Rosa Montero - Amado Amo
Здесь есть возможность читать онлайн «Rosa Montero - Amado Amo» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:Amado Amo
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 60
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
Amado Amo: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Amado Amo»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
Amado Amo — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Amado Amo», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
No soy tan hijo de puta, le había dicho en aquella ocasión, con los ojillos brillantes de melancolía. Cincuentón ya, malencarado, la piel acorazada hecha un destrozo. Nunca llegaría a nada, o sea, a nada más, y él lo sabía. Era un simple descargador de camiones a las órdenes de una oficialidad de buena cuna. No soy tan hijo de puta como tú te crees, soltó abruptamente sin que mediara provocación alguna, y César, que desde luego consideraba a Quesada un mal bicho, pensó que su subdirector se estaba volviendo paranoico. Como Pepe, como Miguel, como todos los demás, incluido él mismo; porque todos se estaban cociendo vivos en el espeso caldo persecutorio que imponía la empresa. E incluso estuvo a punto de preguntarle a Quesada si también él creía escuchar su nombre por las calles, como le sucedía a César. Tomás Quesada, musitó César a media voz al abandonar su asiento en la iglesia, por ver si su subdirector se sentía mentado. Por fastidiarle, por perseguirle. Tomás Quesada, Tomás Quesada, repitió susurrante como quien bisbisea un conjuro, mientras se ponía a la cola de los pésames y avanzaba paso a paso hacia la mano extendida de la viuda. Quesada se iba ya, enfundado en su costoso traje azul marino de doble botonadura, colosal de apariencia y envergadura pero con la mirada huidiza del ladrón. Tomás Quesada, murmuró César a la viuda, en tono condolido, cuando se inclinó sobre su muñeca helada y gruesa. Y en ese instante comprendió que, cuando vio años atrás a su subdirector bañado en lágrimas, Quesada no estaba llorando el fallecimiento del señor Zarraluque, sino la muerte ya remota de su propia inocencia.
7
No siempre fue así, estaba intentando explicar César al hombre joven. No siempre fue así, repetía mientras el tipo apuntaba algo en un papel con una letra microscópica. Acabó de escribir, levantó la cara y miró a César. Le decía que no siempre fue así, al principio yo estaba convencido de que eran los demás quienes se equivocaban; lo cierto es que enseguida alcancé bastante éxito, me hice popular, colgaron un cuadro mío en el Museo de Arte Contemporáneo, ¿conoce el museo?, en fin, todo vino casi de golpe, y, la verdad, yo creo que en alguna medida me desbordó la situación. ¿Orina usted bien?, preguntó el hombre, aprovechando el punto de respiro del contrario. César cerró la boca y cabeceó que sí, que orinaba estupendamente. ¿Y el color? ¿Qué color? El de la orina. Cielos, y yo qué sé, color cerveza. Pero había cervezas rubias, cervezas rojizas, cervezas espesas y muy negras, y el joven médico parecía empeñado en saber el cromatismo exacto del asunto. Qué estúpido soy, pensó César con irritación; y se arrepintió de haber venido.
Era el chequeo anual que pagaba la agencia, una revisión rutinaria y gratuita. Hacía años que César no utilizaba estos servicios, y en realidad no sabía muy bien por qué se le había ocurrido recurrir a ellos ahora. Durante un par de horas su cuerpo había sido pinchado, radiografiado, tocado, estrujado, palpado, golpeado, tironeado y escrutado por diversos seres vestidos de blanco y en apariencia mudos. Fue después, cuando le introdujeron en un despachito y se encontró frente a un joven que semejaba humano y que le hablaba, cuando a César, aún en ayunas, mareado de tanto fumar, estremecido todavía por el análisis de sangre y, en suma, en condiciones de debilidad manifiesta, se le destapó la enfermedad moral. Y empezó a hablar. En su descargo hay que decir que, fuera de los calcetines y los zapatos, César se encontraba totalmente desnudo; una breve bata hospitalaria, abierta por la espalda, apenas si ocultaba sus vergüenzas. Tan frágil, tan expuesto.
