– Hasta luego, señor -dijo el joven de gris, con una venia.
– Hasta luego -dijo él, y tirando un violento jalón con sus mismas manos lo castró y arrojó el bulto gelatinoso a Hortensia: cómetelo-. Al Ministerio de Gobierno, sargento. ¿Las secretarias se fueron ya? Qué pasa, doctorcito, está usted lívido.
– La France Presse, la Associated Press, la United Press, todas dan la noticia, don Cayo, mire los cables -dijo el doctor Alcibíades-. Hablan de decenas de detenidos. ¿De dónde, don Cayo?
– Están fechados en Bolivia, ha sido Velarde, el abogadito ése -dijo él-. Pudiera ser Landa, también. ¿A qué hora comenzaron a recibir esos cables las agencias?
– Hace apenas una media hora -dijo el doctor Alcibíades-. Los corresponsales ya empezaron a llamarnos. Van a caer aquí de un momento a otro. No, todavía no han enviado esos cables a las radios.
– Ya es imposible guardar esto secreto, habrá que dar un comunicado oficial -dijo él-. Llame a las agencias, que no distribuyan esos cables, que esperen el comunicado. Llámeme a Lozano y a Paredes, por favor.
– Sí, don Cayo -dijo Lozano-. El senador Landa acaba de entrar a su casa.
– No lo dejen salir de allá -dijo él-. ¿Seguro que no habló con ningún corresponsal extranjero por teléfono? Sí, estaré en Palacio, llámeme allá.
– El comandante Paredes en el otro teléfono, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades.
– Te adelantaste un poco, la farra de esta noche tendrá que esperar -dijo él-. ¿Viste los cables? Sí, ya sé de dónde. Velarde, un arequipeño que se escapó. No dan nombres, sólo el de Espina.
– Acabamos de leerlos con el general Llerena y estamos yendo a Palacio -dijo el comandante Paredes-. Esto es grave. El Presidente quería evitar a toda costa que se divulgara el asunto.
– Hay Que sacar un comunicado desmintiendo todo -dijo él-. Todavía no es tarde, si se llega a un acuerdo con Espina y con Landa. ¿Qué hay del Serrano?
– Está reacio, el general Pinto ha hablado dos veces con él -dijo Paredes-. Si el Presidente está de acuerdo, el general Llerena le hablará también. Bueno, nos vemos en Palacio, entonces.
– ¿Ya sale, don Cayo? -dijo el doctor Alcibíades-. Me olvidaba de algo. La señora del doctor Ferro. Estuvo aquí toda la tarde. Dijo que volvería y que se pasaría toda la noche sentada, aunque fuera.
– Si vuelve, hágala botar con los guardias -dijo él-. Y no se mueva de aquí, doctorcito.
– ¿Está usted sin auto? -dijo el doctor Alcibíades-. ¿Quiere llevarse el mío?
– No sé manejar, tomaré un taxi -dijo él-. Sí, maestro, a Palacio.
– Pase, don Cayo -dijo el mayor Tijero-. El general Llerena, el doctor Arbeláez y el comandante Paredes lo están esperando.
– Acabo de hablar con el general Pinto, su conversación con Espina ha sido bastante positiva -dijo el comandante Paredes-. El Presidente está con el Canciller.
– Las radios extranjeras están dando la noticia de una conspiración abortada -dijo el general Llerena-. Ya ve, Bermúdez, tantas contemplaciones con los pícaros para guardar el secreto, y no sirvió de nada.
– Si el general Pinto llega a un acuerdo con Espina, la noticia quedará desmentida automáticamente -dijo el comandante Paredes-. Todo el problema está ahora en Landa.
– Usted es amigo del senador, doctor Arbeláez -dijo él-. Landa tiene confianza en usted.
– He hablado por teléfono con él hace un momento -dijo el doctor Arbeláez-. Es un hombre orgulloso y no quiso escucharme. No hay nada que hacer con él, don Cayo.
– ¿Se le está dando una salida que lo favorece y no quiere aceptar? -dijo el general Llerena-. Hay que detenerlo antes que haga escándalo, entonces.
– Yo me he comprometido a conseguir que esto no trascienda y voy a cumplirlo -dijo él-. Ocúpese usted de Espina, General, y déjeme a Landa a mí.
– Lo llaman por teléfono, don Cayo -dijo el mayor Tijero-. Sí, por aquí.
