– Todos los hombres deberían ser como vos, parcero -me decía Rosario-. No te imaginás cómo me joden todos, Emilio, Johnefe, Ferney, todos, vos sos el único que no me jodés.
Cuando me decía eso era el único momento en que me alegraba de que yo no fuera correspondido. Me sentía la persona más importante de su vida. Era una satisfacción que me duraba sólo un par de minutos, suficientes para sentirme el hombre de Rosario, el de sus sueños, el que ella tendría si no existieran los otros, y ahí, con esa idea, terminaban los dos minutos en el cielo y caía a la tierra de culo, al lado de los otros, los que de alguna forma sí tenían a Rosario.
– ¿Y los duros? -le pregunté-. ¿No te joden?
– ¿Cuáles? ¿Los muchachos?
– Hasta donde yo sé no son tan muchachos -le dije.
– Bueno, pero así les decimos nosotras -aclaró Rosario.
No sé a quiénes se refería con «nosotras», pero supuse, aunque odio suponer, que se refería a otras Rosarios, compañeras en su aventura, igual de arriesgadas e igual de hermosas.
– Todos joden, parcero, todos -me dijo-. Y a lo mejor vos cuando te consigás una novia también la vas a joder.
«¿Novia?» pensé, ni siquiera a ella podía imaginarla como tal, era extraño, la quería con todas mis ganas pero no sabía cómo imaginármela conmigo. Nunca tuve la palabra «novia» ni ninguna por el estilo en mis pensamientos con ella. Más que una palabra, Rosario era una idea que hice mía, sin títulos, ni derechos de propiedad, algo tan sencillo pero a la vez tan complejo como decir «Rosario y yo».
– Lo que yo no entiendo es esa manía que tienen las mujeres de quejarse y al mismo tiempo dejarse joder -le reproché.
Levantó los hombros y los bajó: la respuesta sin remedio, la actitud ante lo que no se quiere cambiar. Pero sus palabras me devastaron, hablaba de una novia que yo me iba a conseguir, que por supuesto no era ella y además me sentenció que la iba a joder. No se dio cuenta de que al excluirse el jodido era yo, sabía que yo era distinto porque así me lo dijo, pero se excluía, quedando jodidos los dos.
– No es manía, parcero -dijo ella-, sino que si todos joden, no hay manera de cambiar.
«¡¿Y yo, Rosario?!», gritó mi pensamiento. «¿Y yo? ¡Si acabás de decir que yo soy distinto!», grité por dentro sin atreverme a abrir la boca para preguntar, para reclamar por la excepción que había hecho, por el lugar que me merecía, y apreté los labios para gritarle más fuerte, para reclamarle «¡¿Y yo qué, Rosario?!». Entonces no sé si lo que sucedió fue una asquerosa coincidencia o fue que ella alcanzó a escuchar un eco en mi silencio, porque sin que yo le preguntara nada me dijo:
– Vos, parcero, vos sos un bacán -y estiró el brazo frente a mí para que chocáramos las manos.
Medellín está encerrada por dos brazos de montañas. Un abrazo topográfico que nos encierra a todos en un mismo espacio. Siempre se sueña con lo que hay detrás de las montañas aunque nos cueste desarraigarnos de este hueco; es una relación de amor y odio, con sentimientos más por una mujer que por una ciudad. Medellín es como esas matronas de antaño, llena de hijos, rezandera, piadosa y posesiva, pero también es madre seductora, puta, exuberante y fulgorosa. El que se va vuelve, el que reniega se retracta, el que la insulta se disculpa y el que la agrede las paga. Algo muy extraño nos sucede con ella, porque a pesar del miedo que nos mete, de las ganas de largarnos que todos alguna vez hemos tenido, a pesar de haberla matado muchas veces, Medellín siempre termina ganando.
– Nos deberíamos ir de aquí, parcero -me dijo Rosario un día, llorando-. Vos, Emilio y yo.
– ¿Y para dónde? -le pregunté.
– Para cualquier lado -dijo-. Para la puta mierda.
