William y Ezequiel se aproximan a los sacos que cuelgan del techo, giran en guardia alrededor de los torsos de cuero, amagan con la mano izquierda y descargan luego la derecha en oblicua y violenta travesía, se amparan la quijada con los guantes como si el zurrón bamboleante tuviera brazos para responderles. Louis Bretón los obseva, los asesora, mejora esajab, William, y tú, así no se mueven las piernas Ezequiel; siempre con su voz protectora y cortés. Victorino ha dejado las pesas en su sitio, ahora aporrea la pera negra del punching bag, la pera bate vertiginosamente contra la plancha de madera que la sostiene, el puño repercute riguroso y sincrónico, cincuenta veces tac como redoble de palillos en la membrana de un tambor de caja seca.
En el salón de las duchas se reúnen los cuatro. Victorino ha hecho girar la llave hasta su último viraje, el agua se estrella tumultuosa sobre su espalda y luego se despliega en comba de surtidor, Victorino sopesa como duraznos sus testículos remojados, le llega el grito de William por encima del tabique izquierdo:
¿Sabes la última? Esta noche hay pachanga casa del Pibe Londoño, nos negrearon, no nos invitaron.
Victorino cierra la regadera y descuelga la toalla del gancho. Entonces aparece, montada en pelo sobre las violas del agua que la vieron nacer, la voz gorgoteante de Ezequiel que redondea la noticia desde el tabique derecho:
Llamamos por teléfono al Pibe para sondearlo, se cortó todo, no dijo una palabra de la fiesta, Esta noche tengo un compromiso para estudiar álgebra, eso dijo el gran fulastrón de mierda, me cago en su álgebra.
Salen los cuatro al corredor a pasearse en conciliábulo, envueltos en sus toallas heroicas, vindicatorios senadores romanos. Parte narrativa: la honorable familia Londoño celebra los quince años de la Nena, ofrece una recepción bailable esta noche en sus salones, ha invitado a medio Caracas. Parte motiva: La familia Londoño ha decidido, tras un análisis concienzudo de los probables riesgos y de las posibles derivaciones, retener las invitaciones de ellos, los amigos del alma del Pibe Londoño, para liberarse de tenebrosas (camorra, traumatismos, árnica) consecuencias; y el infeliz Pibe Londoño, nuestro pana entrañable, ha aceptado sin chistar la indecencia discriminativa de sus progenitores. Ezequiel es estudiante de Derecho, no hay que olvidarlo.
De todos modos, vamos a esa fiesta sentencia draconianamente Victorino.
El inapelable veredicto provoca el despliegue de la risa insólita del acusador Ezequiel Ustáriz, una risa que se entreabre en pianísimo rumoroso, cabriolea en tempo allegro ma non tropo, culmina en exacordos de carcajada redonda, supertónica y dominante, desciende en andante cantábile, morendo en una coda viva de arpegios en carretilla.
Vamos a la fiesta y llevamos a Mona Lisa añade Victorino implacable.
¿A Mona Lisa? La risotada de Ezequiel Ustáriz se reproduce en toda su esplendorosa gama instrumental, sus tres compañeros la corean, jamás produjo tanto jolgorio el nombre de la modelo de Leonardo, Sí hombre, a Mona Lisa. Y Louis Bretón, ex campeón peso pluma de Argelia, también se ríe a lo lejos, sin saber de qué.
Estos cuatro atléticos mocetones que aquí veis, Ramuncho, William, Ezequiel y Victorino, son amigos jurados desde la época trepidante de las motocicletas. Victorino tenía entonces catorce años y aquella fue la primera batalla que le ganó a su padre, también a Mami que se embanderaba de súplicas y reproches ante la idea de verlo trepado a uno de esos aparatos infernales. Mami, tan enemiga de simulaciones y cabalas no tuvo escrúpulos en fabricarse un taimado presentimiento:
He soñado varias noches seguidas, Victorino, que te morías en un choque, un accidente de tránsito, sangre, humareda, tornillos, algo horrible y enjugaba una lágrima para imprimirle mayor autenticidad a la artimaña.
Una mujer culta como tú, Mami, no debe creer en pesadillas, estamos en pleno siglo veinte le replicaba Victorino, y su argumento rebotaba favorablemente en los predios racionalistas del ingeniero Argimiro Peralta Heredia.
