¡Te bajás ya, hijueputa!
– No es para tanto, Rosario -dije yo de metido.
– ¡Vos no te metás o te bajás también! -amenazó.
A todas éstas apareció el dueño del carro de atrás dándole unos golpecitos a la ventanilla de Rosario y mientras ella bajaba el vidrio yo le hice señas al hombre para que se fuera. El hombre no sabía con quién se había chocado.
– A ver señorita cómo arreglamos -dijo de buena manera-, porque me parece que usted frenó como intempestivamente, ¿o no?
– ¡¿Intempestivamente?! -dijo Rosario-. Mire señor, yo frené como me dio la gana, ¿o es que hay algún reglamento para frenar?
– El que da por detrás paga -dijo Emilio todavía incrustado entre nosotros dos, mientras yo le seguía haciendo señas al hombre para que se fuera.
– ¡Vos no te metás, Emilio, que el carro es mío! -dijo ella- ¡Vamos a ver qué es la güevonada suya, señor! -le dijo al hombre y se bajó del carro con su bolso, no sin antes cerciorarse de que la pistola estaba ahí.
– ¡Rosario! -le gritamos inútilmente los dos.
Lo que pasó atrás no lo pudimos ver bien porque el vidrio, aunque en su sitio, quedó roto. Apenas la imagen de Rosario pegada a la del tipo. Lo que sí escuchamos después fue un tiro que nos dejó perplejos, imaginándonos lo peor. Ella se subió rápido y cerró de un portazo.
– ¡Pasate para atrás, güevón! -le dijo a Emilio, que seguía adelante.
Ella arrancó en pique, haciendo sonar las llantas y a una velocidad más alta de la que veníamos.
– ¿Qué pasó, mi amor, qué hiciste? -preguntó Emilio, pero ella no contestó.
– ¿Arreglaste con él? -le pregunté yo.
– ¿Arreglé? Claro que arreglé -contestó por fin.
– ¿Y cómo? -volvió a preguntar Emilio, temeroso.
– Intempestivamente -dijo, más para ella que para nosotros y no volvió a abrir la boca hasta que llegamos.
En la finquita las cosas no cambiaron mucho, o tal vez empeoraron. Apenas entramos, Rosario sacó cantidades de cuanto pueda uno meterle al cuerpo: coca, bazuco, marihuana y hasta tabletas de farmacia, las esparció sobre la cama y las separó en grupos. Emilio y yo pensábamos que si lo que Rosario le había hecho al hombre del carro era cierto, probablemente se dedicaría a comer, a engordar para castigar su crimen, pero en ningún momento pidió comida.
– Cambió de menú -me dijo Emilio al oído.
– O a lo mejor no le hizo nada al hombre -dije-. Solamente lo asustó.
Nunca lo supimos. Durante los días que estuve con ellos Rosario habló poco, como poco comió y poco durmió. Tampoco hubo sexo entre ellos, no que yo me diera cuenta. De lo que sí hubo exceso fue de droga, hasta yo me propasé. Nos volvimos como tres suicidas compitiendo por llegar primero a la muerte, tres zombis frenéticos, cortándonos con nuestras rabias afiladas, con nuestros sentimientos punzantes, hiriéndonos a punta de silencio, acallando lo que sentíamos con droga, solamente mirándonos y metiendo. Después, no recuerdo al cuánto tiempo, lloró Rosario, lloró Emilio y cuando ya no pude aguantarme, lloré yo también, sin saber por qué precisamente, o si hubo un motivo uno diría que fue por todo, porque es cuando todo rebosa el alma que uno llora. Después, tampoco recuerdo cuándo, en un instante de lucidez, tiré la toalla y me devolví.
Los dejé solos. Por un mes no supe de ellos, ignoraba si seguían en la finquita y en qué estado; yo por mi parte me dediqué a recuperarme, había encontrado a mi familia hecha un manicomio por mi culpa, todavía más cuando me vieron entrar, cuando me vieron caer arrodillado pidiéndoles ayuda, aunque ellos no me entendieron, pensaron que yo quería salvarme de la droga que contamina el cuerpo y las venas y no de la otra, la que entra por debajo y por los ojos, la que se enquista en el corazón y lo corroe, la maldita droga que los más ingenuos llaman amor, pero que es tan nociva y mortal como la que se consigue en las calles envuelta en paqueticos.
