De Esmeralda, Topacio y Simplemente María aprendió que se podía salir de pobre metiéndose a clases de costura; lo difícil entonces era encontrar cupo los fines de semana, porque todas las empleadas de la ciudad andaban con el mismo sueño. Pero la costura no la sacó de la pobreza, ni a ella ni a ninguna, y las únicas que se enriquecieron fueron las dueñas de las academias de corte y confección.
– El hombre que vive con mi mamá no es mi papá -nos aclaró Rosario.
– ¿Y dónde anda el tuyo? -le preguntamos Emilio y yo.
– Ni puta idea -enfatizó Rosario.
Emilio me había advertido que no le hablara de su padre; sin embargo, ella misma fue la que puso el tema ese día. Los traguitos la ponían nostálgica, y creo que se conmovió al oírnos hablar de nuestros viejos.
– Debe ser rarísimo tener papá -así comenzó.
Después fue soltando pedazos de su historia. Contó que el suyo las había abandonado cuando ella nació.
– Al menos eso dice doña Rubi -dijo-. Claro que yo no le creo nada.
Doña Rubi era su madre. Pero a la que no se le podía creer nada era a la misma Rosario. Tenía la capacidad de convencer sin tener que recurrir a muchas patrañas, pero si surgía alguna duda sobre su «verdad», apelaba al llanto para sellar su mentira con la compasión de las lágrimas.
– Estoy metido con una mujer de la cual no sé nada -me dijo Emilio-, absolutamente nada. No sé dónde vive ni quién es su mamá, si tiene hermanos o no, nada de su papá, nada de lo que hace, no sé ni cuántos años tiene, porque a vos te dijo otra cosa.
– Entonces, ¿qué estás haciendo con ella?
– Más bien preguntale a ella qué está haciendo conmigo.
Cualquiera podía enloquecerse con Rosario, y si yo no caí fue porque ella no me lo permitió, pero Emilio… Al principio lo envidié, me dio rabia su buena suerte, se conseguía a las mejores, las más bonitas; a mí, en cambio, me tocaban las amigas de las novias de Emilio, menos buenas, menos bonitas, porque casi siempre una mujer hermosa anda al lado de una fea. Pero como yo sabía que a él no le duraban mucho las aventuras, esperaba tranquilo con mi fea hasta que él cambiara para cambiar yo también, y esperar a ver si esa vez me tocaba algo mejor. Pero con Rosario fue distinto. A ella no la quiso cambiar, y yo tampoco quise quedarme con ninguna amiga de ella: a mí también me gustó Rosario. Pero tengo que admitirlo:
yo tuve más miedo que Emilio, porque con ella no se trataba de gusto, de amor o de suerte, con ella la cosa era de coraje. Había que tener muchas güevas para meterse con Rosario Tijeras.
– Esa mujer no le come cuento a nada -le decíamos a Emilio.
– Eso es lo que me gusta de ella.
– Ha estado con gente muy dura, vos sabés -insistíamos.
– Ahora está conmigo. Eso es lo que importa.
Estuvo metida con los que ahora están en la cárcel, con los duros de los duros, los que persiguieron mucho tiempo, por los que ofrecieron recompensas, los que se entregaron y después se volaron, y con muchos que ahora andan «cargando tierra con el pecho». Ellos la bajaron de su comuna, le mostraron las bellezas que hace la plata, cómo viven los ricos, cómo se consigue lo que uno quiere, sin excepción, porque todo se puede conseguir, si uno quiere. La trajeron hasta donde nosotros, nos la acercaron, nos la mostraron como diciendo miren culicagados que nosotros también tenemos mujeres buenas y más arrechas que las de ustedes, y ella ni corta ni perezosa se dejó mostrar, sabía quiénes éramos, la gente bien, los buenos del paseo, y le gustó el cuento y se lo echó a Emilio, que se lo comió todo, sin masticar.
– Esa mujer me tiene loco -repetía Emilio, entre preocupado y feliz.
– Esa mujer es un balazo -le decía yo, entre preocupado y envidioso.
