¿Te acuerdas de la americana de Bellomonte? Victorino recurre a una evocación que en toda otra ocurrencia, incluso cuando mal durmieron una semana presos en el retén Planchart, ha tenido la virtud de hacer sonreír a Crisanto Guánchez. Esta vez no sonríe sino permanece mirando el techo con tozudez de cadáver. Un murciélago desprovisto de su noche embiste contra las paredes recién clareadas.
Para la época de lo sucedido con la americana de Bellomonte ya no eran unos indios despojadores de bicicletas, no señor, para esa época no muy remota se habían especializado en el arrebatamiento de carteras femeninas. Justamente don Santiago les dispensó la confianza de fiarles una motocicleta legal, pagadera en futuras mercancías ilegales. Victorino conducía la moto en pos de la mujer y su cartera, Crisanto Guánchez iba encaramado a la parrilla trasera del vehículo, se apareaban a la perseguida en un tramo de poco tránsito, era más bien zarpazo de jaguar el manotón que dejaba a la mujer sin cartera, Crisanto Guánchez y el botín corrían a reencontrar la moto de Victorino diez metros más allá, Victorino aceleraba la marcha, una ruidosa humareda encapotaba los gritos de la víctima, daba risa el estupor de los escasos testigos.
La americana salió de un banco de Bellomonte con ese aire de supremacía que desparraman las mujeres solteras cuando han cobrado un cheque substancioso. Era una manzanota rubia y marcial, entrevista en las pantallas de televisión al frente de los bomberos neoyorquinos o del carnaval de Nueva Orleans. Victorino disfrutaba del seguimiento, porque la americana se gastaba unas nalgas merecedoras del Premio Nobel y de la legión de honor. Acontecimiento inusitado fue que el lamparazo de Crisanto Guánchez no lograra desprenderle la cartera o el brazo, la americana era campeona de tenis o de algo más hombruno, Crisanto Guánchez se vio precisado a colgarse del objetivo y arrearle a la aguerrida dama una patada de tal tonelaje que la obligó a soltar simultáneamente cartera y llanto, quedó gritando en correcto inglés, Pólice!, Pólice!, como si estuviera en Picadilly Circus. Y si regocijada fue la escena del atraco, aún más risueño fue el desenlace: abrir el cuero en una curva del ferrocarril de Palo Grande, enfrentarse al soplo perfumado de una suma jamás soñada, en papiros de quinientos bolívares rozagantes y recién firmados, qué mantequilla. Compraron trajes elegantes de casimir inglés, se codearon con militares y abogados en los cabarets, Victorino vio a Blanquita por primera vez en El Edén, más vale que no, Crisanto Guánchez se enamoró de una catira cucuteña que le contagió apasionadamente su blenorragia.
Este otro Crisanto Guánchez, derrumbado sobre excrementos secos y grietas tentaculares, aplastado por la soledad flotante de una casa vacía, fijos los ojos en las vigas del techo, no desea acordarse de nada. Una parábola de sangre le baja desde los labios abotagados hasta la nuca, una diagonal a cuchillo le rotura el pecho desnudo. Esta casa perdida entre las peñas de un barranco no la alquila nadie, ni siquiera las parejas fornicadoras se atreven a improvisar tálamo aquí por temor a las culebras, tan sólo la habitan las alimañas y la visitan los hampones en conciliábulo.
La noche que concluye para ellos en la media luz de este amanecer afrentoso, comenzó como fecha solemne de su primer robo formal, su primer atraco a mano armada, su graduación como ladrones de oficio. Tras la fama ganada por sus habilidades en el arrebato de carteras, fue consecuencia lógica que ayer en la mañana se les acercara Caifas, caminaban sin rumbo cierto por entre los cajones de Quinta Crespo, se acercara Caifas y les dijera: "Necesito dos choritos empingados para una movida, ¿le echan bolas?".
