– En vez de explotar los bajos instintos de los peruanos, convídame una cerveza -dijo Carlitos-. Sensacionalista de mierda.
– Ya sé que Becerrita va a seguir metiendo leña -dijo Norwin-. Nosotros ya no. No da para más, convéncete. Reconoce que hasta aquí llegamos tablas en las primicias, Zavalita.
– Es un mulato con el pelo planchado y unos músculos así -dijo Carlitos-. Toca el bongó.
– Los soplones ya enterraron el asunto, te paso el dato -dijo Norwin-. Me lo confesó Pantoja, esta tarde. Estamos pataleando en el mismo sitio, hay que esperar alguna casualidad. Ya se aburrieron, no van a descubrir nada más. Díselo a Becerrita. ¿No pudieron o no quisieron descubrir nada?, piensa. Piensa: ¿no supieron o te mataron dos veces, Musa? ¿Había habido conversaciones a media voz, salones mullidos, idas y venidas, misteriosas puertas que se abrían y cerraban, Zavalita? ¿Habido visitas, susurros, confidencias, órdenes?
– Fui a verlo esta tarde, al "Embassy” -dijo Carlitos-. ¿Vienes en plan de pelea? No, compadre, vengo a conversar. Cuéntame cómo se porta contigo la China, después yo te cuento y comparamos. Nos hicimos amigos.
¿Había sido la dejadez, la abulia limeña, la estupidez de los soplones, Zavalita? Piensa: que nadie exigiera, insistiera, que nadie se moviera por ti. ¿Olvídense o te olvidaron de verdad, piensa, échenle tierra al asunto o la echaron de por sí? ¿Te mataron los mismos de nuevo, Musa, o esta segunda vez te mató todo el Perú?
– Ah, ya veo por qué estás así -dijo Norwin-. Te peleaste otra vez con la China, Carlitos.
Iban al "Negro Negro" dos o tres veces por semana, mientras el diario estuvo en el viejo local de la calle Pando. Cuando "La Crónica" se mudó al edificio nuevo de la avenida Tacna se reunían en barcitos y cafetines de la Colmena. El Jaialai, piensa, el Hawai, el América. Los primeros días de mes, Norwin, Rojas, Milton aparecían en esas cuevas humosas y se iban a los bulines. A veces encontraban a Becerrita, rodeado de dos o tres redactores, brindando y conversando de tú y voz con los cabrones y los maricas y siempre pagaba la cuenta él. Levantarse a mediodía, almorzar en la pensión, una entrevista, una información, sentarse en el escritorio y redactar, bajar a la cantina, volver a la máquina, salir, regresar a la pensión al amanecer, desnudarse viendo crecer el día sobre el mar. También los almuerzos de los domingos se confundían, las comiditas en el "Rinconcito Cajamarquino" festejando los cumpleaños de Carlitos, Norwin o Hernández, también la reunión semanal con el papá, la mamá, el Chispas y la Teté.
– ¿OTRO café, Cayo? -dijo el comandante Paredes-. ¿Usted también, mi General?
– Ustedes me arrancaron el visto bueno pero no me han convencido, me sigue pareciendo estúpido hablar con él -el general Llerena arrojó los telegramas al escritorio-. Por qué no mandarle un telegrama ordenándole que venga a Lima. O, sino, lo que propuso ayer Paredes: sacarlo de Tumbes por tierra, subirlo a un avión en Talara y traerlo.
– Porque Chamorro es traidor pero no imbécil, General -dijo él-. Si usted le manda un telegrama cruzará la frontera. Si la policía se presenta en su casa la recibirá a balazos. Y no sabemos cuál será la reacción de sus oficiales.
– Yo respondo de los oficiales de Tumbes -dijo el general Llerena, alzando la voz-. El coronel Quijano nos ha estado informando desde el principio y puede asumir el mando. No se negocia con conspiradores, y menos cuando la conspiración está sofocada. Esto es un disparate, Bermúdez.
– Chamorro es muy querido por la oficialidad, mi General -dijo el comandante Paredes-. Yo sugerí que se detuviera a los cuatro cabecillas al mismo tiempo. Pero ya que tres han dado marcha atrás, pienso que la idea de Cayo es la mejor.
– Le debe todo al Presidente, me lo debe todo a mí -el general Llerena golpeó el brazo del sillón-. De cualquier otro podía esperarse una cosa así, pero de él no. Chamorro tiene que pagármelas.
