Rosa Montero - Amado Amo
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La chica respiraba ahora quietamente a su lado, ovillada en el hueco de Clara, mientras él, César, fumaba pitillo tras pitillo y dejaba correr la madrugada. A las dos, cuando se durmió la chica, había sentido el impulso irresistible de telefonear a Paula. Pero no estaba en casa. Así es que había vuelto a llamar a las dos y media y de nuevo a las tres, y luego se había propuesto esperar hasta las cuatro. Era la hora más silenciosa de la noche y la niña dormía con la envidiable tranquilidad de la niñez. Además del orfidal, naturalmente. Hubiera podido ser su hija.
Clara también dormía un poco así: como quien muere. César quería que Clara fuera una mujer a la medida de sus deseos, y Clara quería que César se comportara como el hombre de sus sueños. Aparte de esta ambición inane, poco más tenían en común. Quizás una edad similar, por entonces arañando los cuarenta; y un pasado sentimental poco boyante. Ahora bien, mientras que César llegaba a la relación herido de la nada, Clara venía enferma de lo mucho. A sus espaldas había grandes catástrofes amorosas, historias repelentes y pasiones frustradas. Por ello buscaba en César el reposo, el mimo y el aburrirse juntos por las tardes. Pero luego, cuando llegaba el aburrimiento de verdad, Clara se desesperaba y echaba fuego por las fauces como un dragón colérico. Y entonces le miraba. Cuando César la descubría mirándole con ojos pensativos, siempre se sentía como un insecto atrapado por las pinzas de un científico. De una entomóloga que sopesaba, calibraba, escudriñaba, analizaba, descuartizaba y a la postre despreciaba a su modesta víctima, que en vez de mariposa era una simple polilla algo panzona. Los ojos de Clara se anegaban entonces de un resplandor opaco, un barniz de nostalgia en el que se reflejaban antiguos élitros tornasolados, bellas alas de lepidópteros añejos, memorias de un pasado insectívoro e inquieto. Cuando Clara salía de estos trances solía arrojarse en sus brazos, en los brazos de César, emotiva y altamente sentimental, haciendo votos de felicidad eterna. No me vas a dejar nunca, ¿verdad?, decía Clara; envejeceremos juntos, ¿no es así?, pasearemos al sol de media tarde cogidos del brazo y renqueando con nuestros bastones de abuelitos, ¿qué te parece? Y se aferraba convulsivamente a él, asustada de sí misma. Porque había algo más que les unía, y era la avidez de ambos por el tiempo; el modo en que celebraban ansiosamente cada semana, cada mes, cada año que pasaban juntos, como si el simple transcurso de los días pudiera dar entidad y justificación a la pareja que formaban, como si necesitaran de una memoria común para sentirse irremediablemente unidos. Así es que César le acariciaba el pelo y le decía: Yo estaré enfermo de próstata y tú serás una viejecita insoportable. Éstos eran sus mejores momentos.
Luego estaba la distancia, la imposibilidad de cruce que encierran las líneas paralelas. Muchas veces, cuando él llegaba a casa animado y feliz, encontraba a Clara amurallada tras un hosco silencio. Taciturna y enfadada con la vida. Y la convivencia, entonces, se reducía a deambular a solas por la casa, doblando las esquinas con cuidado para no chocar con el cuerpo crispado del contrario. Otras veces, en cambio, ella venía a soplarle el cogote y a mordisquearle las orejas, pero él la rechazaba ásperamente, herido por el despego erótico de Clara. Porque Clara no deseaba hacer el amor con él; o no lo deseaba casi nunca; o cuando lo hacía parecía estar cumpliendo un ríspido deber. Te quiero más de lo que he querido nunca a nadie, decía o mentía Clara, pero tengo la libido muy baja. A él, en cambio, le emocionaba el cuerpo de ella, la suave curva de la espalda entrevista mientras Clara se desnudaba por las noches, los delicados huesos de las caderas, los pechos redondos y pequeños. Entonces él se quedaba muy quieto en la cama mientras Clara se dormía a su lado, y cuando empezaba a escuchar la densa respiración del sueño se agarraba a ella, a su olorosa espalda, a su carne tibia, más acogedora ahora de lo que nunca fuera. Y en todo este proceso César no pasaba ya necesidad sexual, pasaba pena. Aunque quizá también ella estuviera penando por entonces, se decía ahora César, porque en ocasiones él se había despertado en mitad de la noche y había advertido cómo Clara le besaba suavemente los hombros, le recorría la espalda con un dedo amoroso y le prodigaba, en fin, caricias dulcísimas en la creencia de que César seguía dormido. Estaban tan lejos el uno del otro que a veces César pensaba que hombres y mujeres pertenecían a especies animales diferentes. Por ejemplo, ¿qué futuro podía tener la relación sentimental entre un pulpo y una pájara? ¿O la loca pasión entre una ostra y un camello? Cuánta ansiedad de amor desperdiciada.