Le echaron bolas. Pero el atraco en sí, que tanto los emocionó en el curso de sus preparativos por tratarse de su primera experiencia en compañía de choros veteranos, ya ni valía la pena mencionarlo. En la mente de Victorino quedará archivado ese atraco como la vaga reminiscencia de un western vulgar: gran plano general en picada de una calle de Santa Mónica, plano medio de una casa de abastos, un hombre de bigotes pluviales se empina en actitud de correr la cortina metálica, primer plano de Caifas entrando en campo, Caifas punza con la trompa de su fuca la barriga del bodeguero, plano medio, Crisanto Guánchez y Victorino vacían en un dos por tres el dinero de la caja registradora, zoomin lento sobre los tres asaltantes que le dan mil coñazos al bodeguero, Caifas lo magulla con la cacha del revólver, cióse up del bodeguero cuando comienza a hablar, exterior, auto estacionado en la esquina más próxima, plano general, música de tensión, cióse up del Cubano al volante, cámara dentro del carro, a través del parabrisas se ve la calle en foco, la cámara regresa al interior de la casa de abastos, plano medio de un rincón de la estantería con cajetas y frascos, entran en campo los tres asaltantes, dentro de las cajetas encuentran los billetones, contracampo, en primer plano los asaltantes con el botín, salen a la calle, el bodeguero queda tendido en el suelo, la sangre que le mana de la cara va oscureciendo la blancura de un saco de harina, exterior, primer plano del Cubano visto a través del parabrisas, el Cubano tira el cigarrillo y enciende violentamente la máquina, durante todo el plano se oye el ruido del motor, plano medio de los tres asaltantes corriendo al encuentro del auto, primer plano de ellos al abrir las portezuelas y entrar, panorámica con movimiento del auto, el auto cruza a la izquierda en la tercera bocacalle, comienza un dollyback lento, gran plano general de la calle desde la misma posición en que comenzó la secuencia, música triunfal. La secuencia se enturbia emborronada por la sangre que a él también le corre, rayada por el dolor de la clavícula maltrecha, por las quemaduras y contusiones que le jaspean el pellejo. En cuanto a Crisanto Guánchez, ése no desea recordar absolutamente nada.
La pesadilla comenzó, la asquerosa cabronada comenzó al traspasar el umbral de esta casa abandonada entre los riscos de un barranco. Hasta el polvo de estos aposentos descendieron ellos dos, a la zaga de Caifas y el Cubano, tras haberse liberado de la máquina en una arboleda solitaria. Venían a repartir el botín, una ceremonia inviolable. De repente brotaron de la sombra dos hombres más, esas caras nunca las había visto antes Crisanto Guánchez, esos nombres jamás los había escuchado antes Victorino, no habían participado en la movida pero aportaban para festejarla tres botellas de ron y un paquete de seconal sódico, exhibían exaltados las pastillas rojas a la luz de una linterna que el más corpulento, cocotero de alto, chimpancé de ancho, zarandeaba en cadencia de minería.
Victorino y Crisanto Guánchez aceptaron un violento trago de ron para no dejarse ver los pañales, pero rechazaron las pepas de seconal a riesgo de desmerecer ante sus curtidos compañeros. Después se sentaron en un ángulo del cuarto, ya vendría a su tiempo la distribución equitativa de los billetes, ¿Qué hora será, Victorino?, él calculaba la una y media de la madrugada. Caifas, el Cubano y los dos extraños bebían a pico de botella en el extremo opuesto, referían en embrollo historietas soeces, comenzaban por el desenlace y después no hallaban qué agregar, ponderaban con carcajadas idiotas sus eructos y sus pedos. Inesperadamente se callaron. En mitad del bronco silencio uno de los dos intrusos, el que los otros llamaban Perro Loco, dijo:
¡Hagamos uso de los dos nonatos!
Victorino y Crisanto Guánchez tomaron aquellas palabras como una chanza bestial de borrachos, les parpadeó un segundo la esperanza de que no fueran sino eso, ellos no eran dos nonatos, dos chamos nada más sino también dos socios que habían arriesgado la libertad y la figura en un negocio de hombres, como hombres estaban ahí agachados en calmosa espera de su legítima participación en las utilidades.
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