– No se trata de usted, General -lo amonestó él, afectuosamente-. El Presidente quiere que esto se arregle sin líos. Déjeme proceder a mi manera, le aseguro que es lo mejor.
– Chiclayo al teléfono, mi General -dijo una cabeza con quepi, desde la puerta-. Sí, pueden usar los tres teléfonos, mi General.
– ¿El comandante Paredes? -gritó una voz ahogada entre zumbidos y vibraciones acústicas-. Le habla Camino, Comandante. No puedo localizar al señor Bermúdez, para informarle. Ya tenemos aquí al senador Landa. Sí, en su hacienda. Protestando, sí. Quiere telefonear a Palacio. Hemos seguido las instrucciones al pie de la letra, Comandante.
– Muy bien, Camino -dijo él-. Soy yo, sí. ¿Está cerca el senador? Pásemelo. Voy a hablarle.
– Está en el cuarto de al lado, don Cayo -los zumbidos aumentaban, la voz parecía desvanecerse y renacía-. Incomunicado, como usted indicó. Lo hago traer ahora mismo, don Cayo.
– ¿Aló, aló? -reconoció la voz de Landa, trató de imaginar su cara y no pudo-. ¿Aló, aló?
– Siento mucho las molestias que le estamos dando, senador -dijo, con amabilidad-. Nos precisaba dar con usted.
– ¿Qué significa todo esto? -estalló la iracunda voz de Landa-. ¿Por qué me han sacado de mi casa con soldados? ¿Y la inmunidad parlamentaria? ¿Quién ha ordenado este atropello, Bermúdez?
– Quería informarle que está detenido el general Espina -dijo él, con calma-. Y el General está empeñado en complicarlo en un asunto muy turbio. Sí, Espina, el general Espina. Asegura que usted está comprometido en un complot contra el régimen. Necesitamos que venga a Lima para aclarar esto, senador.
– ¿Yo, en un complot contra el régimen? -no había ninguna vacilación en la voz de Landa, sólo la misma furia resonante-. Pero si yo soy del régimen, si yo soy el régimen. Qué tontería es ésta, Bermúdez, qué se figura usted.
– Yo no me figuro nada, sino el general Espina -se disculpó él-. Tiene pruebas, dice. Por eso lo necesitamos aquí, senador. Hablaremos mañana y espero que todo se aclare.
– Que me pongan un avión a Lima inmediatamente -rugió el senador-. Yo alquilo un avión, yo lo pago. Esto es completamente absurdo, Bermúdez.
– Muy bien, senador -dijo él-. Páseme a Camino, voy a darle instrucciones.
– He sido tratado como un delincuente por sus soplones -gritó el senador-. A pesar de mi condición de parlamentario, a pesar de mi amistad con el Presidente. Usted es el responsable de todo esto, Bermúdez.
– Guárdeme a Landa ahí toda la noche, Camino -dijo él-. Despáchemelo mañana. No, nada de avión especial. En el vuelo regular de Faucett, sí. Eso es todo, Camino.
– Yo alquilo un avión, yo pago -dijo el comandante Paredes, colgando el teléfono-. A ese señorón le va a hacer bien pasar una noche en el calabozo.
– ¿Una hija de Landa salió elegida Miss Perú el año pasado, no? -dijo él, y la vio, borrosa contra el telón de sombras de la ventana, quitándose un abrigo de piel, descalzándose-. ¿Cristina o algo así, no? Por las fotos parecía una linda muchacha.
– A mí los métodos de usted no me convencen -dijo el general Llerena, mirando la alfombra con malhumor-. Las cosas se resuelven mejor y más rápido con mano dura, Bermúdez.
– Llaman al señor Bermúdez de la Prefectura, mi General -dijo un Teniente, asomando-. El señor Lozano.
– El sujeto acaba de salir de su casa, don Cayo -dijo Lozano-. Sí, lo está siguiendo un patrullero. Rumbo a Chaclacayo, sí.
– Está bien -dijo él-. Llame a Chaclacayo y dígales que Zavala está por llegar. Que lo hagan entrar y que me espere. Que no lo dejen salir hasta que yo llegue. Hasta luego, Lozano.
– ¿El pez gordo está yendo a su casa? -dijo el general Llerena-. ¿Qué significa eso, Bermúdez?
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