Rosa Montero - Amado Amo

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Estamos ante una novela sobre el poder, pero un poder con minúsculas, cotidiano y perfectamente reconocible: el que ejercen las empresas, el que sufren los asalariados, un poder risible que se mide en metros de despacho o en el número de veces que el jefe se ha parado a hablar contigo. César Miranda, protagonista de esta historia, es un hombre en crisis que intenta sobrevivir a las tormentas y tormentos de una competitividad desenfrenada. Y su peripecia nos va dibujando el implacable pero divertidísimo retrato de la disparatada sociedad en que vivimos.

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Ahí estaban todos, al otro lado del cristal, con el destino dibujado en la cara. Los agraciados por la fortuna de un ascenso se pavoneaban arriba y abajo por la sala, encendían cigarrillos, se palmeaban mutuamente las espaldas, hablaban desenfadadamente con los jefes y se apresuraban a quedar para el almuerzo con sus nuevos compañeros de categoría, desertando de la mesa de sus antiguos colegas y de ahora en adelante subalternos. Mientras que los heridos por la indiferencia o el castigo permanecían cabizbajos en sus mesas, las espaldas apesadumbradas, la mirada huidiza, la boca masticando protestas no dichas. Ahora, en los primeros momentos, se apreciaban bien todas las gradaciones y matices, la euforia de una matrícula de honor, la satisfacción de un notable, la decepción de un aprobado pelado, la depresión de un suspenso, la desesperación total del cero. Los escolares aplicados ascendían a la gloria empresarial y los escolares perezosos se hundían en el infierno de los pillos. Sonó el teléfono, lo cogió: era Paula, con la voz entrecortada por la ira. ¡Que lo han vuelto a hacer! ¿El qué? ¡El ascender a dos recién llegados, a dos inútiles, el dejarme a mí en la cola! ¡Pero yo no lo aguanto más, de ésta no paso…! César murmuró unas cuantas palabras de consuelo, intentó mostrarse solidario. Pero en realidad se sentía muy lejos del conflicto, expulsado del campo de batalla. Frotó un lápiz contra el teléfono, estrujó ruidosamente un papel ante el auricular y asumió un tono de perfecta inocencia: ¿Qué dices? ¿Qué dices, Paula? ¡Hay interferencias, no te oigo! Cuando colgó aún se escuchaban, exasperados, los gritos de Paula. En ese momento César no se sentía con ánimos para aguantar sus quejas. Hola, César, qué tal, había dicho Morton; y su tono no era irritado, ni somnoliento, ni indiferente. Era mucho peor: era una voz compadecida. Morton sabía que César carecía de futuro; había dejado de confiar en él. Él, César, le había decepcionado; y su decepción le entristecía, del mismo modo que un padre se entristece al ver cómo se pierde su hijo preferido. El corazón de César se lanzó a un galope furioso dentro del pecho; y César mismo se hubiera puesto a relinchar de la vergüenza y angustia que sentía. Si le hubiera podido explicar, si le hubiera podido contar, si le hubiera podido decir. Cuando fue nombrado director de arte, por ejemplo. Cuando Morton nombró a César director de arte, el subdirector del departamento, que aspiraba al cargo, decidió operarse de una antigua desviación de tabique nasal y dejar solo a César durante tres semanas para que se estrellase. El tercero de a bordo, por su parte, que era un hombre de Quesada, consideró oportuno enfermar de una gripe lentísima. Y Quesada mismo trasladó a la secretaria del departamento e hizo todo lo posible por retrasar las peticiones de personal, sustitutos, presupuestos, adquisición de material y etcétera. El resultado fue que César se pasó un mes contestando llamadas de teléfono de gentes que le preguntaban cosas que él no sabía, escribiendo sus propias cartas a dos dedos sobre asuntos urgentes de los que nadie le había informado, tomando decisiones fundamentales y en apariencia inaplazables sobre campañas publicitarias que desconocía por completo y sintiéndose, en suma, al borde del suicidio. Un día rechazó el original de un dibujante que luego resultó ser hijo de Smith, de modo que tuvo que llamarle y disculparse. Y otro día se encerró en el retrete para disimular un agudo ataque de pánico. Si Morton supiera todo lo que César había soportado.

Cuando dejó el cargo, por ejemplo. Cuando dejó el cargo y Quesada empezó a quitarle cuentas y a dejarle sin campañas, hasta el punto de que César hubo de telefonear a algunos de sus clientes más antiguos y pedirles que por favor le reclamaran. Si hubiera podido explicarle a Morton todo esto, quizá no le despreciaría ahora tanto. Pero esas cosas no se podían contar, no era lícito acudir al maestro para quejarse de Juanito, que te había tirado del pelo; de Pepito, que te había robado el chocolate; de Paquito, que había copiado de tu examen. Eso, el ser flojo de lengua y de redaños, no era un comportamiento honroso, no era una actitud viril. Por eso Morton no sabía.

