– Sabe usted de Santiago más que yo, hace meses que no lo veo -murmuró don Fermín, poniéndose de pie-. Bueno, estoy muy cansado y lo dejo ahora. Hasta luego, don Cayo.
– A Palacio, Ludovico -dijo él-. El flojo éste de Hipólito se volvió a quedar dormido. Déjalo, no lo despiertes.
– Ya llegamos -dijo Ludovico, riéndose-. Ahora el que se quedó dormido fue usted. Todo el camino vino roncando, don Cayo.
– Buenos días, por fin llega usted -dijo el mayor Tijero-. El Presidente se ha retirado a descansar. Pero ahí lo están esperando el comandante Paredes y el doctor Arbeláez, don Cayo.
– Pidió que no lo despertaran, salvo Que haya algo muy urgente -dijo el comandante Paredes.
– No hay nada urgente, volveré a verlo más tarde -dijo él-. Sí, salgo con ustedes. Buenos días, doctor.
– Tengo que felicitarlo, don Cayo -dijo el doctor Arbeláez, con sorna-. Sin ruido, sin derramar una gota de sangre, sin que nadie lo ayudara ni lo aconsejara. Todo un éxito, don Cayo.
– Le iba a proponer que almorzáramos juntos, para explicarle todo con detalles -dijo él-. Hasta el último momento los indicios eran vagos. Las cosas se precipitaron anoche y no tuve tiempo de ponerlo al corriente.
– No estoy libre al mediodía, pero gracias de todos modos -dijo el doctor Arbeláez-. Ya no necesita ponerme al corriente. El Presidente me informó de todo, don Cayo.
– En ciertas circunstancias no hay más remedio que pasar por alto las jerarquías, doctor -murmuró él-. Anoche, más urgente Que informarle a usted era actuar.
– Desde luego -dijo el doctor Arbeláez-. Esta vez el Presidente ha aceptado mi renuncia y, créame, estoy muy contento. Ya no tendremos más inconvenientes. El Presidente va a reorganizar el gabinete; no ahora, en Fiestas Patrias. Pero, en fin, ya está acordado.
– Pediré al Presidente que reconsidere su decisión y que no lo deje partir -dijo él-. Aunque no lo crea, me gusta trabajar a sus órdenes, doctor.
– ¿A mis órdenes? -soltó una carcajada el doctor Arbeláez-. En fin. Hasta luego, don Cayo. Adiós, Comandante.
– Vamos a tomar algo, Cayo -dijo el comandante Paredes-. Sí, ven en mi auto. Que tu chofer nos siga al Círculo Militar. Camino telefoneó para avisar que el avión de Faucett llegaría a las once y media. ¿Vas a ir a esperar a Landa?
– No me queda más remedio -dijo él-. Si no me muero de sueño antes. Faltan tres horas ¿no?
– ¿Qué tal la conversación con el pez gordo? -dijo el comandante Paredes.
– Zavala es un buen jugador, sabe perder -dijo él-. Landa me preocupa más. Tiene más plata y por lo mismo más orgullo. Ya veremos.
– La verdad es que la cosa fue seria -bostezó Paredes-. Si no es por el coronel Quijano, nos hubiéramos llevado un buen susto.
– El régimen le debe la vida, o casi -asintió él-. Hay que hacer que el Congreso lo ascienda, cuanto antes.
– Dos jugos de naranja, dos cafés bien cargados -dijo el comandante Paredes-. Y rápido, porque nos estamos durmiendo.
– ¿Qué es lo que te preocupa? -dijo él-. Suelta la piedra de una vez.
– Zavala -dijo el comandante Paredes-. Tus negocios con él. Te tendrá agarrado por ahí, me imagino.
– Todavía no me tiene agarrado nadie -dijo él, desperezándose-. Trató mil veces, por supuesto. Quería hacerme su socio, clavarme acciones, mil cosas. Pero no le resultó.
– No se trata de eso -dijo el comandante Paredes-. El Presidente…
– Sabe todo, con pelos y señales -dijo él-. Hay esto y esto, pero nadie puede probar que esos contratos se consiguieron gracias a mí. Mis comisiones eran tantas, siempre en efectivo. Mi cuenta está en el extranjero y es tanto. ¿Debo renunciar, irme del país? No. ¿Qué hago entonces? Joder a Zavala. Está bien, yo obedezco.
