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Juan Saer: Palo y hueso

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Juan Saer Palo y hueso

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Los cuatro relatos que integran el volumen de Palo y Hueso fueron escritos entre 1960 y 1961 y aparecieron publicados en Buenos Aires por primera vez en 1965, editados por Camarda Junior y constituyen otra muestra más de la percepción de la realidad en la obra del autor. El relato Palo y Hueso fue llevado al cine, allá por 1967, con guión escrito por el propio Saer y dirigido por Alejandro Sarquis.

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Entonces Pancho se echa a reír sacudiendo la cabeza, con la expresión del chico que ha sido pescado en una falta.

– ¿Acaso los tranvías no pertenecen a la comunidad? -dice Tomatis.

Pancho me mira, riendo, deja el tenedor sobre el borde del plato, me toca el codo con la mano, y siempre riendo, cabecea hacia Tomatis, señalándolo, como diciendo: "Atiendan lo que dice."

– ¿O es que no sabías que pertenecen a la comunidad? -dice Tomatis. Nos mira a Barra y a mí.

– Él con su neurosis, se da el tremendo gustazo de incomodar a la gran familia argentina.

– Ha tenido la diabólica sabiduría de encontrar el pretexto -digo yo.

Pancho alza su copa de vino y toma un trago. La deja. Se seca los labios con una servilleta. Me mira.

– ¿Cómo es eso? -me dice- ¿Qué pretexto?

– El pretexto que le permite a uno hacer algo -fuera de lo común -digo yo. De las otras mesas casi todas ocupadas, nos miraban de vez en cuando con curiosidad y sorpresa. Hablábamos en voz un poco alta-. Permitimos que alguien cometa una barbaridad siempre que deje bien claro el motivo. Además nos permitimos hacerla atendiendo a las mismas condiciones.

– ¿Qué es eso? -dice Pancho-. ¿Qué condiciones?

Tomatis me mira, sonriendo. Vuelve lentamente la cabeza y mira a Pancho.

– Me parece que, por ejemplo, si en tu manía de no dejar paso a la gente como todo el mundo, no les ofrecieras la explicación paralela de la crisis neurótica, ellos se volverían locos de desconcierto y espanto -dice.

– Exactamente -digo yo.

– Y esa es la razón por la cual vas a internarte de vez en cuando a un sanatorio. Es para darle un sentido a tu conducta.

– Exacto -digo yo.

– Y al diablo -dice Tomatis.

– En definitiva ¿no soy más que un farsante? -dice Pancho-. Sí al diablo.

Hablamos media hora más sobre el asunto, hasta que terminamos de comer. "Lo peor que puede, sucedemos es que nos consideren extrahumanos. Queremos darle una explicación razonable a todos nuestros actos", dijo Tomatis. "Por supuesto", dijo Pancho. "Pero… ¡Un cuerno la vela! A qué hora es el primer varieté?" Tomatis miraba a Pancho sonriendo; creo que yo también. Barra no miraba a nadie ni sonreía: se hallaba invadido nuevamente por esa distracción triste o casi desesperada que lo hace levantar a menudo la cabeza, como si estuviera tratando de escuchar algún murmullo resonante y lejano, y tocarse muchas veces y con lentitud el bigote, con el pulgar y el índice como probando su consistencia. "Pensemos en el arte; en el arte sin ir más lejos", decía Tomatis. "Para justificarlo le adherimos la explicación de que es útil; pero en realidad no sabemos de qué se trata." "La literatura es lo peor que hay" dijo Pancho, como para sí mismo. "En especial la literatura argentina: está llena de viejos de la calaña de Guido y Spano."

Entonces dice Tomatis:

– No nos olvidemos de Leopoldo: ese pícaro tiene que encabezar la lista,

– Eso es -dice Pancho.

– Bueno -digo yo-. Acábenla.

Media hora más tarde, alrededor de las once y media, descendimos de un taxi frente a los pasillos iluminados de la galería. Recorrimos rápidamente una de las alas, entre los pequeños locales iluminados, envueltos en el sordo estruendo borroso de la música, y nos sentamos en una de las mesas del patio. Había muchísima gente; parloteaba y reía, diseminada en grupos de tres o cuatro alrededor de las mesas de hierro de todos colores. El grupo de la guitarra no estaba. Tomamos café.

– Sin embargo -dice Pancho-, ir a la playa no fue todo lo que hicimos el verano pasado.