– El sujeto habló hace un momento con el doctor Arbeláez -dijo Lozano-. Algo que le va a sorprender, don Cayo. Sí, aquí le hago escuchar la cinta.
– Por ahora no puedo hacer otra cosa que esperar -dijo el doctor Arbeláez-. Pero si pones como condición para reconciliarte con el Presidente, que despidan al chacal de Bermúdez, estoy seguro que accederá.
– No deje entrar a nadie a casa de Landa, salvo a Zavala, Lozano -dijo él-. ¿Estaba usted durmiendo, don Fermín? Siento despertarlo, pero es urgente. Landa no quiere llegar a un acuerdo con nosotros y nos está creando dificultades. Necesitamos convencer al senador que se calle la boca. ¿Se da cuenta lo que voy a pedirle, don Fermín?
– Claro que me doy cuenta -dijo don Fermín.
– Han comenzado a correr rumores en el extranjero y no queremos que prosperen -dijo él-. Hemos llegado a un entendimiento con Espina, sólo falta hacer entrar en razón al senador. Usted puede ayudarnos, don Fermín.
– Landa puede darse el lujo de hacer desplantes -dijo don Fermín-. Su dinero no depende del Gobierno.
– Pero el suyo sí -dijo él-. Ya ve, la cosa es urgente y tengo Que hablarle así. ¿Le basta que me comprometa a que todos sus contratos con el Estado sean respetados?
– ¿Qué garantía tengo de que esa promesa se va a cumplir? -dijo don Fermín.
– En este momento, sólo mi palabra -dijo él-. Ahora no puedo darle otra garantía.
– Está bien, acepto su palabra -dijo don Fermín- Voy a hablar con Landa. Si sus soplones me dejan salir de mi casa.
– Acaba de llegar el general Pinto, don Cayo -dijo el mayor Tijero.
– Espina se ha mostrado bastante racional, Cayo -dijo Paredes-. Pero el precio es alto. Dudo que el Presidente acepte.
– La Embajada en España -dijo el general Pinto-. Dice que en su condición de general y de ex ministro, la Agregaduría militar en Londres sería rebajarlo de categoría.
– Nada más que eso -dijo el general Llerena-. La Embajada en España.
– Está vacante y quién mejor que Espina para ocuparla -dijo él-. Hará un excelente papel. Estoy seguro que el doctor Lora estará de acuerdo.
– Lindo premio por haber intentado poner al país a sangre y. fuego -dijo el general Llerena.
– Qué mejor desmentido para las noticias que corren que publicar mañana el nombramiento de Espina como Embajador en España? -dijo él.
– Si usted permite, yo pienso lo mismo, General -dijo el general Pinto-. Espina ha puesto esa condición y no aceptará otra. La alternativa sería enjuiciarlo o desterrarlo. Y cualquier medida disciplinaria contra él tendría un efecto negativo entre muchos oficiales.
– Aunque no siempre coincidimos, don Cayo, esta vez estoy de acuerdo con usted -dijo el doctor Arbeláez-. Yo veo así el problema. Si se ha decidido no tomar sanciones y buscar la reconciliación, lo mejor es dar al general Espina una misión de acuerdo con su rango.
– De todos modos, el asunto Espina está resuelto -dijo Paredes-. ¿Qué hay de Landa? Si no se le tapa la boca a él, todo habrá sido en vano.
– ¿Se le va a premiar con una Embajada a él también? -dijo el general Llerena.
– No creo que le interese -dijo el doctor Arbeláez-. Ha sido Embajador varias veces ya.
– No veo cómo podemos publicar un desmentido a los cables, si Landa va a desmentir el desmentido mañana -dijo Paredes.
– Sí, Mayor, quisiera telefonear a solas -dijo él-. ¿Aló, Lozano? Suspenda el control del teléfono del senador. Voy a hablar con él y esta conversación no debe ser grabada.
– El senador Landa no está, habla su hija -dijo la inquieta voz de la muchacha y él apresuradamente la ató, con atolondrados nudos ciegos que hincharon sus muñecas, sus pies-. ¿Quién lo llama?
– Pásemelo inmediatamente, señorita, hablan de Palacio, es muy urgente -Hortensia tenía lista la correa, Queta también, él también-. Quiero informarle que Espina ha sido nombrado Embajador en España, senador. Espero que esto disipe sus dudas y que cambie de actitud. Nosotros seguimos considerándolo un amigo.
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