaja a Buenos Aires para investigar la vida de un famoso cantor de tangos en paradero desconocido. El cantor de tangos, una historia profundamente humana, se convierte así en un homenaje al paisaje, a la gente y a la cultura donde nació el tango.

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Violeta cometió entonces dos errores. Tenía el estuche de la Magen David en la mano e incomprensiblemente no lo abrió. En vez de hacerlo, alzó los ojos y su mirada se encontró con la de Margarita. Vio que por ella cruzaba un relámpago de comprensión. Todo sucedió en un soplo. La enfermera pasó junto a Violeta como si ya no existiera y alcanzó la puerta de calle. Corrió por el empedrado de la avenida, se refugió en la recova de la plazoleta del Resero y allí le dieron caza los verdugos, en el mismo punto donde la habían capturado por primera vez.

A Violeta Miller la pasaban a buscar todas las mañanas en un Ford Falcon y la llevaban a la iglesia Stella Maris, en la otra punta de la ciudad. Allí la interrogaba el capitán de fragata, me contó Alcira, a veces durante cinco, siete horas. Desenterró su pasado y la avergonzó por su doble conversión religiosa. La anciana perdió conciencia del tiempo. Sólo le pesaban los recuerdos, que aparecían sin que los quisiera. Se le agravó la antigua osteoporosis y, cuando los interrogatorios terminaron, apenas podía moverse. Tuvo que resignarse a contratar enfermeras, que la trataban con el rigor de las madamas de los burdeles. Nada la abatió tanto, sin embargo, como los desórdenes que encontraba al volver cada tarde a la Avenida de los Corrales. La casa se había convertido en el coto privado del capitán de fragata, que la iba despojando de las bañeras de mármol, la mesa del comedor los balaustres de la plataforma, el ascensor de jaula, el telescopio, las sábanas de encaje, el televisor. Hasta la caja fuerte donde guardaba las joyas y los bonos al portador fue arrancada de cuajo. Los únicos objetos intactos eran una novela de Cortázar que Margarita había dejado a medio leer y el costurero vacío, en la cocina. El techo de vidrio apareció un día perforado en dos puntos centrales de la biblioteca, y la lluvia empezó a caer sin clemencia sobre los libros en piltrafas.

– ¿Te acordás que Sabadell dejó en la recova sur el ramo de camelias al mediodía?, -me preguntó Alcira. Fue el 20 de noviembre,

– Claro que me acuerdo, -respondí. Yo estaba en ese lugar, esperando a Martel, y no lo vi.

– Ya te dije que no bajamos del auto, -repitió ella. Nos quedamos viendo a Sabadell mientras dejaba las flores y la gente iba y venía por la plazoleta del Resero, indiferente. El cantor estaba con la cabeza baja, sin decir una palabra. Su voluntad de silencio era tan profunda y dominante que de aquel mediodía sólo recuerdo las sombras fugaces de los vehículos, y la estampa de Sabadell, que parecía desnudo sin su guitarra.

– De allí enfilamos rumbo al caserón de la Avenida de los Corrales, -continuó Alcira. La propiedad seguía en litigio y ya valía menos que los escombros. Hacía tiempo que habían desguazado el piso de parquet, y los vidrios del techo estaban esparcidos por donde pisaras. Martel, en silla de ruedas, pidió que lo lleváramos a la cocina. Abrió sin vacilar una de las alacenas, como si la casa le fuera familiar. De allí sacó un pedazo de lata oxidada con hilos de coser pegados, y un ejemplar húmedo de Rayuela, que se le deshizo apenas trató de hojearlo. Con esos despojos entre las manos, cantó. Pensé que empezaría con Volver, como nos había dicho en el auto, pero prefirió arrancar con Margarita Gauthier, un tango escrito por Julio Jorge Nelson, la Viuda de Gardel. Hoy te evoco emocionado, mi divina Margarita, - dijo, alzando apenas el tronco. Siguió así, como si levitara. La letra es un almíbar pringoso, pero Martel la convertía en un soneto funerario de Quevedo. Cuando su voz atacó los tres versos más azucarados del tango, advertí que tenía la cara bañada en lágrimas:

Hoy, de hinojos en la tumba donde descansa tu cuerpo,
he brindado el homenaje que tu alma suspiró,
he llevado el ramillete de camelias ya marchitas…

Le puse la mano sobre el hombro para que interrumpiera, porque podía lastimarse la garganta, pero él terminó la canción airoso, descansó unos segundos y le pidió a Sabadell que tañera algunos acordes de Volver. Sabadell lo acompañaba con sabiduría, sin permitir que la guitarra compitiera con la voz: su rasguido era más bien una prolongación de la luz que le sobraba a la voz.

