– ¿Es su novia? -me preguntó una enfermera ociosa.
– ¿Quién? ¿Rosario?
– La joven que trajo herida.
Nunca pude saber exactamente qué tipo de relación sostuve con Rosario. Todo el mundo sabía que éramos muy amigos, tal vez más de lo normal, como decían muchos, pero nunca trascendimos más allá de lo que la gente veía. Bueno, nunca excepto una noche, esa noche, mi única noche con Rosario Tijeras. Por lo demás, éramos sólo dos buenos amigos que se abrieron sus vidas para mostrarse cómo eran, dos amigos que, y apenas hoy me doy cuenta, no podían vivir el uno sin el otro, y que de tanto estar juntos se volvieron imprescindibles, y que de tanto quererse como amigos, uno de ellos quiso más de la cuenta, más de lo que una amistad permite, porque para que una amistad perdure todo se admite, menos que alguno la traicione metiéndole amor.
– Parcero -me decía Rosario-. Mi parcero.
De los años que pasé junto a ella, sólo me quedaron dos dudas: la pregunta que nunca me respondió, y qué hubiera pasado con nosotros si Emilio no hubiera estado por medio.
Ahora pienso que tal vez no hubiera pasado nada distinto, lo digo por esa manía absurda que tienen las mujeres de unirse no al hombre que quieren, sino al que les da la gana.
– Vos le gustás a Rosario -insistía Emilio.
– No digás güevonadas -insistía yo.
– Es que es muy raro.
– ¿Qué es lo raro?
– Que a mí no me mira como te mira a vos
Un vecino de más arriba, casi donde termina el barrio, fue la primera víctima de Rosario Tijeras. Por él le pusieron el apodo y con él aprendió que podía defenderse sola, sin la ayuda de Johnefe o Ferney. Con él aprendió que la vida tenía su lado oscuro, y que ése le había tocado a ella.
– Ese día había bajado al centro a comprarme unos trapos con un billetico que me dio Johnefe. Gloria me acompañó a hacer las vueltas, y ya de regreso, como ella vivía más abajito, se quedó primero y yo seguí sola. Una oía muchas historias, pero a mí nunca me dio miedo andar por esas calles, nunca pensé que se metieran conmigo siendo hermana de Johnefe. Pero ya casi llegando me salieron dos tipos de arriba, eran del combo de Mario Malo, un tipo al que todos le corrían, menos Johnefe, por eso pensé que ni ellos se meterían conmigo, pero esa noche se metieron. Estaba muy oscuro y yo no reconocí sino a uno, al que le dicen Cachi, al otro no lo vi bien. Los dos me arrastraron hasta una zanja mientras yo gritaba y pataleaba, pero vos sabés que por allá mientras más grite uno, la gente más se asusta y más se encierra. La cosa fue que me volvieron el vestido mierda y después me volvieron mierda a mí. El otro me tenía y me tapaba la boca mientras el Cachi hacía lo que hacía. Cuando le tocó el turno al otro, pude gritar porque me soltó para acomodarse, y una gente me oyó y después se asomaron, pero este par de maricas salieron corriendo por la cañada. Ya te podés imaginar cómo llegué a donde mi hermano, estaba vuelta nada y llorando como una loca, pero más loco se puso él cuando me vio, me preguntó qué me había pasado, quién me había hecho eso para matar a ese hijueputa, pero yo no le decía nada, yo sabía que era la gente de Mario Malo, y que si yo hablaba se iba a formar la guerra más tenaz y que ellos eran muy capaces de matar a Johnefe, pero él insistía, me decía que si no le contaba me mataba, y yo le dije que entonces me matara porque yo no los había visto, que a lo mejor era gente de otro lado.
Rosario interrumpió su historia, se quedó mirando un punto fijo de la mesa; yo miré para otro lado porque no sabía para dónde mirar, después vi que encogió los hombros y me sonrió.
– ¿Y entonces? -me atreví a preguntar.
