Hagamos un safari, boys propuso William al trasluz ceniciento de un atardecer caluroso, la lluvia prometió visita y no había cumplido su palabra, un vientecillo de horno resucitaba periódicos leídos y hojas secas.
Hacía largo rato que los seis bostezaban en expectativa, maldecían el plantón de la lluvia, montados a medias en las motocicletas, un pie en el pedal y otro en la tierra. Aceptaron el programa cinegético de William sin sospechar por un segundo que de aquel safari se hablaría por muchos meses en el Este, que aquel esparcimiento deportivo les acarrearía el odio inquisidor de las damas católicas y el desprecio puritano de los caballeros consagrados, no obstante que nada logró probarles la Policía Judicial cuando el coronel Arellano los condujo desconsideradamente hasta ella. Por lo contrario, más les creyeron a ellos que a su acusador. Mayores visos de lógica que la denuncia gratuita del malhumorado coronel, presentaba el juramento de testigos oculares que prestaron ellos mismos, Ramuncho y el Pibe Londoño, juramento según el cual motociclistas fantasmas, Los vimos con nuestros ojos, demagogos negros de los barrios comunistoides, Qué facha tenían, habían sembrado sangre y muerte en los heléchos del Country y de La Castellana para vengar seculares agravios de raza y de clase.
El safari del cuento, que tan sensacionales dimensiones habría de adquirir a la media noche, se inició al morirse de gris la tarde, de manera divertida y trivial. Los seis corsarios fueron hasta sus casas en decomiso de armas. Al regreso hicieron inventario: dos rifles de cacería, capaces de matar a los tigres del Fantasma si se ponían a tiro, obtuvieron William y Ezequiel en los closets de sus tíos; el Pibe Londoño dio con un tercer rifle en las gavetas de su hermano mayor el hacendado; Ramuncho desenterró de un escaparate aquel esclarecido revólver de cañón largo que engalanó la Entura de su abuelo cuando éste fue Jefe Civil de Candelaria; Victorino pidió prestada, a la guantera del Mercedes Benz de su padre, una pistola browning impaciente y contemporánea. En cuanto al Turco Julián (para esa época andaba todavía con la patota, el muy hipócrita) no logró aportar sino una escopeta de municiones que, salvo los conejos y las palomas, no existía animal agreste que no se riera de ella. Victorino no recuerda cuatro años más tarde si fue la propicia aparición de la escopeta de municiones, o la antipatía que les inspiraba a todos el fox terrier de las hermanitas Ramírez, la circunstancia que los inclinó a iniciar la partida con una pieza de caza menor. El perrito se llamaba Shadow, desvirtuaba por gordo las características de su linaje pero era, eso sí, desdeñoso y sarcástico como la fox terrier que lo parió. La verdad sea dicha, todos los integrantes de la patota andaban, quien más quien menos, enamorados de las hermanitas Ramírez, unos de la mayor con su perfil numismático y sus crespos dibujados al carboncillo, los demás de la pequeña con su mirada de ópalo noble y sus manos tan sutilmente blancas como el aroma del jazminero. Y otra verdad aún más amarga también sea dicha, la efigie de ninguno de ellos pasó jamás por el pensamiento de las dos bellas cuanto presuntuosas habitantes de la calle Altamira. La mayor desfallecía de amores imposibles ante un retrato de sir Lawrence Olivier con una calavera en la mano, el monólogo desentonaba fúnebremente junto a los colorines sicodélicos de su estudio; la pequeña padecía martirizantes clases de piano, ningún recuerdo de muchacho varón era digno de trasponer las alambradas de sus múltiples interminables engorrosos arpegios. Para Shadow (el contraste les emponzoñaba el domingo) todo se volvía desvelos y amapuches, shadowcito lindo, mi sol. Entre los brazos de ellas se plegaban como hojaldre las orejas triangulares del perrito; negra nube sobre las colectivas ilusiones amorosas era el lunar que le anochecía el ojo izquierdo a Shadow; Shadow los vigilaba a distancia con escrutadora socarronería de Scotland Yard; Shadow enderezaba la cola trunca como antena de superchería. La caza del fox terrier le fue asignada al Turco Julián, no en calidad de befa a su candorosa escopeta de municiones, ahora sí recuerda Victorino, sino porque el Turco era el más servil entre todos los adoradores de la mayor de las Ramírez, rondaba musulmanamente horas enteras la verja de la quinta, ella leía un libro de versos (o de cocina) a la sombra
de las acacias, ella estaba decidida a no enterarse jamás de la existencia del Turco Julián sobre la tierra, ingrata. Las hermanitas Ramírez andaban de cine o de concierto, en otra forma de poco le hubieran valido a Julián su astucia siria y su paciencia libanesa. Enjuego puso ambas virtudes ancestrales hasta lograr atraer la silueta de Shadow, desconfiado y alerta pero ahí estaba, atraerlo al claro donde apuntaba su escopeta de municiones. El primer disparo se estrelló en plena barriga, era demasiado gordo para fox terrier el pobre, le empedró un abanico de agujeros. Shadow trastabilló mal herido, dio un barquinazo ebrio contra los azulejos de la pared, gruñó un desafío agónico al agresor inesperado e invisible, una nueva retahila de plomo taconeó sobre el lunar negro que le cubría el ojo izquierdo, de su sagaz pedantería no quedó sino despojos. Las hermanitas Ramírez andaban de cine o de concierto, las barloventeñas del servicio chismorreaban en la cocina remota, ningún ser humano tuvo la oportunidad de presenciar (llorando) la troyana muerte de Shadow ante el portal de su casa.
