Mario Llosa - Conversación En La Catedral

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Conversación En La Catedral: краткое содержание, описание и аннотация

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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Perú, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odría. Unas cuantas cervezas y un río de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que éstos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripción minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustración.

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– No tengo más en efectivo, no tenemos más -dijo la mujer-. Podemos firmarle un documento, lo que usted diga.

– Dígame francamente lo que ocurre y así podremos entendernos -dijo él-. Conozco a Ferrito hace años, señora. Usted no está haciendo esto por el asunto de Espina. Hábleme con franqueza. ¿Cuál es el problema?

– Tiene que salir del Perú, tiene que tomar ese avión mañana y usted sabe por qué -dijo rápidamente la mujer-. Está entre la espada y la pared y usted lo sabe. No es un favor, señor Bermúdez, es un negocio. Cuáles son sus condiciones, qué otra cosa debemos hacer.

– No sacó esos pasajes por si la revolución fallaba, no es un viaje de turismo -dijo él-. Ya veo está metido en algo mucho peor. No es el contrabando tampoco, eso se arregló, yo lo ayudé a tapar la cosa. Ya voy entendiendo, señora.

– Abusaron de su buena fe, prestó su nombre y ahora todo recae sobre él -dijo la mujer-. Me cuesta mucho hacer esto, señor Bermúdez. Tiene que salir del país, usted lo sabe de sobra.

– Las Urbanizaciones del Sur Chico -dijo él-. Claro, señora, ahora sí. Ahora veo por qué se metió Ferrito a conspirar con Espina. ¿Espina le ofreció sacarlo del apuro si lo ayudaba?

– Han sentado ya las denuncias, los miserables que lo metieron en esto se mandaron mudar -dijo la mujer, con la voz rota-. Son millones de soles, señor Bermúdez.

– Sí sabía, señora, pero no que la catástrofe estaba tan cerca -asintió él-. ¿Los argentinos que eran sus socios se largaron? Y Ferrito se iba a ir, también, dejando colgados a los cientos de tipos que compraron esas casas que no existen. Millones de soles, claro. Ya sé por qué se metió a conspirar, ya sé por qué vino usted.

– Él no puede cargar con la responsabilidad de todo, a él lo engañaron también -dijo la mujer y él pensó va a llorar. Si no toma el avión…

– Se quedará adentro mucho tiempo, y no como conspirador, sino como estafador -se apenó él, asintiendo-. Y todo el dinero que ha sacado se pudrirá en el extranjero.

– No ha sacado ni un medio -alzó la voz la mujer-. Abusaron de su buena fe. Este negocio lo ha arruinado.

– Ya entiendo por qué se atrevió a venir -repitió él, suavemente-. Una señora como usted a venir donde mí, a rebajarse así. Para no estar aquí cuando estalle el escándalo, para no ver su apellido en las páginas policiales.

– No por mí, sino por mis hijos -rugió la mujer; pero respiró hondo y bajó la voz-. No he podido reunir más. Acepte esto como un adelanto, entonces. Le firmaremos un documento, lo que usted diga.

– Guárdese esos dólares para el viaje, Ferrito y usted los necesitan más que yo -dijo él, muy lentamente, y vio inmovilizarse a la mujer y vio sus ojos, sus dientes-. Además, usted vale mucho más que todo ese dinero. Está bien, es un negocio. No grite, no llore, dígame sí o no. Pasamos un rato juntos, vamos a sacar a Ferro, mañana toman el avión.

– Cómo se atreve, canalla -y vio su nariz, sus manos, sus hombros y pensó no grita, no llora, no se asombra, no se va-. Cholo miserable, cobarde.

– No soy un caballero, ése es el precio, esto lo sabía usted también -murmuró él-. Puedo garantizarle la más absoluta discreción, desde luego. No es una conquista, es un negocio, tómelo así. Y decídase de una vez, ya se pasaron los diez minutos, señora.

– ¿A Chaclacayo? -dijo Ludovico-. Muy bien, don Cayo, a San Miguel.

– Sí, me quedo aquí -dijo él-. Váyanse a dormir, vengan a buscarme a las siete. Por aquí, señora. Se va a helar si sigue en el jardín. Entre un momento, cuando quiera irse llamaré un taxi y la acompañaré a su casa.

– Buenas noches, señor, perdóneme la faena, estaba acostándome -dijo Carlota-. La señora no está, salió temprano con la señorita Queta.

– Saca un poco de hielo y anda a acostarte, Carlota -dijo él-. Pase, no se quede en la puerta, siéntese, voy a prepararle una copa. ¿Con agua, con soda? Puro, entonces, igual que yo.