– ¿Qué estás tratando de inventar? -le digo yo.

Pancho se toca la frente con aire confuso;

– No -dice-. En serio. Yo decía algo que no tiene nada que ver con la playa. Lo de la playa está bien; lo recuerdo perfectamente. Tengo prácticamente en blanco el otro período. Es bastante desagradable.

Ninguno de los tres dice nada; Pancho continúa tocándose la frente, y haciendo gestos de confusión. Habla como para sí mismo.

– Es bastante terrible -dice-. ¿Nunca les pasó? Deben ser los efectos del shock insulínico.

– No, hombre -dice Barra-. Qué va a ser.

Pancho alza de golpe la cabeza: los ojos le brillan furiosos y terribles. La sangre afluye rápidamente a su rostro pálido y áspero.

– Con vos no es la cosa -dice, mirando fijamente a Barra, haciendo gestos con la mano-. Bueno. Con vos no es la cosa.

Tomatis hace un rápido ademán, dejando con estrépito el pocillo de café sobre el platito.

– Bueno -dice.

Pancho se echa sobre el respaldo de la silla; sus facciones se distienden y cuajan en una creciente sonrisa.

– Se me hace tarde. Me voy -dice Barra, poniéndose de pie.

Entonces Pancho lo mira nuevamente, de un modo súbito también, y la sonrisa desaparece de su rostro, que ha adquirido ahora una expresión como de temor y sorpresa.

– Hasta mañana -dice Barra, y comienza a alejarse sorteando las mesas. Tomatis golpea lentamente, manteniendo un ritmo regular, con expresión pensativa, la cucharita de café contra el pocillo. Barra desaparece por la ancha boca del pasillo iluminado.

Estuvimos varios minutos sin decir palabra. Yo escuchaba la música. No sé en qué estarían pensando los otros. Pancho se hallaba con las piernas estiradas debajo de la mesa, encogido sobre su silla, sosteniendo el mentón con la palma de la mano derecha, el codo derecho asentándose sobre la palma de la mano izquierda, el brazo izquierdo doblado a la altura de la barriga. Tomatis observaba la ruidosa gente que mataba el tiempo charlando en el patio. Nuestras miradas no se cruzaron ni siquiera una vez sola.

En eso Pancho se pone de pie rápidamente y nos dice:

– Vuelvo en seguida. No se vayan -y sale dando grandes trancos entre las mesas, desapareciendo por la boca del pasillo iluminado.

Todavía permanecimos un par de minutos sin decir nada.

– Bueno -dice por fin Tomatis, suspirando.

– Va a traerlo -digo yo.

Tomatis se pasa la mano por la frente en un gesto de cansancio.

– Mañana no trabajo -dice. Tomatis y Barra pertenecen al cuerpo de redacción del único diario de la ciudad. Barra hizo hace tiempo un par de años de estudios de Derecho en la Universidad Nacional; después abandonó la carrera. Tomatis está inscripto en la Facultad de Filosofía de Rosario y rinde alguna materia de cuando en cuando, muy de cuando en cuando. La facultad le sirve de pretexto para hacerse alguna escapada mensual a Rosario. El y Barra trabajan hace como cinco años en el diario, aunque en realidad a ninguno de los dos le interesa la profesión. Están en otra cosa: Barra, por ejemplo, se interesa por el cine, aunque creo que hasta él mismo sabe conscientemente que esa dudosa vocación le sirve en gran medida de pretexto para justificar el tiempo que pierde. A Tomatis lo único que parece interesarle seriamente es la literatura. De todas maneras, a él no le queda más remedio que trabajar en el diario, porque a esta altura, y como van las cosas, en este país la literatura no es una profesión: es una changa.

– Pancho está echándose a perder con tanto psicoanálisis -le digo a Tomatis.-

– Sí -dice Tomatis-. Se va a arruinar la salud.

– Sin embargo, lo pensás seriamente. No querés decirlo por pura lealtad.

– Gracias por echármelo en cara -sonríe Tomatis con dulzura.

Entonces me inclino hacia él a través de la mesa. La música resuena sordamente en el patio; la gente ríe y parlotea.

– ¿Qué te parece si mañana temprano, a las seis, nos tomamos el ómnibus y nos vamos a pasar el fin de semana a Colastiné? La costa está estupenda, me han dicho.

Tomatis suspira.

– Estoy terriblemente fatigado -dice, tocándose la frente con la palma de la mano-. Estoy terriblemente fatigado.

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