– Joderlo a ése es lo más fácil del mundo -sonrió Paredes-. Por el lado de su vicio.
– Por ese lado no -dijo él, y miró a Paredes, bostezando de nuevo-. Por el único que no.
– Ya sé, ya me lo has dicho -sonrió Paredes-. El vicio es lo único que respetas en la gente.
– Su fortuna es un castillo sobre la arena -dijo él-. Su laboratorio vive de los suministros a los Institutos Armados. Se acabaron los suministros. Su empresa constructora, gracias a las carreteras y a las Unidades Escolares. Se acabó, no volverá a recibir un libramiento. Hacienda le hará expulgar los libros y tendrá que pagar los impuestos burlados, las multas. No se le podrá hundir del todo, pero algún daño se le hará.
– No creo, esos mierdas siempre encuentran la manera de salir adelante -dijo Paredes.
– ¿Es cierto lo del cambio de gabinete? -dijo él-. Hay que retener a Arbeláéz en el Ministerio. Es renegón, pero se puede trabajar con él.
– Un cambio ministerial en Fiestas Patrias es normal, no llamará la atención -dijo Paredes-. Por otra parte, el pobre Arbeláez tiene razón. El problema se presentaría con cualquier otro. Nadie aceptará ser un simple figurón.
– No podía arriesgarme a tenerlo al tanto de esto, conociendo sus mil negociados con Landa -dijo él.
– Ya sé, no te estoy criticando -dijo Paredes-. Por eso mismo, para evitar estas cosas, tienes que aceptar el Ministerio. Ahora no podrás negarte. Llerena ha insistido en que tú reemplaces a Arbeláez. También para los otros ministros es incómodo que haya un Ministro de Gobierno ficticio y otro real.
– Ahora soy invisible y nadie puede torpedear mi trabajo -dijo él-. El Ministro está expuesto y es vulnerable. Los enemigos del régimen se frotarían las manos si me ven de ministro.
– Los enemigos ya no cuentan mucho, después de este fracaso -dijo Paredes-. No van a levantar cabeza mucho tiempo.
– Cuando estamos solos, deberíamos ser más francos -dijo él, riendo-. La fuerza del régimen era el apoyo de los grupos que cuentan. Y eso ha cambiado. Ni el Club Nacional, ni el Ejército ni los gringos nos quieren mucho ya. Están divididos entre ellos, pero si se llegan a unir contra nosotros, habrá que hacer las maletas. Si tu tío no actúa rápido, la cosa va a ir de mal en peor.
– ¿Qué más quieren que haga? -dijo Paredes-. ¿No ha limpiado el país de apristas y comunistas? ¿No ha dado a los militares lo que no tuvieron nunca? ¿No ha llamado a los señorones del Club Nacional a los Ministerios, a las Embajadas, no les ha dejado decidir todo en Hacienda? ¿No se les da gusto en todo a los gringos? Qué más quieren esos perros.
– No quieren que cambie de política, harán la misma cuando tomen el poder -dijo él-. Quieren que se largue. Lo llamaron para que limpiara la casa de cucarachas. Ya lo hizo y ahora quieren que les devuelva la casa, que, después de todo, es suya ¿no?
– No -dijo Paredes-. El Presidente se ha ganado al pueblo. Les ha construido hospitales, colegios, dio la ley del seguro obrero. Si reforma la Constitución y quiere hacerse reelegir ganará las elecciones limpiamente. Basta ver las manifestaciones cada vez que sale de gira.
– Las organizo yo hace años -bostezó él-. Dame plata y te organizo las mismas manifestaciones a ti. No, lo único popular aquí es el Apra. Si se les ofrecen unas cuantas cosas, los apristas aceptarían entrar en tratos con el régimen.
– ¿Te has vuelto loco? -dijo Paredes.
– El Apra ha cambiado, es más anticomunista que tú, y Estados Unidos ya no los veta -dijo él-. Con la masa del Apra, el aparato del Estado y los grupos dirigentes leales, Odría sí podría hacerse reelegir.
– Estás delirando -dijo Paredes-. Odría y el Apra unidos. Por favor, Cayo.
– Los líderes apristas están viejos y se han puesto baratos -dijo él-. Aceptarían, a cambio de la legalidad y unas cuantas migajas.
– Las Fuerzas Armadas no aceptarán jamás ningún acuerdo con el Apra -dijo Paredes.
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