Las cuatro. César volvió a marcar el número de Paula y el timbre resonó en el vacío. Pero cómo, seguía sin estar, no era posible. La noche estaba girando en el gozne decisivo de la alta madrugada; más allá de las cuatro ya no eran horas de volver a casa; más allá de las cuatro se abría la puerta a los terrores, desde el accidente mortal a la infidelidad sexual. Más allá de las cuatro el mundo se poblaba da amantes ignorados. Por todos los santos. César decidió seguir marcando una y otra vez el telefono de Paula: alguna vez regresaría.
Paula resoplaba por las noches. No era que roncase, sino que a veces respiraba pesadamente. Sonoramente. Y tampoco es que fuera un ruido objetivamente muy molesto; pero a César, que padecía de insomnio, le sacaba de quicio. De modo que él se pasaba las noches haciéndose las Quince Leguas De Giros En El Lecho, vuelta a la izquierda, vuelta a la derecha, con la cabeza sitiada por pensamientos siempre crueles y las orejas torturadas por el satisfecho barritar de Paula. Porque para un insomne no hay desesperación mayor que estar junto a alguien capaz de dormir plácidamente. Así es que César se pasaba las horas chascando la lengua por ver de acallar los resoplidos; y, en efecto, en un primer momento Paula paraba, a veces masticaba brevemente el aire, en ocasiones se removía un poco, soltaba unos pequeños ruidos personales y después se podía gozar de unos segundos de absoluto silencio. Pero al poco empezaba otra vez el rugir de sus pulmones, primero tímidamente y luego ya en triunfal orquestación, como un animalillo asustadizo que sale de su guarida y que al principio tan sólo osa mostrar la punta del hocico, pero que, una vez ganada confianza, se sienta a la entrada de su cueva a atusarse placenteramente los bigotes. De modo que César volvía a chascar la lengua y allá se iba el bichejo, despavorido, a ocultarse en las profundidades de la tierra. Pero la tranquilidad no duraba mucho tiempo. En el transcurso de esas largas noches, César siempre sintió a Paula como un animalillo algo molesto.
Y ahora no estaba en casa para contestar a su llamada. Eran ya las cuatro y veinte de la madrugada.
César sabía que con Paula no llegaría nunca a nada. O sea, a nada más. Se conocían de antiguo, pero se empezaron a acostar en los tristes días de la ruptura con Clara. Y aunque desde entonces habían pasado cinco años, la relación conservaba todavía el mismo carácter del inicio, la apariencia de ser algo coyuntural y pasajero, un producto de la necesidad más que de la voluntad, una azarosa y momentánea unión de soledades. Al principio Paula le decía: Vamonos a vivir a Marruecos. O bien: Huyamos, escapémonos de la agencia, tomemos el primer avión que vuele hacia Venecia. O incluso: ¿Por qué no cogemos el coche y nos vamos conduciendo hasta la Costa? Proyectos todos ellos ciertamente enardecidos y más bien disparatados que nunca fueron llevados a cabo y que hicieron temer a César que quizá Paula aspirase a crear algo más entre los dos. Lo aspirara o no, lo cierto es que nunca terminó de concretarlo; y además Paula abandonó pronto esa obsesión viajera, y pasó a una etapa que pudiera ser calificada de doméstica. Fue la época en que convenció a César de la conveniencia de comprarse un piso, y fue ella misma quien se encargó de la parte más enojosa del asunto, desde encontrar el apartamento adecuado a contratar y dirigir a los obreros que hubieran de reformarlo. Más, luego, el inmenso agobio de adquirir los muebles de cocina, recorrerse todas las tiendas de tapicería de la ciudad, colgar las cortinas y lograr que un electricista le instalara los focos. Por último, cuando ya todos los cuartos de baño tenían toallero y todos los toalleros tenían toallas, cuando no quedaba un punto de luz sin su bombilla ni un armario en la casa sin vestir, entonces Paula pareció entrar en una tercera fase, y empezó a viajar a Marruecos-Venecia- La Costa de la noche a la mañana y por sí sola; de pronto un día soltaba abruptamente que se iba a los carnavales venecianos, y a su regreso se pasaba una semana hablando de la belleza de San Marcos, del estrépito abigarrado de las máscaras y de lo feliz que había sido. Y a juzgar por sus palabras cada vez se lo pasaba mejor y estaba más contenta, aunque a César, ahora que reflexionaba sobre ello, le parecía que Paula mostraba una melancolía progresiva, que se la iba comiendo la tristura. Y ahora César lamentaba el no haberle dicho nada en su momento. Si Paula descolgara el teléfono; si Paula contestara la llamada, César le diría: ¿Te pasa algo? De pronto sentía la imperiosa necesidad de comunicarse con Paula, de explicarle que la quería, que la echaba de menos, que estaba profundamente agradecido por todas sus atenciones con él durante años. Pero César marcaba y marcaba, las agujas del reloj devoraban la noche y al otro extremo de la línea no había nada.
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