– ¿Cómo se quita esto? -le supliqué a mis padres, pero no me entendieron.
Un día muy temprano, Emilio y Rosario me llamaron por teléfono. Seguían donde yo los había dejado y en peores circunstancias. Me pidieron que subiera, que me necesitaban urgentemente, cosa de vida o muerte. Rosario fue quien habló.
– Si no venís me muero -me dijo con una voz distinta a la de siempre, con un «me muero» agonizante pero sobre todo ambiguo, con un «si no venís» suplicante y obligatorio. No dijo nada más, solamente esa frase, no necesitó de más para que yo estuviera con ella, con ellos, al instante. Aunque sabía que era ella cuando la vi, se me escapó su nombre en forma de pregunta como si no la hubiera visto nunca antes.
– Parcero -me dijo apretando su cara contra la mía-, parcerito, siquiera viniste.
Emilio me recibió como un loco, me abrazó y me dio una serie de inexplicables palmaditas en la espalda, aunque en su cara no se le notó alegría por verme, más bien horror, no supe si por mí o por lo que vivían, pero el miedo lo tenía desfigurado, también irreconocible. En ese instante entendí a mi familia cuando me vio llegar, y, al igual que yo hice con Rosario, me llamaron con mi nombre en forma de pregunta como si no hubieran reconocido a su hijo. Esa vez fue cuando Emilio me salió con el cuento de que había matado a un tipo, y que ella después aclaró que no había sido él sino ella y él después de que habían sido los dos, en fin.
– Fui yo, parcero -insistió Rosario-. Yo soy la que mato.
No pude saber si era cierto. Si el crimen no sería más bien producto de sus delirios, de sus excesos de droga, de su encierro. También dudé si se referían al hombre que nos había chocado en el carro, tal vez ella sí lo había matado, o quizás era otro nuevo, no sé, era tal la confusión y el desorden de sus ideas que nunca pude saber lo que había pasado en mi ausencia.
Incluso después, cuando volvieron a estar en sus cabales, les pregunté por el incidente, pero ninguno de los dos recordaba nada, a duras penas una vaga idea del infierno que habíamos vivido en la finquita.
La razón por la cual me habían llamado me hizo arrepentirme de haber ido a su encuentro. Me dijeron que necesitaban plata y yo generosamente les ofrecí la poca que me quedaba. Pero eso no era lo que buscaban.
– No, parcero -me dijo Rosario -, es que necesitamos mucha plata.
– Pero ¿cómo cuánta? -insistí.
– Como mucha, viejo, como mucha -dijo Emilio.
Pero lo grave resultó no ser la cantidad sino el origen, el sitio donde yo, el elegido unánimemente por ellos, debería reclamar esa plata y la forma como tenía que reclamarla.
– Solamente deciles que vas de parte mía -dijo Rosario.
– Pero ¿por qué yo? -pregunté angustiado-. ¿Por qué no van ustedes?
– Porque por ahora no me quieren ver -explicó Rosario.
– Entonces ¿por qué te van a dar plata?
– Porque se la voy a pedir -dijo ella-. Acordate muy bien:
tenés que decir que yo se la mando pedir por las buenas, acordate: por las buenas.
– ¿Cómo así? -volví a preguntar todavía más angustiado-.
¿Cómo así que por las buenas?
– Ellos entienden, parcero, limitate a hacer lo que te digo.
– ¿Y por qué no vas vos? -le dije a Emilio.
– ¡¿Yo?! -contestó la gallina-. No ves que yo soy el novio.
– Mirá, parcero -me dijo Rosario tratando de ser paciente-, si en algo me querés, haceme ese favor.
«Si en algo me querés… -pensé yo-, el amor esgrimiendo una de sus peores armas». Pues claro que la quería, pero ¿qué tanto ella a mí para meterme en ésas? ¿Hasta dónde tendría que bajar yo para justificarle o justificarme su «si en algo me querés»?
¿Qué validez tiene el chantaje en el amor, donde todo se vale?
Читать дальше