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Rosa Montero: Amado Amo

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Estamos ante una novela sobre el poder, pero un poder con minúsculas, cotidiano y perfectamente reconocible: el que ejercen las empresas, el que sufren los asalariados, un poder risible que se mide en metros de despacho o en el número de veces que el jefe se ha parado a hablar contigo. César Miranda, protagonista de esta historia, es un hombre en crisis que intenta sobrevivir a las tormentas y tormentos de una competitividad desenfrenada. Y su peripecia nos va dibujando el implacable pero divertidísimo retrato de la disparatada sociedad en que vivimos.

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Vuelvo enseguida. Puede irse. César repitió varias veces las frases a media voz, calibrando la posibilidad de confusión, el emborronamiento de las sílabas, la superposición de fricativas. Vuelvoenseguidapuedeirse. Si se decía lo suficientemente deprisa y sin vocalizar correctamente, las palabras terminaban resultando indistinguibles. Ése era el sino de su vida, reflexionó César amargamente: debatirse en un malentendido interminable. En el cuarto hacía un calor enfermizo, un bochorno de estufa. César se levantó de nuevo, abrió la puerta. Quedarse o irse. Cuál sería el comportamiento adecuado. Qué demonios esperaba el mundo de él. Si se quedaba podrían pasar horas antes de que entrara una enfermera; o incluso el médico. ¡Pero todavía está usted aquí!, exclamarían asombrados, mirándole como quien mira a un pobre tonto. Ahora bien, si se marchaba probablemente el joven doctor regresaría al instante. ¡Dónde se habrá metido este cretino!, bufaría el doctor, estupefacto; y le mandaría buscar por todos los corredores de la casa. Decidiera lo que decidiese, César estaba convencido de que terminaría haciendo el ridículo. Cerró la puerta con cuidado y regresó a su silla.

Quesada. ¡Fue cosa de Quesada! Oh, sí, ahora lo recordaba todo, pensó César con súbita y desfalleciente comprensión. Fue Quesada quien, días antes, le había dicho que tenía un aspecto horrible. ¿Qué te pasa, César?, trompeteó en mitad de la agencia, tienes la cara gris, pareces enfermo, ¿por qué no te haces un chequeo? Había sido Quesada. César gimió bajito y se agarró al asiento.

Calma, calma. No podía ser. Pero, ¿y si era? ¿No se había comportado en realidad el joven doctor de un modo extraño? ¿Al principio tan accesible y tan atento? ¡Interrogándole de modo solapado! Y después, una vez obtenida la información, recuperando su frialdad profesional de esbirro médico. Y el comentario de Quesada, por otra parte, ¿no era de una amabilidad muy sospechosa? ¿Y si estuviera todo previsto y programado? ¿Si le hubieran enviado al hospital para demostrar su incapacidad técnicamente? Ha dicho que la Golden Ltne es un molde de servidumbre, informaría ese médico-espía. Y sí, por todos los santos, sí, sí, sí; él, César, había explicado que la Golden Line era un molde de servidumbre, que rompía el orgullo, que quebrantaba la razón. ¡Antisocial, carente de espíritu de empresa! Eso es lo que dirían de él. Es un inadaptado, concluirían. Cómo se le podía haber ocurrido a César soltar semejante panfleto al enemigo. Si además en el fondo ni tan siquiera se lo creía. Se secó el sudor de las manos en la bata. Hacía tanto calor que resultaba difícil respirar.

Tenía que irse. Huir. Librarse de esa trampa maquiavélica. Porque además, quién sabe, quizá le estuvieran probando en ese instante. El médico se había marchado hacía muchísimo, y puede que todo formara parte de una especie de test psicológico, como los que hacían en el departamento de personal. Para comprobar si él, César, tenía suficiente capacidad de iniciativa. Huir, Se levantó y salió al pasillo.

Sus ropas. Dónde estarían sus ropas. Porque al llegar se había desnudado en un pequeño cuarto; y luego una enfermera le había llevado de acá para allá durante horas. El corredor estaba lleno de puertas, todas cerradas, todas idénticas; imposible recordar detrás de cuál se encontraba su traje, su dignidad y la salida. El pantalón de pana. La gastada camisa de franela. La chaqueta de mezclilla. Añoraba sus ropas con la misma desesperación con que el náufrago añora un trago de agua fresca. En el pasillo no se veía un alma. Caminó al azar hacia la derecha. La primera puerta tenía un cartel metálico en donde podía leerse Rayos X. La siguiente era la consulta de un tal doctor Peláez. La tercera puerta carecía de signos exteriores. Apoyó la mano en el picaporte. Escuchó el silencio durante un largo rato. Suspiró. Tragó saliva. Abrió la hoja.

