Tomás Martínez - El Cantor De Tango

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Un especialista en música de una universidad norteamericana viaja a Buenos Aires para investigar la vida de un famoso cantor de tangos en paradero desconocido. El cantor de tangos, una historia profundamente humana, se convierte así en un homenaje al paisaje, a la gente y a la cultura donde nació el tango.

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No sé cuánto de eso podía interesar a los turistas, que estaban ansiosos por ver -algo imposible- el aleph.

Antes de que empezara la visita guiada a la pensión, el Tucumano me tomó del brazo y me arrastró hacia el cuarto donde Enriqueta, la encargada, tenía el tablero de las llaves y los enseres de limpieza.

– Si el Ale no es una persona, ¿de qué la va, entonces?, -me preguntó, con un dejo impaciente.

– El aleph, -dije, es un cuento de Borges. Y también, según el cuento, es un punto en el espacio que contiene todos los puntos, la historia del universo en un solo lugar y en un instante.

– Qué raro. Un punto.

– Borges lo describe como una pequeña esfera tornasolada de luz cegadora. Está al fondo de un sótano, cuando se llega al escalón número diecinueve.

– ¿Y estos chabones han venido a verlo?

– Eso quieren, pero el aleph no existe.

– Si quieren, tenemos que mostrárselo.

Enriqueta me reclamaba y tuve que salir. En el relato de Borges no se menciona la fachada de la casa de Beatriz Viterbo, pero la cicerone ya había decidido que era como la que veíamos, de piedra y granito, con una alta puerta de hierro negra y a la derecha un balcón, más otros dos balcones en el piso superior, uno amplio y curvo, que correspondía a mi cuarto, y otro exiguo, casi del tamaño de una ventana, que sin duda era el de los vecinos escandalosos. La abarrotada salita de que habla el cuento estaba al trasponer el zaguán y luego, en un extremo de lo que había sido el comedor y era ahora el vestíbulo de recepción, se abría el sótano, al que se descendía por diecinueve escalones empinados.

Cuando la casa fue convertida en pensión, el administrador había ordenado retirar la puerta trampa del sótano y colocar una baranda junto a los peldaños. Hizo construir también dos piezas con un bañito al medio, ensanchando el pozo que antes había usado Carlos Argentino Daneri como laboratorio fotográfico. Dos ventanas enrejadas al nivel de la calle permitían que entraran la luz y el aire.

– Desde 1970, el único que ocupa el sótano, -dijo Enriqueta, es don Sesostris Bonorino, un empleado de la Biblioteca Municipal de Montserrat, que no tolera visitas. Tampoco se le conocen compañías. Hace años, tenía dos gatos bochincheros, altos y ágiles como mastines, que espantaban a las ratas. Una mañana de verano, al salir para sus labores, dejó las ventanas entreabiertas y algún mal nacido tiró en el sótano un filete de surubí empapado en veneno. Ya imaginan lo que el pobre hombre encontró al volver: los gatos estaban sobre un colchón de papeles, hinchados y tiesos. Desde entonces se entretiene escribiendo una Enciclopedia Patria que no puede terminar. El piso y las paredes están cubiertos por fichas y anotaciones, y vaya a saber cómo hace para ir al baño o acostarse, porque también hay fichas desparramadas en la cama. Desde que tengo memoria, nadie ha limpiado ese lugar.

– ¿Y él solo es el dueño del ale?, -preguntó el Tucumano.

– El aleph no tiene dueño, dije. No hay persona que lo haya visto.

– Bonorino lo ha visto, -me corrigió Enriqueta. A veces copia en las fichas lo que recuerda, aunque a mí me parece que se le trabucan las historias.

Grete y sus amigos insistieron en bajar al sótano y comprobar si el aleph irradiaba alguna aureola o señal. Más allá del tercer escalón, sin embargo, el acceso estaba bloqueado por las fichas de Bonorino. Una turista esquimal idéntica a Bjórk quedó tan frustrada que se retiró hacia el ómnibus sin querer ver nada más.

Las conversaciones en el vestíbulo, el relato de Grete y el breve paseo por las ruinas de la casa, en la que aún convivían fragmentos del viejo piso de parquet junto al cemento dominante y dos o tres molduras del artesonado original, que Enriqueta usaba ahora como adornos, más las interminables preguntas sobre el aleph, todo había tardado casi cuarenta minutos en vez de los diez previstos por el itinerario. La cicerone aguardaba con las manos en las caderas junto a la puerta de la pensión mientras el chofer del ómnibus incitaba a partir con bocinazos guarangos. El Tucumano me pidió que retuviera a Grete y le preguntara si el grupo estaba interesado en ver el aleph.

