Rosa Montero - Amado Amo

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Estamos ante una novela sobre el poder, pero un poder con minúsculas, cotidiano y perfectamente reconocible: el que ejercen las empresas, el que sufren los asalariados, un poder risible que se mide en metros de despacho o en el número de veces que el jefe se ha parado a hablar contigo. César Miranda, protagonista de esta historia, es un hombre en crisis que intenta sobrevivir a las tormentas y tormentos de una competitividad desenfrenada. Y su peripecia nos va dibujando el implacable pero divertidísimo retrato de la disparatada sociedad en que vivimos.

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Clara apareció cerca de las ocho. Afuera acababa de inaugurarse un día azul y cegador, la apoteosis del verano. Ella venía pálida y noctámbula bajo su piel tostada. Se sentó en la cama, junto a César, y comenzó a llorar. Vete, dijo él; te quiero mucho, respondió ella. Vetevetevete, repitió César casi gritando, y Clara se puso en pie, sacó una bolsa del armario, y empezó a llenarla con unas cuantas ropas. Qué precisos son sus movimientos, se decía él, no duda a la hora de escoger esa falda o la otra, tenía decidido con anterioridad qué iba a llevarse; y estos pensamientos le quemaban la cabeza produciéndole un dolor incluso físico. Y sin embargo Clara seguía llorando, mientras se movía de acá para allá iba soltando un reguero de lágrimas por la habitación y en la punta de su nariz bailaba un moco. Desapareció unos instantes en el cuarto de baño, la escuchó sonarse, apareció de nuevo. Afuera el termómetro subía rápidamente. Clara se acercó a la cama con la bolsa en la mano, la nariz colorada y la cara hecha una pena. No te creas que hay otro hombre, no lo hay, no es ése el problema, dijo con voz ronca. Me da lo mismo, mintió César. Clara abrió la boca, empezó a llorar de nuevo, farfulló lo siento y salió veloz y arrasada en hipos por la puerta. Para volver a entrar un segundo más tarde, porque se había olvidado la cartera. Me vas a echar de menos, vaticinó él con el tono de quien maldice a un enemigo. Lo sé, contestó ella. Y desapareció definitivamente. César la escuchó cerrar la puerta de entrada, taconear en el descansillo, llamar al ascensor; la imaginó saliendo del portal, parpadeando bajo el estallido de luz, perdiéndose calle abajo para siempre. César seguía aferrado con ambas manos al libro abierto de la Highsmith; y, en la sobada página que tantas veces había leído en el transcurso de la noche, un hombre asesinaba interminablemente a su mujer. Aquel fue un verano francamente horrible.

César apagó la lámpara de la mesilla, porque por la ventana entraba ya claridad suficiente. La chica se removió a su lado; la luz cayó sobre su mejilla de rica nata, un poco arrebolada por el sueño. Tan bella y tan estúpida. Aunque no; simplemente tan joven. El estúpido era él, por forzar un encuentro imposible. Así, en la descarnada luz diurna, se sentía casi un pervertido. ¡Pero si le llevaba más de veinticinco años, más de un cuarto de siglo! Miraba César a la chica, tan intacta, y se preguntaba cuánto le quedaría por vivir y desvivirse; cuántas madrugadas llegarían los Reyes Magos a ofrecerle el envenenado regalo del conocimiento. Paula seguía sin contestar; ni siquiera se había tomado la molestia de regresar a su casa para mudarse de ropa. O quizá hubiera salido con un repuesto de bragas en el bolso, como solía hacer cuando venía a dormir con él. Porque a César no le complacía mucho el ser invadido en su vida, su casa y sus armarios por los objetos de Paula; así es que, en los cinco años que llevaban más o menos juntos, Paula tan sólo había conquistado el derecho a traerse un cepillo de dientes. Sí, se decía César ahora, quizá la había tratado de un modo demasiado egoísta. Aunque la verdad era que no tenía gran cosa que darle. Los tiempos habían sido muy duros últimamente.

A Clara, en cambio, le había ofrecido lo mejor de sí mismo: su edad adulta, su triunfo, la culminación de ser quien era. Qué pena que Clara no hubiera sido capaz de apreciar un regalo tan costoso: le había llevado toda una vida el llegar a ese punto de sazón. Antes César se sentía orgulloso de su soltería; la soledad le parecía un principio creativo y un producto de su voluntad y de su sentido ético. Ahora, en cambio, sin saber muy bien ni cómo ni por qué, César empezaba a sentir su soledad como un error, un fracaso, un castigo. Morton, Quesada, Nacho; todos tenían mujer e hijos, un centro vital, una familia, un hogar con lámparas de luz caliente y protectora. Mientras que él, en cambio, era distinto. Qué desoladora le parecía ahora esa distinción antaño tan honrosa. Si Paula le dejaba, no habría nadie en el mundo que se preocupara de verdad por él; nadie a quien volver de regreso de un viaje; nadie capaz de recordar la fecha de su cumpleaños. Eran ya las nueve y diez de la mañana, de modo que César marcó el directo de Paula de la agencia. Sí, contestó al fin ella al otro lado, y el sonido de su voz dejó sin habla a César. ¿Sí?, repitió Paula, y cuando César se identificó ella pareció muy sorprendida: Qué haces tú despierto tan temprano. Era absurdo, pero ahora a César no se le ocurría qué demonios decirle, y daba vueltas a las palabras, y se cambiaba el auricular de oreja a oreja, y preguntaba tonterías, y llegó un momento en que Paula dijo: Qué te pasa. Pero él respondió que no ocurría nada. Al despedirse le dijo que la quería, y por el silencio de ella comprendió que hubiera sido mejor no decir nada. Cuando colgó el auricular sentía náuseas. Apagó la colilla de su último cigarrillo directamente contra el suelo, porque el cenicero estaba lleno a rebosar. Olió la punta de sus dedos; apestaban a nicotina. Náuseas de nuevo. Toda la sangre que le quedaba en su maldito cuerpo parecía haberse acumulado en su sien izquierda, en donde palpitaba con torturantes, eléctricos trallazos. La chica rebulló a su lado, abrió unos ojos achinados por la hinchazón del sueño, sonrió confiadamente, le acarició la cara; hola, tú, hombre, dijo, ¿qué tal has dormido? Por qué te fuiste, Clara.