Lo primero que vio fue una masa de carne blanquecina semioculta entre unos paños verdes. Luego escuchó un gritito, las carnes retemblaron y un hombre se volvió hacia él con rostro enojado. Qué hace usted aquí, salga inmediatamente, empezó a gritarle una enfermera súbitamente materializada junto a César. Pero él no podía apartar la mirada de la caverna rojiza y vegetal que ocupaba el centro de la montaña de carne. Dónde están mis ropas, balbució; y la enfermera le empujaba, el ginecólogo fruncía el ceño con disgusto, la gordísima paciente intentaba de modo infructuoso apearse de la camilla paritoria. Vayase, fuera, insistía la chica, y el pasillo se encontraba ahora tan lleno de gente como si fuera el metro, y todos le contemplaban del mismo modo que contemplarían a un sátiro en calcetines, zapatos y bata hospitalaria. ¿A dónde iba usted?, exclamó el joven médico, que también formaba parte del tumulto. Como tardaba usted tanto, se excusó César, tironeándose del mandil por detrás para taparse el culo. Pero hombre, si sólo he estado fuera unos minutos, se me habían acabado los formularios, decía el tipo con cierta irritación, arrastrándole por el corredor hacia el despacho, sentándole en la silla, instalándose de nuevo frente a él. Bueno, acabemos de una vez, dijo el joven doctor cogiendo un impreso y desenroscando la pluma. ¿Tiene usted pesadillas? ¿Descansa bien por las noches? César sentía ganas de vomitar y estaba harto. ¿Cómo duerme?, insistía el tipo. Y el siempre insomne César, temiendo que le considerara loco, respondió con aplomo total: Como los ángeles.

8

La asistenta se había despedido, de modo que César se metió en una cama sin hacer. No es que le importara demasiado, pero el enredo de sábanas arrugadas parecía hacer juego con el estado de su ánimo. Que era sucio y cansado. Eran las doce y media de la noche. César tenía el habitual insomnio, paquete y medio de tabaco y su vieja colección de tebeos del Príncipe Valiente. Se los sabía de memoria, pero encendió un cigarrillo y empezó a hojear un ejemplar.

Esa mañana había creído sentir deseos de pintar.

En realidad se había levantado casi eufórico, perseguido por una imagen poderosa: la esquina de una habitación de muros encalados y suelo de baldosas rotas. Todo vacío. Y en medio, protagonizando el cuadro, el aire. Un aire casi tangible, antiguo, mohoso, sin lugar a dudas ominoso, sustancia primordial, fluido vivo. César lo había soñado; había visto, durmiendo, ese rincón eterno. Y por la mañana saltó de la cama excitadísimo, pensando que eso era lo que él ahora quería: pintar luces y espacios, sombras en las que cupiera el mundo entero. Entonces se tomó dos cafés seguidos, y se lanzó a su estudio. Cuando abrió la puerta de la habitación casi se quedó ciego del caudal de sol que entraba por las grandes ventanas. Un sol arrasador que disolvía la densidad del aire, que le quitaba todo secreto y toda enjundia. Incluso el recuerdo de su esquina soñada parecía perder fuerza, empalidecer, banalizarse. Se instaló César ante el lienzo blanquísimo y tuvo que entrecerrar los ojos de dolor. Dolor de la retina, pero sobre todo dolor de entendimiento. Porque no sabía, no podía. Qué locura, él no tenía ni idea de cómo se podía atrapar en un cuadro ese aire metafísico, esa nada tan llena. César no era buen dibujante; jamás había pasado por una escuela; lo suyo era el color y el concepto. Él era un artista pop; o eso era la última vez que se comportó como un artista. Y ahora, de repente, a los cuarenta y cinco años, quería dar un salto mortal y ponerse a pintar como Antonio López García. Resultaba ridículo: nadie podría jamás tomarle en serio.

Desearía irse a plantar patatas, por ejemplo. César era un hombre de ciudad, un producto de barrio, y era incapaz de distinguir un roble de una encima, las lechugas de las malas hierbas. Para él el campo había sido esa extensión plana que se veía al otro lado de las ventanillas del coche cuando se desplazaba de una ciudad a otra. Pero ahora, mientras pasaba sin ver las páginas del Príncipe Valiente y se asfixiaba de melancolía, César sentía unos deseos irrefrenables de mudarse a una vida más sencilla. De refugiarse en la serenidad rural. De abandonar la publicidad y la ferocidad competitiva y dedicarse a plantar patatas, o remolacha, o nabos. El mito del regreso a la Arcadia de los hippies siempre le pareció a César una inmensa tontuna, pero ahora empezaba a considerar que el destripar terrones podía ser el único remedio para la enfermedad ejecutiva. Porque en el campo no necesitabas estar luchando constantemente para mantener tu identidad; en el campo sencillamente eras. Se era labrador o pastor o vaquero desde el nacimiento hasta la muerte; mientras que el directivo tenía que conquistar su espacio y su sustancia cada día. Qué situación tan envidiable: levantarse al alba, atender el ganado, arar los campos, talar un árbol, regresar a casa felizmente cansado hasta los huesos, comer con apetito hogazas crujientes; dormir, en fin, el sueño sin sueños de los justos, el sueño fácil y profundo de aquellos que saben quiénes son. Y tener por enemigos al hielo y al granizo, y no a tus compañeros de despacho.

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