De modo que sí, habló. El médico era un muchacho amable, un tipo comprensivo. O eso le había parecido a César al principio, cuando empezó a interrogarle sobre su estado de salud. Por ejemplo, le había preguntado si era un hombre nervioso; y César había contestado que sí, oh, sí, que estaba últimamente muy angustiado. Y había hablado. El médico le contemplaba atentamente, interesadamente, ¡quizás incluso afectuosamente!, y él, César, hablaba y hablaba. Pero ahora, de pronto, el tipo sólo parecía interesarse en el color de la orina y en la frecuencia de las deposiciones. Como si quisiera humillarlo tras el aluvión de confidencias. Como si deseara recordarle que no era más que un paciente en su rutina. César se removió con incomodidad en el asiento. El áspero tejido de la bata rozó su piel desnuda. Se encontraba tan ridículo así vestido. El médico seguía apuntando algo en sus papeles, repentinamente frío y desdeñoso. Qué estúpida debilidad la suya, pensó César, al haberse sincerado de ese modo. Apretó los labios, dispuesto a no añadir palabra; y se irguió en la butaca con toda la dignidad que el mandil hospitalario permitía. Pero en ese momento el hombre se levantó de la mesa sin siquiera mirarle; vuelvo enseguida, masculló confusamente; y desapareció a toda prisa por la puerta. César permaneció unos instantes calibrando el silencio, sopesando la ausencia, sorprendido aún de la rápida fuga. Después dejó salir muy despacito el aire con el que, momentos antes, había hinchado de orgullo sus pulmones. Ahí quedó César, desinflado, callado y expectante.
Qué necio había sido. Cuanto más lo pensaba César, más se lamentaba de su impulso hablador. ¡Pero si incluso le había contado lo de Clara! En fin, no con detalles. Sólo que desde que ella se había ido todo había empeorado sin remedio. Parecía tan buen chico el médico, al principio. Tan acogedor y tan humano. Para luego tornarse en un extraño. Quizás en un enemigo. ¿A dónde se habría ido ahora ese maldito?
César cruzó las piernas. Las descruzó. Se mordió las uñas, a falta de un cigarrillo. Se levantó y miró por la ventana. Abajo había un pequeño jardín, un banco de madera, un estanque sin agua. Tardaba demasiado en volver, el medicucho. El reloj se había quedado junto a sus ropas, pero César calculó que debían de haber pasado al menos diez minutos. Ahora bien, un momento. ¿Y si el tipo se hubiese ido para siempre? ¿Y si hubiera dado por terminada la visita? Al marcharse, ¿había dicho de verdad vuelvo enseguida? ¿O César había entendido mal el bisbiseo y en realidad había dicho puede irse? ¿Qué se esperaba de él? ¿Qué debía hacer? ¿No estaría poniéndose en ridículo al aguardar en esa habitación como un imbécil? El desasosiego le trepó como un escalofrío por la columna vertebral. Qué situación tan absurda, se dijo César con progresivo enojo: permanecer olvidado como un mueble en la consulta de un hospital. Se acercó de puntillas a la puerta y abrió la hoja cautelosamente: en el largo pasillo no se veía a nadie. ¿Qué sería lo correcto, quedarse o irse? Cerró y volvió a la silla. No se sentía muy bien, ahora se estaba dando cuenta; en realidad se encontraba bastante mareado. Seguramente era cosa del estómago vacío. Y puede que también del desconcierto.
Pero qué estúpido. Cómo había podido hablar tan abiertamente con el médico, sabiendo como sabía que este servicio hospitalario trabajaba habitualmente para la Golden Line. Era más que probable que el tipo conociera a Morton, a Quesada; y que les contara todas las barbaridades que él había dicho. Porque César había hablado largo y tendido de la agencia. Incluso había llegado a compararla con el Ejército. Cuando a él le había tocado hacer el servicio militar, había explicado César, se había pasado un mes acarreando piedras de una esquina a otra del cuartel. Ahí, en un rincón del patio, había dos toneladas de rocalla. Fragmentos pétreos venidos de quién sabía dónde. Pues bien, César y sus compañeros de infortunio tenían que recoger las piedras, atravesar el patio y depositarlas en la esquina de enfrente, hasta trasladar todo el montón. Y una vez apilada primorosamente la rocalla en su nuevo emplazamiento, se les ordenaba volver a colocarla en el sitio original. Era, César se dio cuenta con el tiempo, un juego infinito; y generaciones de quintos se habían roto las uñas con las piedras. No se podía decir que fuera una tarea físicamente brutal; los pedazos de roca no eran grandes y, aunque se trataba de un trabajo duro, resultaba menos agotador que las maniobras. Pero lo que lo convertía en insoportable era el absurdo; la inutilidad del acarreo; la indignidad de tener que obedecer una orden demente. Ahora bien, ¿pensaba el joven doctor que semejante actividad era realmente inútil? Porque si lo pensaba se estaba equivocando totalmente. El acarrear piedras durante una eternidad de una esquina a la otra y viceversa poseía su lógica, una lógica sin duda morbosa pero exacta. Porque así se disciplinaba al ser humano en la obediencia ciega; se le rompía el orgullo, se le humillaba en su capacidad crítica, se le quebrantaba la razón. Era un molde de servidumbre. Y ése era el método que aplicaba la Golden Line y todas las Golden Line que en el mundo hubiere. Así se había expresado César, más o menos. Todo eso le había dicho al joven médico. Qué ingenuidad la suya, qué torpeza.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «Amado Amo»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Amado Amo» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «Amado Amo» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.