– ¿Qué significa esto? -articuló por fin la mujer, rígida-. ¿Dónde me ha traído?

– ¿No le gusta la casa? -sonrió él-. Bueno, usted debe estar acostumbrada a sitios más elegantes.

– ¿Quién es esa mujer por la que usted ha preguntado? -susurró la mujer, ahogándose.

– Mi querida, se llama Hortensia -dijo él-.¿Un cubito de hielo, dos? Salud, señora. Vaya, no quería usted beber y se vació la copa de golpe. Le preparo otro, entonces.

– Ya sabía, ya me habían advertido, es la persona más vil y canalla que existe -dijo la mujer, a media voz-. ¿Qué es lo que quiere? ¿Humillarme? ¿Para eso me trajo aquí?

– Para que tomemos unos tragos y charlemos -dijo él-. Hortensia no es una chola grosera, como yo. No es tan refinada y decente como usted, pero es bastante presentable.

– Siga, qué más -dijo la mujer-. Hasta dónde más. Siga.

– Esto la asquea por tratarse de mí, sobre todo -dijo él-. Si yo hubiera sido alguien como usted quizá no tendría tanta repugnancia ¿no?

– Sí -los dientes de la mujer dejaron de chocar un segundo, sus labios de temblar-. Pero un hombre decente no hubiera hecho una canallada así.

– No es la idea de acostarse con otro lo que le da náuseas, es la idea de acostarse con un cholo -dijo él, bebiendo-. Espere, voy a llenarle el vaso.

– ¿Qué espera? Ya basta, dónde tiene la cama en la que cubra sus chantajes -dijo la mujer -.¿Cree que si sigo tomando voy a sentir menos asco?

– Ahí llega Hortensia -dijo él-. No se levante, no es necesario. Hola, chola. Te presento a la dama sin nombre. Esta es Hortensia, señora. Un poco borrachita, pero ya ve, bastante presentable.

– ¿Un poco? La verdad es que me estoy cayendo -se rió Hortensia-. Encantada, dama sin nombre, mucho gusto. ¿Llegaron hace mucho rato?

– Hace un momento -dijo él-. Siéntate, te voy a servir un trago.

– No creas que lo pregunto por celos, dama sin nombre, sólo por curiosidad -se rió Hortensia-. De las mujeres guapas nunca tengo celos. Uy, estoy rendida. ¿Quieres fumar?

– Ten, para que te repongas -dijo él, alcanzándole el vaso-. ¿Dónde estuviste?

– En la fiesta de Lucy -dijo Hortensia-. Hice que Queta me trajera porque ya estaban todos locos. La loca de Lucy hizo un strip tease completito, te juro. Salud, dama sin nombre.

– Cuando el amigo Ferro se entere, le va a dar a Lucy una paliza -dijo él, sonriendo-. Lucy es una amiga de Hortensia, señora, la querida de un sujeto que se llama Ferro.

– Qué la va a matar, al contrario -dijo Hortensia, con una carcajada, volviéndose hacia la mujer-. Le encanta que Lucy haga locuras, es un vicioso. ¿No te acuerdas, cholo, el día que Ferrito hizo bailar a Lucy desnuda, aquí, en la mesa del comedor? Oye, cómo secas los vasos, dama sin nombre. Sírvele otra copa a tu invitada, tacaño.

– Tipo simpático el amigo Ferro -dijo él-. Incansable cuando se trata de farra.

– Cuando se trata de mujeres, sobre todo -dijo Hortensia-. No fue a la fiesta, Lucy estaba furiosa y dijo que si no llegaba hasta las doce lo llamaría a su casa y le haría un escándalo. Esto está muy aburrido, pongamos un poco de música.

– Tengo que irme -balbuceó la mujer, sin levantarse del asiento, sin mirar a ninguno de los dos-. Consígame un taxi, por favor.

– ¿Sola en un taxi a esta hora? -dijo Hortensia-. ¿No tienes miedo? Todos los choferes son unos bandidos.

– Primero voy a hacer una llamada -dijo él-. ¿Aló, Lozano? Quiero que a las siete de la mañana me ponga en libertad al doctor Ferro. Sí, ocúpese usted mismo, Lozano. A las siete en punto. Eso es todo, Lozano, buenas noches.

– ¿A Ferro, a Ferrito? -dijo Hortensia-. ¿Está preso Ferrito?

– Llámale un taxi a la dama sin nombre y cierra la boca, Hortensia -dijo él-. No se preocupe por el chofer, señora. La haré acompañar por el policía de la esquina. La deuda está pagada ya.

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