– No se preocupe, don Cayo -dijo Lozano, alcanzándole una silla-. Tengo un patrullero y tres agentes ahí. El teléfono está intervenido hace dos semanas.
– Consígame un vaso de agua, por favor -dijo él-. Tengo que tomar una pastilla.
– El Prefecto le preparó este resumen sobre la situación en Lima -dijo Lozano-. No, no hay ninguna noticia de Velarde. Debe haber cruzado la frontera. Uno solo de cuarenta y seis, don Cayo. Todos los otros fueron detenidos, y sin incidentes.
– Hay que mantenerlos incomunicados, aquí y en provincias -dijo él-. En cualquier momento van a comenzar las llamadas de los padrinos. Ministros, diputados.
– Ya comenzaron, don Cayo -dijo Lozano-. Acaba de llamar el senador Arévalo. Quería ver al doctor Ferro. Le dije que nadie podía verlo sin autorización de usted.
– Sí, échemelos a mí -bostezó él-. Ferro tiene amarrada a mucha gente y van a mover cielo y tierra para sacarlo.
– Su mujer se presentó aquí esta mañana -dijo Lozano-. De armas tomar. Amenazando con el Presidente, con los Ministros. Una señora muy guapa, don Cayo.
– Ni sabía que Ferrito era casado -dijo él-. ¿Muy guapa, ah sí? La tendría escondida por eso.
– Se lo nota agotado, don Cayo -dijo Lozano-. Por qué no va a descansar un rato. No creo que haya nada importante hoy.
– ¿Se acuerda hace tres años, cuando los rumores sobre el levantamiento en Juliaca? -dijo él-. Nos pasamos cuatro noches sin dormir y como si nada. Estoy envejeciendo, Lozano.
– ¿Puedo hacerle una pregunta? -y el rostro expeditivo y servicial de Lozano se endulzó-. Sobre los rumores que corren. Que habrá cambio de gabinete, que usted subirá a Gobierno. No necesito decirle lo bien que ha caído esa noticia en el cuerpo, don Cayo.
– No creo que le convenga al Presidente que yo sea Ministro -dijo él-. Voy a tratar de desanimarlo. Pero si él se empeña, no tendré más remedio que aceptar.
– Sería magnífico -sonrió Lozano-. Usted ha visto qué falta de coordinación ha habido a veces por la poca experiencia de los Ministros. Con el general Espina, con el doctor Arbeláez. Con usted será otra cosa, don Cayo.
– Bueno, voy a descansar un rato a San Miguel -dijo él-. ¿Quiere llamar a Alcibíades y decírselo? Que me despierte sólo si hay algo muy urgente.
– Perdón, me quedé dormido otra vez -balbuceó Ludovico, sacudiendo a Hipólito-. ¿A San Miguel? Sí, don Cayo.
– Váyanse a descansar y recójanme aquí a las siete de la noche -dijo él-. ¿La señora está en el baño?
– Sí, prepárame algo de comer, Símula. Hola, chola. Voy a dormir un rato. Estoy en ayunas hace veinticuatro horas.
– Tienes una cara espantosa -se rió Hortensia-. ¿Te portaste bien anoche?
– Te engañé con el Ministro de Guerra -murmuró él, escuchando en sus oídos un zumbido tenaz y secreto, contando los latidos desiguales de su corazón-. Que me traigan algo de comer de una vez, estoy cayéndome de sueño.
– Deja que te arregle la cama -Hortensia sacudía las sábanas, cerraba la cortina y él sintió como si se deslizara por una pendiente rocosa, y a lo lejos, percibía bultos moviéndose en la oscuridad; siguió resbalando, hundiéndose, y de pronto se sintió agredido, brutalmente extraído de ese refugio ciego y denso-. Hace cinco minutos que te grito, Cayo. De la Prefectura, dicen que es urgente.
– El senador Landa está en la embajada argentina desde hace media hora, don Cayo -sentía agujas en las pupilas, la voz de Lozano martillaba cruelmente en sus oídos-. Entró por una puerta de servicio. Los agentes no sabían que daba a la Embajada. Lo siento mucho, don Cayo.
– Quiere escándalo, quiere vengarse de la humillación -lentamente recuperaba la noción de sus sentidos, de sus miembros, pero su voz le parecía la de otro-. Que su gente siga ahí, Lozano. Si sale, deténgalo y que lo lleven a la Prefectura. Si Zavala sale de su casa, deténgalo también. ¿Aló, Alcibíades? Localíceme cuanto antes al doctor Lora, doctorcito, me precisa verlo ahora mismo. Dígale que llegaré a su oficina dentro de media hora.