6

En realidad Quesada, Miguel y los demás no eran tan malos. ¡Pero si César incluso los había visto llorar como personas! Lágrimas reales, lagrimones de agua. Quesada lloró el día que murió el señor Zarraluque, el anterior propietario de Rumbo, su primer jefe, su mentor. Llegó a la agencia la infausta noticia de que al señor Zarraluque se le había parado su corazón de piedra, y a la media hora Quesada estaba ya congestionado de alcohol y duelo, con los ojos inyectados en sangre y un estertor de llanto estremeciendo su corpachón enorme. No se recataba Quesada en mostrar su dolor, en hacer ostentación pública del mismo, porque el sufrimiento le redimía, le dignificaba, humanizaba su reputación de fiera, de igual manera que siempre resultó muy oportuno, por ejemplo, el retratar al general Franco acariciando las cabecitas de sus nietos, como prueba irrefutable de que también el dictador era capaz de atesorar los más tiernos y delicados sentimientos. Así es que Quesada permanecía derrumbado sobre su mesa de despacho, moqueando con desconsuelo como un niño grande, o cabría decir como un niño aterradoramente inmenso, balbuciendo incoherencias y agitando sus manazas mojadas de llanto. César acudió a visitarle, palmeó sus espaldas convulsas, le manifestó sus más profundas condolencias y cumplió, en fin, con la función que se esperaba de él, que consistía en levantar acta de la pervivencia de los sentimientos en la más honda hondura de su jefe. Y así se pasaron un largo rato, Quesada llorando del mismo modo que hacía casi todo, esto es, como un energúmeno, y César convertido en un testigo necesario.

Miguel, en cambió lloró contra sí mismo, se traicionó en las lágrimas. Fue al principio de haber sido nombrado subdirector de área, al principio de su primer ascenso fuerte. Ya llevaba tiempo comportándose de una manera extraña, pero la subdirección fue su prueba de fuego. Quesada le encargaba todo el trabajo sucio, los despidos, las amenazas, las mentiras, el apretar las tuercas de los potros, ser capataz de esclavos, mamporrero. Por entonces apenas si se hablaban ya, pero César lo veía enflaquecer, hundirse de hombros y de pecho como si tuviera que acarrear pesos tremendos, perder el lustre de la cara y quedarse gris como una pizarra polvorienta. Un día se escucharon unas voces terribles en la agencia: Eso es mentira, sois unos sinvergüenzas. Se trataba de Constantino, a quien al fin estaban despidiendo. Claro, era ya bastante mayor; venía de Rumbo, y sin duda había perdido por completo la comba de los tiempos; hacía años que ya no servía para mucho. Fue Miguel el encargado de decírselo, quién sabe con qué argumento, con qué sinceridad o con qué excusa. Eso es mentira, sois unos sinvergüenzas, chillaba Constantino, descompuesto. Estaba en el despacho de Miguel y sus gritos atravesaban limpiamente las paredes de cristal. Constantino de pie, congestionado, Miguel sin levantarse de su asiento y hablando queda e inaudiblemente hacia su propio estómago. Eso es mentira, sois unos sinvergüenzas, repitió Constantino roncamente mientras salía del despacho, el paso arrollador y la mirada vacía como una res en estampida. Entonces, al quedarse solo, Miguel hundió la vista en los papeles que tenía sobre su mesa, con las orejas como carbones y la punta de la nariz tan amarilla como un cirio. Después giró el sillón y se puso a llorar de cara a la ventana; apretaba los párpados, arrugaba la boca, el ceño y las mejillas se le retorcían como los rasgos de una máscara griega. Y la barbilla se le movía sola, blandamente. César le vio porque sus despachos estaban contiguos. Y Miguel vio que César le había visto. Apretó los puños, gimió como un perro, quería contenerse y no podía. Con Quesada, César había sido un espectador bien apreciado: las lágrimas de Quesada requerían testigos. Pero Miguel lloraba por sí mismo, y César supo que jamás le perdonaría el haberlo visto.

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