Rosa Montero - Amado Amo

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Estamos ante una novela sobre el poder, pero un poder con minúsculas, cotidiano y perfectamente reconocible: el que ejercen las empresas, el que sufren los asalariados, un poder risible que se mide en metros de despacho o en el número de veces que el jefe se ha parado a hablar contigo. César Miranda, protagonista de esta historia, es un hombre en crisis que intenta sobrevivir a las tormentas y tormentos de una competitividad desenfrenada. Y su peripecia nos va dibujando el implacable pero divertidísimo retrato de la disparatada sociedad en que vivimos.

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No lo había entendido. Antes no lo había comprendido, se dijo César. Ahora, en cambio, lo veía todo súbitamente claro, flotando como una revelación paulina en el aire cargado de incienso de la iglesia. Ahí estaba, el diseño básico del mundo, el esqueleto de la cosa. Las reglas primordiales. Ya se lo había dicho Miguel en una ocasión, años atrás. Tú tienes suerte, dijo; tú, César, eres un artista, gustas a los clientes y al público, te has hecho famoso, y por eso en la agencia te respetan y te consienten todo; pero yo, que no tengo tu creatividad, ¿qué voy a hacer? Eso dijo Miguel entonces, cuando todavía eran amigos. Y poco después empezó a acuchillar espaldas para abrirse camino hacia la cima. En aquel momento César no comprendió el sentido de las palabras de Miguel, e incluso llegó a sentirse algo molesto; porque él no pensaba que en la agencia le consintieran todo, y en esos primeros tiempos trabajaba como un burro de carga. Pero ahora estaba claro, era evidente. Lo que quería decir Miguel era que, para triunfar, él necesitaba pagar su ascenso en carne y sangre; y que sólo unos cuantos afortunados podían llegar al éxito sin abonar el habitual peaje de vilezas. Sin vender su alma al diablo. Sin dominar ni ser dominado.

César lo había buscado en el diccionario unos días antes. El significado del verbo dominar. Y ahí, en el María Moliner, aparecía una despampanante lista de voces afines. Dominar era achantar, achicar, acobardar, acogotar o acoquinar, ponía en el libro. Era aguantarse, aherrojar, ahogar, amansar, amedrentar, anonadar, apabullar, apagar, aplastar, apocar, apoderarse, asfixiar, atemorizar, atenazar y avasallar. Y aún más, proseguía el diccionario, alfabetizando meritoriamente el recuento de espantos: también era chafar, cohibirse, constreñirse, contenerse, domar, empequeñecer, hipnotizar, imperar, imponerse, manejar, predominar, preponderar, refrenarse, reprimirse, sofocar, sojuzgar, someter, subyugar, sujetar, tiranizar y violentarse. Y, por añadidura, en fin, y como remate del asunto, podía ser confundir, conquistar, derrotar, gobernar, humillar, intimidar, mandar, oprimir, someter y vencer. Qué razón tiene, reflexionaba César, para quien la lectura de dicha página del diccionario había resultado tan apasionante y vívida como la de un diario autobiográfico. Porque, ¿no había experimentado César de cerca, ya fuera como víctima o testigo, el auténtico escozor de estos vocablos? En su cotidianeidad en la Golden Line , ¿no se había sentido más de una vez achantando, achicado, acobardado, acogotado y demás etcéteras? Y siguiendo con las otras letras del alfabeto, ¿no conocía también César lo que era estar chafado, cohibido, domado, empequeñecido, hipnotizado (¡oh, sí, esa mesmerización que le hacía amar rendidamente a Morton!), reprimido, sofocado, sojuzgado, sometido y violentado? Amén de confundido, derrotado, humillado, oprimido y, sin lugar a dudas, vencido. Vencido en toda regla.

Ahora lo entendía todo, sí. Ahora César había conseguido al fin captar el dibujo de la conjura de las cosas. Esa tela de araña cuyos innumerables hilos se relacionaban todos entre sí, jerárquicamente, geométricamente, unidos por la intangible sustancia del Poder, el fino tejido de la dominación. Y no cabían opciones, sólo se podía ser hilo de telaraña o mosca atrapada y pataleante.

