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Juan Saer: Palo y hueso

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Juan Saer Palo y hueso

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Los cuatro relatos que integran el volumen de Palo y Hueso fueron escritos entre 1960 y 1961 y aparecieron publicados en Buenos Aires por primera vez en 1965, editados por Camarda Junior y constituyen otra muestra más de la percepción de la realidad en la obra del autor. El relato Palo y Hueso fue llevado al cine, allá por 1967, con guión escrito por el propio Saer y dirigido por Alejandro Sarquis.

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– Me voy -dice-. Me vuelvo a la ciudad.

Debo haberlo mirado con una cara demasiado rara, porque Pancho agregó: "Sobre la mesa de luz hay mil pesos para que los gastes la semana que viene". Salté de la cama, me vestí, y me vine con él de regreso a la ciudad.

– Tengo exámenes la semana que viene -dice Pancho-. Tendría que ser antes de Navidad.

– Oh, Navidad, Navidad -digo yo.

Entonces Pancho se bebe otro sorbo de su "Clarito" y dice:

– ¿Y cómo se suicidó?

– Se cortó las venas -le digo.

– No es buen método -dice Pancho.

Hizo silencio.

– Lo mejor es un tiro en la sien, para eliminar inmediatamente el pensamiento -concluye diciendo con un suspiro.

– No es el pensamiento -digo yo, medio en broma, medio en serio-. Es el recuerdo.

– Ahora -dice entonces Pancho, quedándose un momento pensativo antes de continuar, tocándose repetidamente la frente con la yema de los dedos- lo que yo no entiendo es: ¿por qué se suicidó antes que denunciar a los asesinos de su propio marido?

– Qué sé yo -le digo-. Lo más probable es que haya querido negar el asesinato apropiándose del finado.

– ¿Era camarera en el "Copacabana"? -dice Pancho-. ¿Era una morocha, bajita, media viriloide?

– No -le digo-. Era rubia y alta. Tenía más de cuarenta años. En el "Copacabana" nunca hubo ninguna camarera bajita, ni morocha, ni viriloide, por lo menos que yo recuerde. Hay una ligeramente viriloide, pero es alta y pelirroja. Es la protectora de una cantante. Además no es camarera. Es adicionista.

– No -dice Pancho-. Yo no la conocía.

– Es probable que no -digo yo.

– Eso fue el verano pasado -dice Pancho-. ¿Qué hice yo el verano pasado?

Barra regresó, sorteando lentamente las mesas, con su aire distraído.

– Tengo hambre -dice entonces, y se sienta, las piernas abiertas, tocándose una y otra vez el duro bigote negro.

– ¿Qué diablos fue lo que hice yo el verano pasado? -dice Pancho.

– Nada posiblemente -dice Barra. A pesar de que ha hablado en sentido irónico, su rostro no pierde ni un momento su aire grave, pensativo y remoto.

– Seguramente anduviste de prostíbulo en prostíbulo -digo entonces yo, riéndome, dándole a Pancho unas suaves y tiernas palmadas en el hombro.

En eso aparece Tomatis por el pasillo de la galería. Habíamos convenido por teléfono encontrarnos allí a las nueve. Tomatis se detuvo en la entrada del patio, en medio de la muchedumbre raleada por la hora de comer, y desde allí saludó seriamente, alzando la mano. Se aproximó con lentitud, mirando despaciosamente a uno y otro lado, como si buscara a alguien.

– Hola, inútiles -dijo, dejando caer la mano.

– Aquí está el hombre que se ha hecho solo -digo yo. Y mirando a Pancho y a Barra agrego-: Así también ha salido.

Tomatis estiró la mano con displicencia. Sonriendo con aire paternal tocó el hombro de Pancho. Este había alzado la cabeza y lo miraba, sonriendo.

– Pancho -dijo- ¿Esa neurosis? ¿Progresa?

Pancho sin embargo ya estaba pensando en otra cosa.

– ¿Qué hicimos el verano pasado? -le dice.

– ¿A qué hora? -responde Tomatis, sin mirarlo, sentándose, paseando la mirada por el patio iluminado. Estaba recién bañado y afeitado, con su remera bordó, y sus pantalones blancos impecables. Tenía un aire irónico y plácido al mismo tiempo, al parecer producto de la higiene minuciosa.

– Hoy va a haber crisis -digo yo en voz baja, no tanto como para que él no me oiga.

Tomatis entonces enarcó las cejas mirándome afectadamente de soslayo.

– ¿Cómo dice, doctor Barco? -me dice.

– No, nada -digo yo-. En serio que nada. Meditaba en voz alta. Palabra que no dije nada.

– Suficiente -dice Tomatis. Mira a Pancho; después a Barra y a mí. -¿Nadie le va decir a Pancho que me pague a mí, o pague a mí o me pague, un miserable "Clarito"?