Lloraba porque la situación no daba para menos. Estábamos los tres en la finquita, encerrados desde hacía mucho tiempo, metiendo todo lo que se pudiera meter, lo que se pudiera conseguir. Emilio dormía los efectos del abuso y Rosario y yo llorábamos mirando el amanecer.
– Esta ciudad nos va a matar -decía ella.
– No le echés la culpa -decía yo-. Nosotros somos los que la estamos matando.
– Entonces se está vengando, parcero -decía ella.
Rosario había llegado muy irritada después de un fin de semana con los duros y nos pidió que nos fuéramos de la ciudad por unos días. No nos contó lo que le había pasado, ni siquiera después, ni siquiera a mí, pero como sus deseos no daban otra opción, la complacimos y nos fuimos para la finquita. Durante el trayecto yo pensaba que la irritabilidad de Rosario no era nueva, ya llevaba mucho tiempo así, y aunque ella era una consumidora ocasional -«social», dicen algunos- de droga, relacioné su estado con el aumento de su hábito. Yo me había alejado un poco, como a veces lo hacía, porque esa vez su relación con Emilio parecía estar en uno de esos momentos de auge que exaltaban con mucha rumba y mucho sexo. Por eso preferí alejarme un poco. Pero fue precisamente esa euforia la que los fue sumiendo en estados irascibles y tempestuosos que nos distanciaron todavía más, hasta el punto de que pasaron un par de meses y yo no sabía nada de ellos. Hasta una noche en que me llamó Emilio y me pidió que le hiciera compañía en el apartamento de Rosario.
– Está con ellos -fue lo primero que me dijo, pero parecía no importarle. Estaba ido, cuando hablaba se veía que pensaba en otras cosas, si es que podía pensar.
– No te imaginás por las que hemos pasado -me dijo, pero no me contó. Sentí que se le había pegado mucho de Rosario, su misterio, su presunción por el peligro, su necesidad de mí.
– No me dejés solo, viejo -me suplicó-. Quedate conmigo hasta que ella vuelva.
No me quedé de muy buena gana. Emilio estaba insoportable, cualquier detalle lo exasperaba, no llevaba el hilo de ninguna conversación, me pidió plata prestada para comprar droga, me tocó acompañarlo, no se podía quedar un segundo solo, tenía que estar con él hasta en la ducha.
– Estás hecho una mierda, Emilio -no me aguanté para decirle-. Por qué mejor no nos vamos para tu casa. Allá vas a estar mejor.
Me contestó con un par de patadas, pero después se me colgó abrazado, llorando, suplicando, pidiéndome perdón, que por favor lo acompañara hasta que ella llegara, y yo no fui capaz de dejarlo, me dolía verlo así. Además, yo también tenía miedo, presentía, y no me equivoqué, que más temprano que tarde yo acabaría como él.
Como a los tres días llegó Rosario pidiéndonos que nos fuéramos de la ciudad. Estaba iracunda pero nos ordenó que no le preguntáramos nada, nos montamos en su carro y nos fuimos. Como Emilio andaba muy nervioso prefirió subirse atrás, yo me fui delante con Rosario, y a pesar de que le pedí que me dejara manejar, ella insistió en hacerlo, y si en sus cabales ella era una loca al volante, esa vez perdió toda noción de velocidad, control y respeto. Emilio tuvo la osadía de reclamarle.
– ¡¿Nos vas a matar o qué?! -dijo él-. Dale despacio que últimamente ando muy nervioso.
Yo me escurrí en el asiento, me agarré de los bordes y estiré las piernas como si pudiera frenar con ellas. Pero no hubo necesidad, porque Rosario frenó en seco, tan en seco que Emilio fue a parar a la parte de delante, en medio de ella y yo, tan en seco que el carro de atrás nos chocó, pero a Rosario pareció no importarle el estruendo de vidrios y latas, sino Emilio, el pobre de Emilio.
– ¡Con que estás muy nervioso, maricón! -le gritó en la cara-.
¿Por qué no te vas caminando a ver si te relajás?
– ¡¿Caminando?! -dijo Emilio-. No te pongás así.
– No -dijo ella-, es que yo no me pongo así, ¡vos me ponés así!
Читать дальше