Menuda la armaste con el perro, había dicho Morton, y la frase poseía ese tono de íntima exasperación con que la esposa reconviene al marido cuando cree que sus patochadas le han puesto también a ella en evidencia. Porque Morton le había apoyado siempre, oh, sí, sí, siempre. Y ahora él, César, le había fallado de ese modo, dejándole en una posición en cierta medida desairada. Era evidente que Morton estaba al tanto de todas las críticas que se habían formulado contra César, quizá su nombre incluso había salido ya en varias reuniones, quizá Quesada y los demás habían exigido a Morton la cabeza de César. Y Morton, decepcionado, se habría dejado al fin convencer por unos y por otros y habría dejado de ampararlo. Por eso no se atrevía a mirarle a los ojos en el ascensor: por la turbación que se siente ante un ser que antaño fue querido y que hoy nos ha desencantado. Y por eso había dicho: Qué sueño tengo, e incluso había fingido bostezar; por una delicadeza final, por compasión postrera, para que él, César, pudiera tomar el cansancio de Morton como justificación de su silencio, cuando lo cierto era que Morton callaba porque él le había defraudado. Morton callaba porque le había visto al fin como en el fondo era y se había arrepentido de apreciarlo.

5

Mirándola dormir, César se acordaba de Clara; a ambas les sentaba bien el sueño. Clara, de espaldas y dormida, era mucho más acogedora de lo que jamás llegó a ser despierta y cara a cara. En cuanto a la chica que ahora ocupaba su cama, el sopor casi parecía devolverle su cualidad de objeto deseable. Con el pelo rizado extendido sobre la almohada como el fondo de terciopelo oscuro de un joyero sobre el que se ofreciera un camafeo en perfil de la muchacha. Todo sumamente poético y muy vacío.

Previamente cambió las sábanas, aun a sabiendas de que la cosa iba a salir fatal. No era la misma casa, pero sí la misma cama que compartió durante tres años con Clara. Y el desnivel que ahora provocaba que la chica se deslizara hacia él había sido excavado pacientemente por el cuerpo de Clara en la materia del colchón. Por entonces él había deseado que Clara ahondara indefinidamente el hoyo, que horadara hasta la destrucción ese colchón y muchos otros, que el futuro se extendiera ante ellos como una tonelada de colchones a destrozar por muchas noches de sueños compartidos. O de insomnios sobrellevados conjuntamente. O de gripes mutuamente mimadas. De noche, Clara Bella Durmiente se entregaba entera y sin reservas al abrazo con que César la envolvía. A veces César la sentía respirar entre sus brazos, pequeña y cobijada, frágil como una niña a la que hubiera él de proteger; y en otras ocasiones se agarraba a ella y a su espalda caliente como el náufrago se aferra al último madero. Dormida, Clara bella y nocturna siempre respondía y era lo que él quería que fuese. Pero de día se miraban el uno al otro desde los extremos opuestos de una distancia sideral. Furiosos de comprobarse una vez más tan lejos.

La chica había venido a entrevistarle para un reportaje que estaba haciendo sobre publicidad. Hacía años que César prescindía de ligar así, con semejante precipitación. Pero la muchacha era tan joven, se la veía tan admirativa e impresionada. Es decir, reunía justamente todas las características que hubieran debido retraer a César; y sin embargo siguió adelante cerrilmente. El momento cumbre de su debilidad fue cuando se levantaron de la mesa del café en donde habían estado haciendo la entrevista. Bastante malo había sido ya el prolongar la cita con cerca de dos horas de charla insustancial, mientras la tarde moría al otro lado de los ventanales del café y el camarero servía a la chica una infinidad de cocacolas. Que estaba en primer curso de periodismo, contaba la muchacha. Que gracias a un amigo de su padre, subdirector de una revista, había empezado a hacer algún que otro trabajo. Que su familia era del sur y que ella vivía en la ciudad en un apartamento con dos amigas. Que le gustaba mucho hacer entrevistas. Que en cambio a su hermano, el único que tenía, le gustaban las motos sobre todo. ¿César había tenido moto alguna vez? Fuera del café la acera estaba adquiriendo un color azul profundo y el semáforo parecía una herida en la creciente oscuridad. A César le pinchaba la próstata, o quizá fuera alguna otra víscera adyacente y fatigada. Cómo, ¿que no había tenido moto nunca? Qué extraño, porque ella pensaba que César debía de haber hecho de todo en la vida. Ella, desde luego, quería hacerlo todo; participar en carreras de coches, tirarse en paracaídas, ir en canoa por la selva; y sobre todo viajar, recorrerse de arriba a abajo el mundo. ¿César había estado en muchos países? En ese momento, César consiguió pagar al camarero e incluso levantarse del asiento, gastando en semejante esfuerzo sus energías restantes. La chica también se puso en pie, sus rizos agitándose en torno a su cabeza como una llamarada negra, sus mejillas de rica nata enrojecidas por un rubor coqueto. Entonces César cayó en el momento cumbre de su debilidad y la invitó a cenar. Aunque el desencadenante de tamaño error no había sido la suntuosa melena, ni la linda cara acalorada, ni tan siquiera el tibio olor a animalito joven de la chica, sino la contemplación de los restos del café que el propio César había tomado, el platillo sucio, la espuma reseca, la taza llena de cenizas y un puñado de apestosas colillas sobrenadando en café frío. Fue entonces cuando César dijo: Quieres que nos vayamos juntos a cenar. Y ella contestó que sí. Desde ese instante estaba claro que terminarían en la cama.

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