Pensé que cuando acabara Volver nos iríamos, pero Martel se llevó las manos al pecho, de una manera casi teatral, inesperada en él, y repitió el primer verso de Margarita Gauthier al menos cuatro veces, siempre con el mismo registro de voz. A medida que la repetición avanzaba, las palabras iban llenándose de sentido, como si recogieran a su paso las voces que las habían pronunciado en otro tiempo.

– Recordé que había tenido yo, -dijo Alcira, una experiencia parecida al ver algunas películas que dejan clavada una misma imagen por más de un minuto: la imagen no cambia, pero la persona que la mira se va volviendo otra. El acto de ver va transformándose imperceptiblemente en el acto de poseer.

Hoy te evoco emocionado,
mi divina Margarita,

cantaba Martel, y las palabras no estaban ya fuera de nuestro cuerpo sino incorporadas al torrente de la sangre.

– ¿Podés entender eso, Bruno Cadogan?, -me preguntó Alcira. Le respondí que había estudiado hacía mucho tiempo una idea parecida del filósofo escocés David Hume. Cité: La repetición nada cambia en el objeto que repite, sino en el espíritu que la contempla.

– Fue así, -me dijo Alcira. Esa frase define con claridad lo que sentí. Cuando aquel mediodía oí a Martel cantar por primera vez mi divina Margarita, no me pareció que modificara los tempi de la melodía, pero a la segunda o a la tercera ocasión advertí que espaciaba sutilmente cada palabra. Es posible que también espaciara las sílabas, aunque mi oído no es tan fino para descubrirlo. Hoy te evoco emocionado, cantaba, y la Margarita del tango regresaba al caserón como si el tiempo no hubiera pasado, con el cuerpo de veinticuatro años atrás. Hoy te evoco emocionado, decía, y yo sentía que ese conjuro bastaba para que se desvanecieran los vidrios del piso y se apagaran las telarañas y el polvo.

Diciembre 2001

El desencuentro con Martel en la plazoleta del Resero me trastornó. Perdí el rumbo de lo que escribía y también el rumbo de mí mismo. Pasé varias noches en el Británico observando el desolado paisaje del parque Lezama. Cuando regresaba a la pensión y conseguía dormir, cualquier ruido inesperado me despertaba. No sabía qué hacer con el insomnio y, desconcertado, salía a caminar por Buenos Aires. A veces me desviaba desde la derruída Estación Constitución, sobre la que tanto había escrito Borges, hacia los barrios de San Cristóbal y Balvanera.

Las calles parecían todas iguales y, aunque los diarios llamaban la atención sobre los continuos asaltos, yo no sentía el peligro. Cerca de Constitución circulaban bandas de chicos que no tendrían más de diez años. Salían de sus refugios en busca de comida, protegiéndose los unos a los otros, y pedían limosna. Se los veía dormir en los huecos de los edificios, cubriéndose la cara con diarios y bolsas de residuos. Muchas personas estaban viviendo a la intemperie y, donde una noche veía dos, a la noche siguiente encontraba tres o cuatro. Desde Constitución caminaba por San José o Virrey Cevallos hasta la Avenida de Mayo, y luego atravesaba la Plaza de los Dos Congresos, cuyos bancos estaban ocupados por familias de miserables. Más de una vez pasé las horas de desvelo en la esquina de Rincón y México, espiando la casa de Martel, pero siempre fue en vano. Sólo un mediodía lo vi salir de allí con Alcira Villar -aunque no supe que era ella sino semanas después- y, cuando traté de alcanzarlo en un taxi, una manifestación de jubilados me cerró el paso.

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