Rosa Montero - Amado Amo

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Estamos ante una novela sobre el poder, pero un poder con minúsculas, cotidiano y perfectamente reconocible: el que ejercen las empresas, el que sufren los asalariados, un poder risible que se mide en metros de despacho o en el número de veces que el jefe se ha parado a hablar contigo. César Miranda, protagonista de esta historia, es un hombre en crisis que intenta sobrevivir a las tormentas y tormentos de una competitividad desenfrenada. Y su peripecia nos va dibujando el implacable pero divertidísimo retrato de la disparatada sociedad en que vivimos.

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Lo descubrió la portera por los gritos que daba. Cuando tiraron la puerta abajo llevaba ya más de una hora abrasándose por dentro. Quizá se tratara de un autocastigo, reflexionaba César; a fin de cuentas se mató bebiendo. A él, en cambio, le correspondería una muerte por consunción, por inactividad letal. Sería cosa de meterse en la cama y esperar a pudrirse. César suspiró, aliviado, porque el procedimiento sonaba menos aterrador que la lejía. La niña subnormal se había acabado el caramelo y ahora enarbolaba el palo de la piruleta como quien enarbola una batuta, dirigiendo los movimientos del cura cual si fuera una orquesta y dando de cuando en cuando la entrada al catafalco. Todos, sacerdote incluido, habían hecho como si creyeran que Matías había muerto de infarto.

Ahora sí, ahora sí que estaban hablando de él, se sobresaltó César; ahí, dos bancos más adelante: incluso se habían vuelto para mirarle. Eran dos tipos de administración, relativamente nuevos, los conocía de vista. Dos treintañeros ambiciosos, de la nueva generación de tiburones. Cada hornada era más cruel e implacable que la anterior, quizá porque el pastel a repartir se hacía progresivamente más pequeño. Le miraban, se susurraban algo y quizá se sonreían. Puede que supieran lo que él no sabía; por ejemplo, que no le iban a invitar a la Convención Anual. La Convención se celebraría al mes siguiente. Dos días de charla y buena comida en un hotel. Iban todos, todos los que eran alguien en la agencia; y a la clausura aparecía un delegado de la casa central americana. No ser convocado para la Convención era el baldón definitivo, el destierro final. Matías fue excluido de la lista el año pasado.

Unos días antes, precisamente, César había pasado mucho miedo. Estaba en su casa cuando sonó el teléfono, y él, quién sabe por qué, lo descolgó. Era la secretaria de Morton. ¿No has oído mis recados en el contestador?, gruñó la chica; llevo dos días intentando localizarte. Pero César se podía pasar semanas sin escuchar los mensajes y sin descolgar nunca el teléfono. Así es que contestó que tenía el aparato algo averiado. Pues bien, que Morton quería verle. No, ella no tenía la menor idea de por qué. No, ahora Morton había tenido que salir de la agencia, volvería a última hora de la tarde, que César viniera para entonces. Y la chica colgó, dejándole asfixiado de expectación y angustia.

Hacía meses que Morton no le llamaba a su despacho. En las interminables horas que le separaban del encuentro, César se devanó los sesos intentando adivinar los motivos de la cita. Repasó mentalmente su comportamiento en los últimos días, por ver si había hecho algo peor que lo habitual. Bastaba con que se pusiera unos instantes a pensar en ello para que encontrara motivos suficientes como para ser despedido fulminantemente varias veces. Desde el hecho de que llevaba una semana sin aparecer por la Golden Line hasta el último trabajo entregado, un estudio de renovación de imagen para los jabones Torres que, ahora que lo pensaba César, quizá fuera bastante malo. Todo esto sin contar con que hubiese sucedido alguna auténtica catástrofe, como ocurrió aquella vez que un diseñador francés le acusó de plagio; en aquella ocasión los tribunales le declararon inocente, pero siempre cabía la horrible posibilidad de que César hubiera copiado a alguien sin darse cuenta; en la última campaña institucional de la Patata, por ejemplo.

