– Quiubo, ¿qué se ha sabido? -me preguntó Emilio apenas contestó el teléfono.
– Nada. Siguen con ella ahí adentro.
– Pero qué, ¿qué dicen?
– No dicen nada, nadie sabe nada.
– Entonces ¿para qué me llamaste? -dijo ofuscado-. Llamame cuando sepás algo. Estoy preocupado, hermano.
– ¿Qué horas serán? -le pregunté.
– Ni idea -dijo-. Deben ser como las cuatro y media.
Johnefe pensó que a Rosario la habían embarazado con la violación. Vio cómo se fue engordando pero las cuentas no le daban. La obligó a ir al centro de salud para que lo sacaran de dudas, a pesar de que ella insistía en que no había embarazo alguno.
– Más te vale -le decía él-, porque en esta casa no vamos a criar hijueputicas.
Lo que no notó Johnefe es que Rosario podía vaciar la nevera en un día. Ella se las ingeniaba para que nadie lo notara. Volvía a colocar adentro los empaques vacíos de lo que ya se había devorado, reponía lo que se comía con lo que le fiaban en la tienda de la esquina, si es que no se lo engullía antes en el trayecto a su casa. Pero fue precisamente la cuenta del tendero la que sacó a Johnefe de dudas y de paso delató a Rosario.
– A ver, explicame -le dijo con la cuenta en la mano-: cinco libras de tocineta, tres de azúcar, dos litros de helado, una torta, veintitrés chocolatinas, ¿a qué horas puede uno comerse veintitrés chocolatinas?, seis docenas de huevos, ocho libras de carne, doce litros de leche, y aquí solamente comemos yo, vos y Deisy, y esta cuenta es de este mes, solamente de este mes, haceme el favor y me explicás.
– ¿Qué querés que te explique? -le contestó desafiante-. Me la comí toda, y si vas a chillar por esa puta cuenta yo la pago.
– Pues si a leguas se nota que te comiste todo. ¿Y vos estás pensando que yo salgo a quebrarme el culo para que vos te quedés aquí sin hacer nada engordándote como una vaca mientras a mí me toca arriesgar el pellejo poner la cara frentear la vida conseguirme el billete para que vos vivás acá de arrimada y como una reina?
– Pues si te choca tanto -siguió Rosario con el mismo tono-, me devuelvo para donde mi mamá.
– Vos sabés que doña Rubi no te quiere ni ver. Yo no sé vos qué hiciste por allá, pero como que le dejaste la casa vuelta mierda, ¿qué fue lo que hiciste, Rosario?, porque ese cuentico de la menstruación no se lo cree nadie, porque si es verdad, vos entonces te estás muriendo. Y no te pongás a llorar, no llorés, y vos tampoco Deisy, vea pues ¿por qué será que todas las mujeres se ponen a llorar cuando uno les habla?
– Yo no estoy llorando -dijo Rosario llorando.
– Yo tampoco -dijo Deisy, ahogada en lágrimas.
Rosario casi siempre lloraba por rabia, pocas veces la vi hacerlo por tristeza. Lo cierto es que no era adicta llanto, sólo recurría a él en situaciones extremas, y ver a su hermano, el amor de su vida, enfadado con ella, era una de esas situaciones.
– Por él siempre volvía a adelgazar -dijo recordándolo-. No le gustaba verme gorda, me encendía a cantaleta cuando me veía pasada de kilos. Además, cuando me veía inflada, le daba por averiguar en qué andaba yo por esos días. No le gustaba que me metiera en líos.
Varias veces me tocó verla gorda, las mismas veces que se metía en un problema de gran tamaño, las tantas veces que sincronizó un beso con un balazo.
– ¡Yo no entiendo esa manía tuya de besar a los muertos! -le decía Emilio iracundo.
– ¿Cuáles muertos? -respondía ella-. Yo los beso antes de que se mueran.
– Da lo mismo, pero qué tienen que ver los besos con la muerte.
Emilio aprendió a hablar de la muerte con la misma naturalidad con que ella mataba. En su afán por seguirla, se fue metiendo poco a poco en el mundo extraño de Rosario y cuando se dio cuenta de hasta dónde había llegado, ya estaba hasta el cuello de vicios, deudas y problemas. Por tenerla había robado con ella, y yo me volví un acompañante ocasional de su caída.