Los dos estábamos en los cierto. Rosario es de esas mujeres que son veneno y antídoto a la vez. Al que quiere curar cura, y al que quiere matar mata.
Desde que Rosario conoció la vida no ha dejado de pelear con ella. Unas veces gana Rosario, otras su rival, a veces empatan, pero si uno le fuera a apostar a la contienda, con los ojos cerrados vería el final: Rosario va a perder. Ella seguramente me diría, como me dijo siempre, que la vida nos gana a todos, que termina matándonos de cualquier forma, y yo, seguramente, tendría que decirle que sí, que tiene razón, pero que una cosa es perder la pelea por puntos y otra muy distinta es perderla por «nocaut».
Cuanto más temprano conozca uno el sexo, más posibilidades tiene de que le vaya mal en la vida. Por eso insisto en que Rosario nació perdiendo, porque la violaron antes de tiempo, a los ocho años, cuando uno ni siquiera se imagina para qué sirve lo que le cuelga. Ella no sabía que podían herirla por ahí, por el sitio que en el colegio le pedían que cuidara y se enjabonara todos los días, pero fue precisamente por ahí, por donde más duele, que uno de los tantos que vivieron con su madre, una noche le tapó la boca, se le trepó encima, le abrió las piernitas y le incrustó el primer dolor que Rosario sintió en su vida.
– Ocho añitos no más -recordó con rabia-. Eso no se me va a olvidar nunca.
Parece que esa noche no fue la única, al tipo le quedó gustando su infamia. Y según me contó Rosario, incluso después de que doña Rubi cambiara de hombre, la siguió buscando, en la casa, en el colegio, en el paradero del bus, hasta que no aguantó más y le contó todo a su hermano, el único que parece que de verdad la quería.
– Johnefe se encargó de todo, calladito la boca -dijo Rosario-.
El que me contó fue un amigo suyo, después de que me lo mataron.
– ¿Y al tipo qué le hicieron?
– A ése… lo dejaron sin con qué seguir jodiendo.
Aunque al hombre lo dejaron sin su arma malvada, a ella nunca se le quitó el dolor, más bien le cambió de sitio cuando se le subió para el alma.
– Ocho añitos -repitió- Qué putería.
Doña Rubi no quiso creer la historia cuando Johnefe se la contó iracundo. Tenía la manía de defender a los hombres que ya no estaban con ella, y de atacar al de turno. La consabida manía de las mujeres de querer al hombre que no se tiene.
– Ésos son cuentos de la niña, que ya tiene imaginación de grande -dijo doña Rubi.
– La que la tiene grande es usted, mamá -le replicó Johnefe furioso-. Y no estoy hablando de la imaginación.
Él quería a Rosario porque era su única hermana de verdad, «hijos del mismo papá y de la misma mamá», eso afirmaba la madre. Lo que les parecía extraño era que se llevaban muchos años, y no se conocía hombre que le durara tanto tiempo a la señora. Pero a pesar de las sospechas a la única que admitió y llamó como hermana fue a Rosario, los demás fueron simplemente «los niños de doña Rubi».
– ¿Cuántos hermanos tenés, Rosario? -le pregunté por casualidad.
– ¡Jum! Ya ni sé cuántos seremos -dijo-, porque después de que me fui supe que doña Rubi siguió teniendo niñitos. Como si tuviera con qué sostenerlos.
Rosario se fue de su casa a los once años. Inició una larga correría que nunca le permitió estar más de un año en un mismo sitio. Johnefe fue el primero que la recibió. La habían echado del último colegio donde se arriesgaron a recibirla a pesar de la historia del «rayón» y de otras cuantas faltas similares, pero esta última -secuestrar toda una mañana a una profesora y cortarle el pelo a tijeretazos locos- no tuvo perdón sino, más bien, nuevas amenazas de enviarla a una correccional.
– Pues si en la cárcel no te reciben -le dijo doña Rubi, fuera de sí-, en esta casa tampoco. Te largás ya mismo.
Rosario se refugió feliz y dichosa donde su hermano. Nadie dudaba que lo quería más que a su mamá, y más que a nadie en el mundo.
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