Pero a la proposición de Perro Loco respondieron los gruñidos aprobatorios de los otros, Perro Loco era un degenerado cuya expresión se hacía más malignamente mongólica bajo los ramalazos del seconal, ya Caifas venía hacia ellos irracional:
¡A quitarse la ropa, muchachos, que hay jaleo!
Victorino y Crisanto Guánchez, impelidos por el peligro, se lanzaron en escurrimiento gatuno hacia la puerta, encontraron al gigante de la linterna parado al centro de ella, a rodillazos y empujones les taponó la fuga, lo llaman Buey Pelúo. Victorino intentó echarse al bolsillo su destreza para sacar la navaja, una sola manaza de Caifas le esposó ambas muñecas. El Cubano y Perro Loco se llevaron a rastras a Crisanto Guánchez, de nada le valían sus retorcimientos y sus maldiciones, Suéltenme cabrones, Victorino quedó solo y gusano frente a Caifas y Buey Pelúo.
¡Primero van a tener que matarme! los dos hombres ciegos de ron y seconal no vieron que Victorino estaba gritando una enfurecida verdad, le arrancaron la ropa a pedazos, lo arrinconaron desnudo contra las tinieblas, a sus tentativas desesperadas de morder o zafarse respondían con puñetazos que resonaban sobre las costillas de Victorino como paletadas de tierra. Caifas decía gangosamente:
Vamos, negrito, hazlo por las buenas que de todos modos lo vas a hacer.
Buey Pelúo le torcía el brazo izquierdo en V sobre la espalda, se lo doblaba hacia arriba en pequeños empujones intermitentes, así le escalonaba un sufrimiento agudo y desgarrante.
¡Ay, mi madre, me están partiendo el brazo, grandes carajos!
Hazlo por las buenas, negrito contestaba Caifas.
La lucha duró unos cuantos minutos, ¿quién sabe cuántos?, los dos gigantones borrachos le astillaron el tabique de la nariz, le fracturaron la clavícula, Caifas le quemó la piel de los testículos con un tabaco prendido, Caifas le desgarró el nacimiento de las nalgas con sus uñas enconosas, Victorino comprendió amargamente que lo iban a matar, sintió afluir a la garganta un buche de desamparo y asfixia que no podía ser otra cosa sino la muerte.
¡Vengan para acá! se oyó un pujido inesperado del Cubano en el cuarto vecino.
Solamente en ese instante lo soltaron medio desmayado, quedó con los labios verdosos sumidos en el polvo, mascullando venganzas y mentadas de madre, Me hubieran tenido que matar cabrones, luego se perdió en una neblinosa inconsciencia, le llegaban a ratos lejanas risotadas procaces de Caifas, el dolor de la clavícula no le permite desmayarse de un todo, la casa abandonada recupera su muerte y su misterio.
Se fueron con el botín, treparon la madrugada con sus mugientes curdas a cuestas, dejaron olvidada la lámpara entre botellas vacías, por esa luz soñolienta se guía Victorino, Crisanto Guánchez yace extendido sobre un charco de sombras, malherido y sangrante como él. La blasfemia de Crisanto Guánchez impreca a las alturas, no logró soportar tantos tormentos, tanto dolor que no acababa nunca, casi lo estrangularon.
Crisanto Guánchez, vejado y escupido no recuerda más, no presta atención a los subterfugios compasivos de Victorino, casi lo estrangularon, le torcieron las bolas, no pudo más, ahora no desvía del techo una contemplación inexpresiva de cadáver.
Victorino ha traído el Maserati para que lo bauticen los ojos de Malvina, a Malvina se le han humedecido las palmas de las manos igual que si él hubiera venido en burro o en trineo, lo importante es que haya venido, ella lo ha esperado desde el desayuno vestida de blanco, ha simulado regar los capachos del jardín. Malvina es alta, casi tan alta como Victorino, cultiva violetas en las ojeras, de esas que ya no se estilan, mira pensativamente. Está enamorada de Victorino desde la primera vez que trepó a la parrilla de su motocicleta, el algodón de su franela le alborotó los senos recién nacidos, para ese entonces ella chupaba caramelos de menta y leía con ardiente credulidad las tiras cómicas, Victorino podría ser Superman, o Mandrake, o Popeye, lo que él quisiera. A medida que crecieron los dos, a Malvina se le ahondó el sentimiento y se le oscurecieron las ojeras, sobre su conciencia pesan dos años de besos culposos y de caricias prohibidas, Victorino se empeña en ir más lejos, hasta el límite nada menos, se lo ha suplicado muchas veces, ha intentado hacerlo sin suplicárselo, pero ella lo conoce muy bien, le adivina los reflejos del alma, desde el cumplimiento de la posesión no la querrá igual, no por prejuicios sino porque no la querrá igual como no quiere igual a las cosas cuando ya le pertenecen, ella está segura, por eso se debate suspirando fiebre entre sus brazos, Malvina se muere por abrirse como una almeja bajo las rodillas insistentes de Victorino, No seas mala mi amor, él la besa como besaba el rey Salomón, le pide la dulzura que ella quisiera darle, no puede darle. El resto de la vida de Malvina no vale la pena, un bachillerato en colegio de monjas francesas (Je vous salue, Marie, pleine de gráce, Le Seigneur est avec vous, etcétera), un piano amaricado por los valses románticos menores, dos amigos cuarentones de la familia que pretenden casarse con ella, la lectura intoxicante de novelas rosas antes de dormirse, su madre no le permite leer novelas con espinas, hoy es el cumpleaños de Victorino y esta es la hora en que no ha venido a verla, lo único trascendental bajo las nubes es el forcejeo pecador entre los brazos de Victorino, los no y no y no trémulos que le espesan el aliento y le siembran de violetas las ojeras.