Estos lúgubres pensamientos le amargaron el día y le llenaron de terrores. Cuando entró en el despacho de Morton estaba ya agotado de tanto temer e incluso ansioso del descanso que le produciría el oír al fin la confirmación de la sentencia. Pero Morton estaba de pie mirando a través de la ventana. Hola, César, dijo en voz muy queda. Se le veía pálido y tenía los ojos hundidos en las órbitas, esos ojos azul oscuro que en ocasiones parecían negros. Ésta era una de esas ocasiones. Matías se ha suicidado, dijo Morton. Y contó morosamente el cómo. ¿Conoces a su mujer? César respondió que no. El funeral organizado por la agencia será tal día, explicó Morton, espero verte por allí. Y eso fue todo. César no entendía aún por qué le había hecho acudir a su despacho. Quizá le llamaba para alguna otra cosa y el suicidio de Matías se había cruzado por en medio: a fin de cuentas, habían tardado dos días en localizarlo. Pero puede que simplemente quisiera hacer lo que hizo, hablarle de la lejía y del aceite. Quizá, por algún raro mecanismo del alma, Morton necesitaba a César esa tarde. Pensando en esto, César experimentaba el mismo desfallecimiento interior, la misma languidez que el adolescente enamorado. Que es un fatal burbujeo en las entrañas, como el comienzo de un cólico sentimental.

Así ejercía Morton su tiranía, a través de la seducción; y todos, incluido Quesada, le amaban además de odiarlo. Aunque la seducción quizá fuera un atributo inherente al mando; porque incluso el indeseable señor Zarraluque provocaba cierta conmoción interna cuando palmeaba tu espalda apreciativamente. El Poder poseía esa energía secreta, esa asombrosa alquimia: la capacidad de aparejar amor y sufrimiento. Y así, en todo subalterno parecía existir una pulsión de entrega hacia sus mandos. Como el perro que lame la mano que le azota, o el campesino bolchevique que llora tras haber degollado a su señor. Amado amo.

El que personas adultas se mostraran tan sensibles a la opinión que pudiera tener de ellos un jefe al que posiblemente despreciaban, era un enigma que César no alcanzaba a descifrar. Constituía uno de esos vergonzosos misterios del vivir, como el querer más a la chica que más te maltrata o el gritar como un energúmeno a esa madre abnegada que te sigue como una esclava por la casa. Porque, a poco que se pensara sobre ello, ¿no resultaba indigno el ponerse a temblar como una hoja por el simple hecho de que Morton le llamara? Ahora bien, ¿quién no temblaba ante sus jefes? ¿No temblaba Miguel ante Quesada y Quesada ante Morton? Y en lo que respecta a Morton, ¿temblaría él también ante los Delegados de Los Ángeles? ¿Y los Delegados a su vez ante el Vicedirector de Delegados, y el Vicedirector de Delegados ante el Director, y el Director ante el Supra Subgerente, y el Supra Subgerente ante el Gerente Máximo y Supremo? ¿No era el mundo precisamente eso, una cadena de subordinados temblorosos que a su vez eran jefes de otros subordinados temblequeantes? ¿No consistía el vivir en temer a alguien, en una jerarquizada sucesión de humillaciones? Y el Gerente Máximo y Supremo de Los Ángeles, ¿no temblaría ante nadie? ¿Quizá ante el magnate que poseía la empresa? ¿Y el maldito magnate? ¿Carecerían de verdad los magnates de jefes? ¿Del mismo modo que carecía de ellos el señor Zarraluque, también ultramillonario y poderoso? Y si la sustancia de la vida era el temblor, ¿no resultaban francamente inhumanos todos los potentados, los dueños del mundo, los magnates? ¿Francamente asquerosos? ¿Todos esos tipos que no tenían jefes y que por lo tanto desconocían la medida de su propia indignidad? ¿Como el señor Zarraluque, hijo de ricos, nieto de ricos, bisnieto de ricos, rico desde la más recóndita memoria genética de su sangre? ¿Tan rico desde siempre que jamás se había visto en la tesitura de tener que rendir cuentas a nadie? ¿No era más ajeno el señor Zarraluque al ser humano que un chimpancé peludo? ¿No ignoraban todos estos magnates la experiencia del doblegamiento, que, junto con la de la muerte, formaba el núcleo fundamental de la existencia? Y por último, ¿no resultaba un agravio añadido el que, junto a la mortificación de ser mandado, coexistiera la certeza de que había unos cuantos que se libraban de semejante oprobio?

Podía verlos en los primeros bancos. Erguidos, encorbatados, enfundados en sus elegantes trajes oscuros, ceñudos e imponentes. Pero todos ellos se morían de miedo frente a alguien; cada cual tenía su capataz, su amo, su tirano. Incluso Morton. Lo cual era una reflexión tan corrosiva como el pensar, siendo adolescente, que tu primera novia también iba al retrete. Sólo que la niña subnormal de Matías podía vivir creyendo que era libre; ahora le estaba sacando la lengua al cura.

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