– ¿Entonces? Nada. Quedé vuelta mierda mucho tiempo; además, Johnefe no me hablaba, estaba furioso porque yo no le conté quiénes habían sido, pero yo no quería que le pasara algo a él, ya con lo mío era suficiente. Pero lo que Johnefe nunca supo fue que después me pude desquitar. Imaginate que como a los seis meses, un día en que fui a visitar a doña Rubi, me encontré por la calle con el Cachi. Casi me muero del susto, pero parece que no me reconoció. Lo que yo creo es que él no me vio bien la cara esa noche, porque yo sé que esa gente queda muy tocada cuando se meten con uno porque piensan que uno los va a sapear o les va a ajustar cuentas, pero éste, sabés lo que hizo, se puso a coquetearme y a decirme güevonadas. Qué tal, ¿ah?
– ¿Y entonces?
– ¿Entonces? Pues que cada vez que iba a donde doña Rubi me lo encontraba, y fue hasta que le perdí el miedo, hasta que decidí que ese tipo me las tenía que pagar, entonces yo le seguí el jueguito de las risitas y el coqueteo hasta ponerlo bien contento, y al tiempo, como al mes, un día que no encontré a doña Rubi, le dije que pasara, que entrara que mi mamá no estaba, y no te imaginás cómo se le abrieron los ojos, y claro, yo ya sabía lo que iba a hacer, entonces lo entré al cuarto que era mío, le puse musiquita, me dejé dar besitos, me dejé tocar por donde antes me había maltratado, le dije que se quitara la ropita y que se acostara juicioso al lado mío, y yo lo empecé a sobar por allá abajo, y él cerraba los ojos diciendo que no lo podía creer, que qué delicia, y en una de esas saqué las tijeras de doña Rubi que yo había metido debajo de la almohada y, ¡taque!, le mandé un tijeretazo en todas las güevas.
– ¡No! -exclamé.
– Sí, imaginate. El tipo empezó a gritar como un loco, y yo más duro le gritaba que se acordara de la noche de la cañada, que me mirara bien para que no se le fuera a olvidar mi cara y empecé a chuzarlo por todas partes, y el tipo desangrándose salió corriendo, sin güevas y sin ropa, y la gente de la calle apenas miraba.
– ¿Y entonces?
– ¿Entonces? No lo volví a ver, ni a saber de él; además, doña Rubi se puso histérica con el sangrerío que le dejé en la casa y me dijo que no me quería volver a ver por allá.
– Y a todas estas, ¿cuántos años tenías, Rosario? -le pregunté.
– Acababa de cumplir trece años, eso nunca se me va a olvidar.
Cada vez que Rosario contaba una historia, era como si la viviera de nuevo. Con la misma intensidad abría sus ojazos para asombrarse como antes o manoteaba con la ansiedad de un hecho recién ocurrido y volvía a traer el odio, el amor o el sentimiento de entonces, acompañado con un sonrisa o, como la mayoría de las veces, de una lágrima. Rosario podía contar mil historias y todas parecían distintas, pero a la hora de un balance, la historia era sólo una, la de Rosario buscando infructuosamente ganarle a la vida.
– ¿Ganarle qué? -me preguntó a propósito Emilio, que no sabía mucho de estas cosas.
Ganarle simplemente, doblegarla, tenerla a sus pies como a un contendor humillado, o al menos engañarse, como estamos todos los que creemos que la cuestión se resuelve con una profesión, una esposa, una casa segura y unos hijos. La pelea de Rosario no es tan simple, tiene raíces muy profundas, de mucho tiempo atrás, de generaciones anteriores; a ella la vida le pesa lo que pesa este país, sus genes arrastran con una raza de hidalgos e hijueputas que a punta de machete le abrieron camino a la vida, todavía lo siguen haciendo; con el machete comieron, trabajaron, se afeitaron, mataron y arreglaron las diferencias con sus mujeres. Hoy el machete es un trabuco, una nueve milímetros, un changón. Cambió el arma pero no su uso. El cuento también cambió, se puso pavoroso, y del orgullo pasamos a la vergüenza, sin entender qué, cómo y cuándo pasó todo. No sabemos lo larga que es nuestra historia pero sentimos su peso. Y Rosario lo ha soportado desde siempre, por eso el día en que nació no llegó cargando pan, sino que traía la desgracia bajo el brazo.
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