Victorino deja el Maserati en la avenida y se acerca a Malvina que lo añora enmarcada por margaritas y heléchos, nimbada por el perfume mundano de los malabares, competida por la aristocracia puntillosa de las orquídeas. Entran en la casa, ya Malvina deshojó asombros y lisonjas ante las formas rutilantes del automóvil, Es algo de ensueño, atraviesan un frágil sendero de capodimontes y limones, el arroyo cardenalicio de las alfombras los conduce hasta la biblioteca.
No me invitaron a la fiesta de los Londoño dice él, se detiene ante la puerta, le cede el paso. Entonces yo tampoco iré, dice ella, la respuesta que él había previsto.
La biblioteca es la viscera más sosegada de la casa, vagabundea en su ámbito un efluvio de pergaminos y gamuzas, de Harún Al Raschid y Víctor Hugo, la ventana azulenca domestica el claror del patio, es imprescindible encender las luces si se quiere diferenciar las doradas letras mortecinas, si se pretende descifrar los lomos herrados de los libros. Victorino y Malvina no encienden las luces.
Un único cuadro cuelga en la penumbra del salón, ejerce su patrimonio acuartelado entre el brocado de la cortina y la caoba de los estantes, es un retrato del doctor Jacinto Peralta Heredia, abogado de nacimiento, ex senador de la República, directivo y accionista de compañías anónimas, propietario y señor de esta casa, padre de Malvina, tío de Victorino. Su luminaria jamás se apaga dentro de la estancia, el sol cernido que trasciende del patio se empoza casi íntegro en sus rasgos preclaros, al atardecer las criadas encienden un hilillo de neón que le contagia su resplandor enfermizo, no le permiten quedarse a solas ni un segundo con sus terciopelos interiores. Los conceptos jurídicos fluyen en espirales de la despejada frente, los cupones bancarios pregonan su liquidez en el oriente de la gruesa perla que le manumisa la corbata negra. Es un óleo académico pero expresivo, obra de un pintor español debidamente afamado, retratista de Alfonso XIII y de la Bella Otero, don Jacinto Eulogio no arriesga su fisonomía a las pinceladas anarcoides de los artistas nativos.
"Todo triunfo es fruto de un largo y mantenido esfuerzo" (es el retrato quien dispara los aforismos), el corpóreo don Jacinto Eulogio, acaparado por el trino de los teléfonos, el ronroneo de las juntas directivas, el correteo de los cocteles a los matrimonios, a los divorcios, a los entierros de sus innumerables amigos, el don Jacinto Eulogio de carne y hueso carece del reposo requerido para un apacible filosofar. "Un voluntarioso y concienzudo esfuerzo es mi biografía, he levantado este hogar con una sola pero virtuosa hija, no dilapido la indilapidable fortuna heredada de nuestro padre, esto lo digo por mi hermano Argimiro, ni la desaprovecho en lirismos visionarios como Anastasio, mi otro hermano, el menor, Anastasio le ha dado por improvisar industrias en un país irreparablemente prestamista. Mis depósitos personales el retrato de don Jacinto Eulogio deplora in pectore que el pintor no lo proveyera de una sonrisa boyante de reserva en el British American Bank, ¡después de lo de Cuba uno no sabe lo que puede ocurrírsele a esta negrada novelera que nos circunda!, bueno, mis depósitos personales montan a 840.807,83 dólares colocados al 8 y 5/8 por ciento anual, el informe lo recibí hace una semana, aún recuerdo las cifras con lujo de decimales, tengo una memoria justiniánica".
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