– Cómo voy a decir eso?, -protesté. No hay aleph. Y además, está Bonorino.

– Vos hacés lo que te digo. Si quieren verlo, yo les armo la función esta noche a las diez. Van a ser quince pesos por cabeza, avisáles.

Me resigné a obedecer. Grete quiso saber si valía la pena y le contesté que no lo sabía. De todos modos, esa noche estaban ocupados, dijo. Los llevaban a oír tangos en Casa Blanca y después a la Vuelta de Rocha , una especie de bahía que se forma en el Riachuelo, casi en su desembocadura, donde esperaban que se presentara un cantor del que no les querían dar el nombre.

– Será Martel, -insinué.

Lo dije, aunque sabía que no era posible, porque Martel no respondía a otras leyes que las del mapa secreto que estaba dibujando. Quizá la Vuelta de Rocha estuviera en ese mapa, pensé. Quizá sólo eligiera los lugares donde ya había una historia, o donde estaba por suceder alguna. Mientras yo no lo oyera cantar, no podría averiguarlo.

– Sólo quisiera recordar lo que nunca he visto, -dijo Martel aquella misma tarde, según me lo contaría después Alcira Villar, la mujer que se había enamorado de él cuando lo oyó cantar en la librería El Rufián y que no lo abandonaría hasta la muerte.

– Para Martel, recordar equivalía a invocar, -me dijo Alcira-, a recuperar lo que el pasado ponía fuera de su alcance, tal como hacía con las letras de los tangos perdidos.

Sin ser una belleza, Alcira era increíblemente atractiva. Más de una vez, cuando nos reunimos a conversar en el café La Paz , advertí que los hombres se volvían a mirarla, tratando de fijar en la memoria la extrañeza de su cara, en la que sin embargo nada había de especial excepto un raro hechizo que obligaba a detenerse. Era alta, morena, con una espesa cabellera oscura, y ojos negros e inquisidores, corno los de Sonia Braga en El beso de la mujer araña. Desde que la conocí envidié su voz, grave y segura de sí, y sus largos dedos finos, que se movían pausados, como si pidieran permiso. Nunca me atreví a preguntarle cómo pudo enamorarse de Martel, que era casi un inválido sin el menor encanto. Es asombrosa la cantidad de mujeres que prefieren una conversación inteligente a una musculatura sólida.

Además de seductora, Alcira era también sacrificada. Aunque trabajaba ocho a diez horas por día como investigadora free lance para editoriales de libros técnicos y revistas de actualidad, se daba tiempo para ser la enfermera devota de Martel, que se comportaba -ella misma me lo diría más tarde- de una manera errática, infantil, rogándole a veces que no se moviera de su lado, y otras veces, durante días enteros, sin prestarle atención, como si ella fuera una fatalidad.

Alcira había colaborado en la búsqueda de datos para los libros y folletos que se escribieron sobre el Palacio de Aguas de la avenida Córdoba, cuya construcción se completó en 1894. Pudo familiarizarse entonces con los detalles de la estructura barroca, imaginada por arquitectos belgas, noruegos e ingleses. El diseño exterior era de Olaf Boye -me explicó-, un amigo de Ibsen que se reunía todas las tardes con él a jugar al ajedrez en el Gran Café de Cristianía . Permanecían horas sin hablarse, y en los intervalos entre una y otra jugada, Boye completaba los arabescos de su ambicioso proyecto mientras Ibsen escribía El constructor Solness.

En aquella época, las obras de ingeniería situadas en las zonas residenciales de las ciudades no se exhibían sin que las cubrieran conjuntos escultóricos que ocultaban la fealdad de las máquinas. Cuanto más complejo y utilitario era el interior, tanto más elaborado debía ser el exterior. A Boye le habían encomendado que revistiera los canales, tanques y sifones que debían abastecer de agua a Buenos Aires con mosaicos calcáreos, cariátides de hierro fundido, placas de mármol, coronas de terracota, puertas y ventanas labradas con tantos pliegues y esmaltes que cada uno de los detalles se volvía invisible en la selva de colores y formas que abrumaban la fachada. La función del edificio era cubrir de volutas lo que había dentro hasta que desapareciera, pero también la visión del afuera era tan inverosímil que los habitantes de la ciudad habían terminado por olvidar que aquel palacio, intacto durante más de un siglo, seguía existiendo.

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