Pancho hizo una seña al mozo con gran seriedad, mecánicamente, y le pidió cuatro cócteles. Nadie habló por un momento.

– ¿Y qué hizo con el cadáver después de quemarlo? -dijo Pancho de pronto.

– Y -le digo-. Lo enterró en el fondo del patio. Un perro del barrio empezó a rondar el lugar, y los vecinos comenzaron a sentir olor a podrido. Hicieron la denuncia a la policía. El pesquisa llegó y le preguntó a boca de jarro: "Dónde está el finado, asesina", para ponerla nerviosa y hacerla caer en contradicción, y ella le respondió tranquilamente: "Ahí en el patio".

– Al diablo -dice Pancho-. ¿Y por qué lo quemó?

– Yo no sé qué habrá alegado -digo yo-. Cuando le preguntaron quién lo había matado, ella dijo que ella lo había quemado. Pero le encontraron cuatro balas en el cuerpo.

– Pero, y ¿por qué lo quemó? -dijo Pancho.

– No sé qué habrá dicho ella -digo yo-. Ni qué habrá pensado.

– Habrá querido purificarlo -salta Tomatis.

En eso regresa el mozo con los "Claritos". Los deposita cuidadosamente sobre la mesa; primero el mío, después el de Pancho, después el de Tomatis, y por último el de Barra.

– ¿Y por qué se suicidó? -dice Pancho.

Me parece que entonces suspiré.

– Para no denunciar a la policía la gente que lo mató. ¿Por qué lo mató esa gente? No sé. Alcaloides, me parece.

– Pero eso es un pretexto -dice Pancho-. Miedo de que la mataran no puede ser, porque ella misma se mató. Si ella hubiera querido, podría haberlos denunciado y después matarse. No quería denunciarlos.

– Código del hampa -dice Barra.

– Qué código ni qué diablos -digo yo-. No sé por qué tiene que ser más moral el asesinato que la delación: si un código me permite dejar en libertad a los asesinos de mi marido, hay con toda seguridad algo en ese código que no funciona.

– "Libertad", "asesino", "marido" -dice Tomatis-. Esos términos también pertenecen a un código.

– Es cierto -digo yo-. Pero solamente pueden tener valor cuando hay circunstancias reales que los sustentan.

– Lo cual quiere decir que ese código que abarca los términos "libertad" "asesino" y "marido", es falso -dice Tomatis.

– Exactamente -digo yo-. Por lo menos en este momento.

– Perfecto -dice Barra-. Los invito a comer a mi casa.

– ¿Tu mujer? -dice Pancho.

– Está en casa -dice Barra, tocándose con suavidad el bigote.

– Entonces no acepto -dice Pancho, poniéndose de pie-. Vuelvo en seguida.

Barra lo miró alejarse, sorteando las mesas con displicente lentitud. Pancho caminaba con la cabeza gacha, las manos en los bolsillos del pantalón. Estaba vestido con un saco sport liviano, jaspeado, de un color verdoso, y unos pantalones de tropical gris. Debajo del saco llevaba una remera de un color marrón obscuro.

– ¿Cómo lo encontrás? -dice Barra, y Tomatis alza en ese momento la cabeza para mirarlo con una distraída desconfianza.

– Bien -digo yo-. ¿Por?

– Lo encuentro algo maniático.

Tomatis sonríe.

– La pina que te dio antes de internarse -dice- desenfoca notablemente tu visión.

– No hombre, por favor -protesta Barra-. Esa cuestión está completamente olvidada.

– Mucho peor -dice Tomatis-. Has dejado de reflexionar sobre ella. Está incorporada a tu personalidad. Eso es gravísimo.

Barra se ríe. Le da a Tomatis unos golpecitos en el pecho con el dorso de la mano.

– Al carajo -le dice.

Tomatis, con las piernas estiradas a un costado de la mesa, hacia mi lado, las manos en los bolsillos del pantalón blanco inmaculado, ronronea riéndose, diciendo:

– Sí, sí, buena pina te dio Pancho.

Había menos gente en la galería a esa hora que un par de horas antes. Alrededor de las diez el patio de mosaicos borravino comenzaría a llenarse nuevamente. Con todo, nos hallábamos envueltos en el incesante murmullo monótono de la conversación y de la música de los altoparlantes. En general era casi toda gente joven la que se hallaba en el lugar, bebiendo cerveza, whisky o café, o comiendo casattas. Faltaba el grupo de la guitarra: un grupo de siete u ocho, varones y mujeres, que durante la primavera pasada se sabían sentar en uno de los rincones del patio y cantaban hasta la hora de cerrar, acompañándose con una guitarra. Pancho no los podía sufrir, pero a Tomatis y a mí nos gustaba escucharlos.

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