Tiene razón el muchacho decía el padre pero no le compraré la motocicleta suicida de ninguna manera, creer en sueños es ver el cielo por un embudo, yo sueño una vez a la semana que duermo con Sofía Loren, la maravilla de las maravillas, nunca me sucede en la vida real.
¿No os dije que era un cínico? Victorino se vio precisado a aprender la conducción de motos en la de William cuya familia, de ascendencia y convicciones inglesas, lejos de temerles se siente orgullosa de esos vehículos que tanto prestigio y beneficios proporcionan a la industria ligera británica. Una tarde irrumpió Victorino en el jardín de su casa por el sendero de los automóviles, montado en la moto de William, con los brazos abiertos como los bomberos acróbatas, Mami en el balcón se cubrió el grito con tres dedos espantadizos, al padre no le quedó otro armisticio sino comprarle una Triumph trepadora, color rojo hemorragia, la más voladora y piafante entre todas las motocicletas del Country.
Ser propietario y piloto de esa Triumph purpurina equivale al enterramiento en urna blanca de su niñez, bajo el macadam de una avenida. A los catorce años de edad ha nacido un nuevo hombre, Prometeo a caballo sobre un leopardo mecánico. Ni cuando su tío Anastasio lo lleve mundanamente a un burdel de Chacao y conozca por vez primera rincón húmedo de mujer (eso sucederá un año después de haber estrenado la motocicleta) disfrutará Victorino como hoy la convicción de su mayoría de edad, de su independencia de pensamiento. Nunca había experimentado antes tampoco la embriaguez producida por ese elíxir que rotulan Propiedad Privada y que tan profunda huella deja en la historia pública de las naciones y en la vida particular de los hombres. Los juguetes jamás fueron suyos sino instrumentos utilitarios que compraban sus padres para mantenerlo a distancia de sus coloquios adultos. Tampoco fueron suyos sino obligaciones, responsabilidades de sus padres, los execrables enseres escolares, ni las ropas que le impedían andar sinceramente desnudo por entre los bambúes que el calor acogota. Ni siquiera era exclusivamente suyo el perro hogareño, Onza, que respondía con humillada zalamería a sus maltratos y amanecía al pie de su cama en súplica masoquista de zapatazos. Ni la bicicleta esquelética que cualquier repartidor de botica carga entre las piernas.
La moto, en cambio, es pertenencia y vínculo, parte de uno como el sexo y los dientes, como la altanería y la voluntad. La moto es un ser infinitamente más vivo que un gato y que un canario: por amiga viva se le quiere con miramientos, por novia viva se le adorna con lacitos, por niña viva se le cuida con esmero y pulitura. Vengan a ver, jevas de todos los países, la Triumph roja de Victorino, con los manubrios en cornamenta que Victorino le ha adicionado, sin una mácula de grasa porque las manos de Victorino la acicalaron, con los parafangos espejeantes porque esas mismas manos de Victorino los cromaron, vengan a verla a paso de vencedores por las calles escarpadas que descienden de las faldas del Avila. Vengan a verla, intrépida y rasante en las curvas, obediente a la vibración de los antebrazos de Victorino como una potranca pura sangre. Vengan a verla, gavilán y relámpago en las rectas, aparearse estimulada por el puño derecho de Victorino al pelotón que la aventaja, situarse en un vuelo a la cabeza de todas, épica como el caballo de un cheik. Vengan a verla, rumbeadora y temeraria, bajando a media noche por el viejo camino enrevesado que conduce al mar, poniendo a prueba la hombría y el instinto de su dueño. Vengan a verla, liberada de silenciadores y mordazas, erizando la mañana de viriles estruendos, despertando a los carcamales con su somatén de juventud. Vengan a verla, tronadora de gases y coraje, intimidando las alamedas con sus tiroteos de guerrillera. Vengan a verla contigo en el anca, Malvina que me anudas los brazos al pescuezo, Malvina que restriegas contra mi espalda los dos limones que te alborotan el suéter, Malvina que me gritas ¡Párate por favorcito tengo mucho miedo!, yo sé muy bien que no tienes ningún miedo sino ganas de abrazarme, Malvina.
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