¡Pero si hasta los Cielos tenían escalafón! Porque, y hablando de dominaciones, ¿no eran ellos el cuarto coro de los ángeles? ¿Por encima, en mando y fuste, de Virtudes, Potestades, Principados, Arcángeles y Ángeles de a pie, dicho en orden descendente hacia la nada? ¿Pero también por debajo, sometidos y fastidiados, de los Tronos, los Querubines y los poderosos Serafines, que eran la élite angelical, los directivos máximos? ¿Y no estaban dichos Serafines, a su vez, bajo el gobierno de Dios Padre? Y Dios mismo, ¿no tendría a nadie a quien temer? ¿No resultaba aterrador que el propio Paraíso se ordenase en una estricta escala de poder, como explicó Seudo-Dionisio el Areopagita con todo lujo de detalles en su libro De la jerarquía celestial? ¿Y no serán los Cielos, por consiguiente, un pudridero de ambición e intrigas, con los Principados conspirando para ascender a Potestades, las Potestades haciéndoles la vida imposible a las Virtudes, las Virtudes difamando a las Dominaciones y así sucesivamente en un infinito encanallamiento por medrar? ¿Celebrarían los ángeles una Convención Anual? ¡Y en realidad la situación era aún peor! Porque también los demonios tenían rangos, y había que ascender por una escala de Súcubos e íncubos, de Belfegores y Leviatanes, para poder aproximarse a Lucifer. Ni en el infierno se libraba uno del azote jerárquico.

Con el señor Zarraluque, sin embargo, era distinto. Al señor Zarraluque le importaba un comino la empresa, y si Rumbo no se hundió en la más mísera ruina fue porque había sido una firma pionera en el campo publicitario español, y durante mucho tiempo apenas si tuvo competencia. Para el señor Zarraluque, que se aburría de ser rico, el trabajar era una abominación sin nombre, una ocupación de baja estofa, una horterada. El señor Zarraluque había salido algo crapuloso y calavera, y se inventó Rumbo con la intención de poder hincar el diente a las modelos. Más que un hombre de negocios era un sátrapa de Persia. Bajo su férula reinaban la arbitrariedad y la desidia; y tan pronto rodaban las cabezas como se subsistía durante meses en una atonía perezosa. La única tarea que se respetaba escrupulosamente era la de bajar todos los días a la una en punto a tomar un interminable aperitivo.

Pero luego, a finales de los sesenta, las cosas empezaron a moverse. Surgió la competencia y el mundo comenzó a cambiar con rapidez. Poco después de que muriera Franco, un chico que era repartidor de telegramas se empeñó en subir en el mismo ascensor que el señor Zarraluque; y cuando éste intentó echarlo airadamente el muchacho le tildó de viejo loco. Fue el acabóse. Algún tiempo después el señor Zarraluque vendió la agencia a la Golden Line y, mientras en el resto del país empezaban a soplar vientos de eficacia y competitividad, ellos entraron directamente en la moderna e implacable lucha empresarial de la mano de sus nuevos dueños norteamericanos, pasando así del más rancio feudalismo al capitalismo más avanzado en un santiamén y saltándose un buen puñado de estados sociales intermedios. A César, particularmente, le hubiera gustado vivir la Ilustración.

Un día Quesada le había dicho: No soy tan hijo de puta como tú te crees. Y lo soltó aparentemente sin venir a cuento, es decir, sin que César le hubiera ofendido, insultado o discutido. No soy tan hijo de puta como tú te crees, rumiaba Quesada alicaída y rencorosamente, con la cabeza hundida entre los pesados hombros como si se la hubieran clavado a martillazos. César conocía bien los rumores que circulaban por la agencia, que él mismo había escuchado, cuchicheantes, en los tiempos de Rumbo. Porque se decía que Quesada había sido el Celestino del señor Zarraluque; que fue así, a fuerza de abrir mujeres para que fueran fácilmente poseídas por el sátrapa, como había ido escalando Rumbo arriba; al margen de su capacidad profesional, que la tenía, pero a la que el señor Zarraluque no debió de prestar gran atención. En realidad Quesada siempre hizo lo que se esperaba de él. Que en esa ocasión consistía en tumbar hembras para que las montara otro, y que luego, en la era de Morton, se reducía poco más o menos a hacer de esbirro. Quesada había empezado en Rumbo de botones, y debía al señor Zarraluque su ascensión a las más altas cimas del organigrama y de la infamia. Y ni siquiera pudo librarse Quesada de su sino de alcahuete cuando al fin llegó a ser director de la agencia, porque César recordaba cómo insistía Quesada en ocasiones para que se contratara a tal o cual chica, o cómo aparecía en alguno de los rodajes para mosconear a una modelo; y todos sabían que ésta era una labor depredadora que Quesada no estaba desempeñando para sí mismo, sino a beneficio de su mentor y jefe, cuyos caprichos se estaban volviendo, con los años, cada vez más extravagantes y exigentes.

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