– Siento lástima por ellos -nos explicó Rosario-. Creo que se merecen al menos un beso antes de irse.
– Y si te da lástima, ¿por qué los matás? -pregunté de metido.
– Porque toca. Vos lo sabés.
Yo no sabía nada. Me metí con ellos porque los quería, porque no podía vivir sin Emilio y Rosario, y porque a esa edad quería sentir más la vida, y con ellos tenía garantizada la aventura. Ahora no entiendo cómo tuve el coraje de acompañarlos, fue como cuando uno cierra los ojos para lanzarse a una piscina fría.
– ¿Vos qué opinás? -me preguntaba siempre Emilio.
– ¿Qué opino de qué? -le respondía yo siempre, sabiendo hacia dónde iba la conversación.
– De Rosario, de todo esto.
– Ya no nos ganamos nada con opinar -le decía-. Ya nos tragó la tierra.
La primera sin salida fue a los pocos meses, en la discoteca donde la conocimos. Ya Emilio era el parejo oficial de Rosario y no le importaba mostrarla por todas partes, estaba pleno, la exhibía como si fuera una de las de Mónaco, ignoraba lo que decían de ella y de su origen, yo siempre los acompañaba.
Tampoco le importaban las amenazas de Ferney y su combo, a él por habérsela quitado y a ella por haberse regalado. Esa noche, uno de ellos le hizo a Rosario el reclamo en los baños:
– Vos sos una regalada -le dijo el tipo.
– No me jodás, Pato, no te metás en esto -le advirtió ella-.
¿Querés un pase?
Parece ser que cuando ella abrió el paquetico, él se lo sopló en la cara y ella se llenó de ira. Se limpió los ojos que le ardían y vio que el hombre seguía ahí.
– Esto no se va a perder, Patico -le dijo ella-. Lameme la cara y después me das un besito en la boca, con lengua.
El Patico no entendió la actitud de Rosario, pero para resarcirse le obedeció. A medida que la lamía por las mejillas, por la nariz y por los párpados, iba dejando un camino húmedo entre el polvo blanco. Después, como ella se lo había ordenado, llegó a la boca, sacó la lengua y le pasó el sabor amargo a Rosario; ella mientras tanto había sacado el fierro de su cartera, se lo puso a él en la barriga, y cuando se le hubo chupado toda la lengua, disparó.
– A mí me respetás, Patico -fue lo último que el tipo oyó.
Guardó la pistola y llegó tranquila hasta la mesa-. Vámonos – dijo-. Ya me aburrí.
En medio del carrerón yo sentí que pasaban balas por los lados. Rosario se armó de nuevo y comenzó a disparar para atrás. La gente salió despavorida en una confusión de gritos y de histeria. No sé cómo llegamos al carro, no sé cómo logramos salir del parqueadero, no sé cómo estamos vivos.
Cuando llegamos a la casa, Rosario nos contó todo.
– ¡¿Vos qué?! -le preguntó Emilio sin poderlo creer.
Sí, ella lo había matado en nuestras narices, lo admitía y no se avergonzaba. Nos dijo que ése no era el primero y que seguramente no sería el último.
– Porque todo el que me faltonea las paga así.
No lo podíamos creer, lloramos del susto y del asombro.
Emilio se desesperó como si él fuera el asesino, agarró los muebles a patadas, lloriqueaba y le daba puños a las puertas.
Más que afectarlo el crimen, lo que lo tenía fuera de sí era darse cuenta de que Rosario no era un sueño, sino una realidad. Claro que él no fue el único decepcionado.
– ¡Estoy hecha! -nos dijo ella-. Andando con semejante par de maricas.
Esa noche pensé que hasta ahí habíamos llegado con Rosario.
Me equivoqué. No sé cómo logró que no le cobraran el muerto, y nosotros nunca supimos en qué momento descartamos el sueño y nos volvimos parte de la pesadilla.
Desde la ventana del hospital, Medellín se ve como un pesebre.
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