Cinematográfica y esteparia, en cambio, fue la batida contra los doberman del doctor Fortique. Eran tres perros tan abstractos, tan indiferenciables el uno del otro que a nadie se le ocurrió ponerles nombre, troika compacta y ardorosa que restallaba como tres látigos negros cuantas veces pasos intrusos se aproximaban a la quinta del doctor Fortique. Se les hubiera supuesto perros esculpidos en obsidiana o basalto de no ser por las almendras furiosas de sus ojos. Aquella noche ladraron aguerridos al peligro que venteaban, se estiraron en galope ciego hacia el bosquecillo donde se atrincheraban William, Ezequiel y el Pibe Londoño con sus rifles. No escapaba a la refinada estimativa de los tres perros que se dirigían a una oscuridad sin cuartel, que navegaban aguzados hacia la muerte sus tres cabezas huesudas, sus seis orejitas recortadas, sus seis almendras de candela. El primer balín del rifle de William le entró en el betún musculoso del pecho al que venía a la vanguardia, sin que por ello sus compañeros vacilaran en la exaltación de la embestida, un doberman auténtico jamás rehuye el combate. Entonces Ezequiel falló su disparo. Ya estaban las dos bestias sobrevivientes a cinco trancos de sus enemigos cuando el Pibe Londoño le desbarató la frente al segundo de un balazo magnífico. Entonces se encendieron histéricas las luces de la quinta. El último salto del tercer doberman hundiría certeramente los colmillos espumosos en el pecho de William. No contó con el kirieleisón del viejo revólver de Ramuncho, su estampido aparatoso ensordeció la colina. El perro rodó, macizo y babeante, desviada su saña hacia los geranios donde quedó muerto, no disparé mi pistola, Malvina, porque no quería perdérmela, no quería perder un solo detalle de aquel despelote bajo el aguacero, la lluvia había comenzado a caer con reticente ternura. Los tres doberman de acero negrísimo, azules de impotencia, azules de muerte, quedaron tendidos sobre la grama húmeda como toros sacrificados en la arena de un circo. Ahora le corresponde a Victorino enfrentarse en duelo personal al pastor alemán del coronel Arellano. Un mechón negro le ahuma los lomos leonados, la cola es una airosa cimitarra rubia que baja de la grupa hasta los jarretes, la lengua inconforme desborda los colmillos, lo llaman Kaiser. Pone tan esclava complacencia en obedecer Jas órdenes del coronel que éste ensalza a tambor batiente sus virtudes, Jamás he tenido un soldado más disciplinado bajo mi mando, dice. Pues bien, la oveja franciscana que los hijos más pequeños del coronel montan como pony y le dan de comer en sus manos regordetas, conviértese en acechante cancerbero si el más leve rumor palpita entre los naranjos de la cerca. Victorino lo incita desde la verja. Victorino presiente su masa vibrátil agazapada en las tinieblas, patiabiertos y expeditos los remos traseros, enhiestas la orejas de lobo, desenvainados los colmillos igualmente de lobo, es bisnieto de lobos. Victorino escucha ya su gruñido de sierra, percibe ya su huella elástica, cada vez más cercana, sobre la vereda arenosa, advierte ya su presencia infernal más allá de la reja donde él lo espera con la browning desnuda y anhelante. Victorino apunta en medio de los ojos con dedo fatalista de cazador de leones, el fogonazo centellea a la luz de la lluvia. Victorino huye vencedor, Victorino aterriza de golpe en el asiento de la moto, Victorino enciende la moto bajo el impacto de su salto. Sus cinco compañeros le preceden estrepitosos por entre chaguaramos y samanes, el coronel en pijama acudirá indagante, ¡Kaiser!, se imaginará en espejismo que Kaiser duerme displicente al pie del farol de la entrada, ¡Kaiser!, se enfrentará a la tragedia cuando se acerque y su linterna denuncie la sangre que fluye mansamente de la cabeza leonada, la sangre de Kaiser se apelmaza en coágulos sombríos sobre los cogollos de hierba.
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