– La esposa del doctor Ferro lo está esperando, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Le he indicado que usted no va a venir, pero no quiere irse.
– Sáquesela de encima y ubique al doctor Lora de inmediato -dijo él-. Símula, corre a decir a los guardias de la esquina que necesito el patrullero en el acto.
– ¿Qué pasa, qué apuro es ése? -dijo Hortensia, levantando el pijama que él acababa de tirar al suelo.
– Problemas -dijo él, poniéndose las medias-. ¿Cuánto rato he dormido?
– Una hora, más o menos -dijo Hortensia-. Debes estar muerto de hambre. ¿Te hago calentar el almuerzo?
– No tengo tiempo -dijo él-. Sí, al Ministerio de Relaciones Exteriores, sargento, y a toda velocidad. No se pase en el semáforo, hombre, tengo mucha prisa. El Ministro me está esperando, le hice avisar que venía.
– El Ministro está en una reunión, no creo que pueda recibirlo -el joven de anteojos, vestido de gris, lo examinó de pies a cabeza, con desconfianza-. ¿De parte de quién?
– Cayo Bermúdez -dijo él, y vio al joven levantarse de un brinco y desaparecer tras una puerta lustrosa-. Siento invadir así su oficina, doctor Lora. Es muy importante, se trata de Landa.
– ¿De Landa? -le estiró la mano el hombrecito calvo, bajito, sonriente-. No me diga que…
– Sí, está en la embajada argentina hace una hora -dijo él-. Pidiendo asilo, probablemente. Quiere hacer ruido y crearnos problemas.
– Bueno, lo mejor será darle el salvoconducto de inmediato -dijo el doctor Lora-. Al enemigo que huye, puente de plata, don Cayo.
– De ninguna manera -dijo él-. Hable usted con el Embajador, doctor. Deje bien claro que no está perseguido, asegúrele que Landa puede salir del país con su pasaporte cuando quiera.
– Sólo puedo comprometer mi palabra si esa promesa se va a cumplir, don Cayo -dijo el doctor Lora, sonriendo con reticencia-. Imagínese en qué situación quedaría el Gobierno si…
– Se va a cumplir -dijo él, rápidamente, y vio que el doctor Lora lo observaba, dudando. Por fin, dejó de sonreír, suspiró, y tocó un timbre.
– Precisamente el Embajador está en el teléfono -el joven de gris cruzó el despacho con una sonrisita lampiña, hizo una especie de genuflexión-. Qué coincidencia, Ministro.
– Bueno, ya sabemos que ha pedido asilo -dijo el doctor Lora-. Sí, mientras yo hablo con el Embajador, puede usted telefonear desde la secretaría, don Cayo.
– ¿Puedo usar su teléfono un momento? Quisiera hablar a solas, por favor -dijo él, y vio enrojecer violentamente al joven de gris, lo vio asentir con ojos ofendidos y partir-. Es posible que Landa salga de la embajada de un momento a otro, Lozano. No lo molesten. Téngame informado de sus movimientos. Estaré en mi oficina, sí.
– Entendido, don Cayo -el joven se paseaba por el corredor, esbelto, largo, gris-. ¿Tampoco a Zavala, si sale de su casa? Bien, don Cayo.
– En efecto, había pedido asilo -dijo el doctor Lora-. El Embajador estaba asombrado. Landa, uno de los líderes parlamentarios, no podía creerlo. Se ha quedado conforme con la promesa de que no será detenido y de que podrá viajar cuando quiera..
– Me quita usted un gran peso de encima, doctor -dijo él-. Ahora voy a tratar de remachar este asunto. Muchas gracias, doctor.
– Aunque no sea el momento, quiero ser el primero en felicitarlo -dijo el doctor Lora, sonriendo-. Me dio mucho gusto saber que entrará al gabinete en Fiestas Patrias, don Cayo.
– Son simples rumores -dijo él-. No hay nada decidido aún. El Presidente no me ha hablado todavía, y tampoco sé si aceptaré.
– Todo está decidido y todos nos sentimos muy complacidos -dijo el doctor Lora, tomándolo del brazo-. Usted tiene que sacrificarse y aceptar. El Presidente confía en usted, y con razón. Hasta pronto, don Cayo.
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