– No tengo más en efectivo, no tenemos más -dijo la mujer-. Podemos firmarle un documento, lo que usted diga.
– Dígame francamente lo que ocurre y así podremos entendernos -dijo él-. Conozco a Ferrito hace años, señora. Usted no está haciendo esto por el asunto de Espina. Hábleme con franqueza. ¿Cuál es el problema?
– Tiene que salir del Perú, tiene que tomar ese avión mañana y usted sabe por qué -dijo rápidamente la mujer-. Está entre la espada y la pared y usted lo sabe. No es un favor, señor Bermúdez, es un negocio. Cuáles son sus condiciones, qué otra cosa debemos hacer.
– No sacó esos pasajes por si la revolución fallaba, no es un viaje de turismo -dijo él-. Ya veo está metido en algo mucho peor. No es el contrabando tampoco, eso se arregló, yo lo ayudé a tapar la cosa. Ya voy entendiendo, señora.
– Abusaron de su buena fe, prestó su nombre y ahora todo recae sobre él -dijo la mujer-. Me cuesta mucho hacer esto, señor Bermúdez. Tiene que salir del país, usted lo sabe de sobra.
– Las Urbanizaciones del Sur Chico -dijo él-. Claro, señora, ahora sí. Ahora veo por qué se metió Ferrito a conspirar con Espina. ¿Espina le ofreció sacarlo del apuro si lo ayudaba?
– Han sentado ya las denuncias, los miserables que lo metieron en esto se mandaron mudar -dijo la mujer, con la voz rota-. Son millones de soles, señor Bermúdez.
– Sí sabía, señora, pero no que la catástrofe estaba tan cerca -asintió él-. ¿Los argentinos que eran sus socios se largaron? Y Ferrito se iba a ir, también, dejando colgados a los cientos de tipos que compraron esas casas que no existen. Millones de soles, claro. Ya sé por qué se metió a conspirar, ya sé por qué vino usted.
– Él no puede cargar con la responsabilidad de todo, a él lo engañaron también -dijo la mujer y él pensó va a llorar. Si no toma el avión…
– Se quedará adentro mucho tiempo, y no como conspirador, sino como estafador -se apenó él, asintiendo-. Y todo el dinero que ha sacado se pudrirá en el extranjero.
– No ha sacado ni un medio -alzó la voz la mujer-. Abusaron de su buena fe. Este negocio lo ha arruinado.
– Ya entiendo por qué se atrevió a venir -repitió él, suavemente-. Una señora como usted a venir donde mí, a rebajarse así. Para no estar aquí cuando estalle el escándalo, para no ver su apellido en las páginas policiales.
– No por mí, sino por mis hijos -rugió la mujer; pero respiró hondo y bajó la voz-. No he podido reunir más. Acepte esto como un adelanto, entonces. Le firmaremos un documento, lo que usted diga.
– Guárdese esos dólares para el viaje, Ferrito y usted los necesitan más que yo -dijo él, muy lentamente, y vio inmovilizarse a la mujer y vio sus ojos, sus dientes-. Además, usted vale mucho más que todo ese dinero. Está bien, es un negocio. No grite, no llore, dígame sí o no. Pasamos un rato juntos, vamos a sacar a Ferro, mañana toman el avión.
– Cómo se atreve, canalla -y vio su nariz, sus manos, sus hombros y pensó no grita, no llora, no se asombra, no se va-. Cholo miserable, cobarde.
– No soy un caballero, ése es el precio, esto lo sabía usted también -murmuró él-. Puedo garantizarle la más absoluta discreción, desde luego. No es una conquista, es un negocio, tómelo así. Y decídase de una vez, ya se pasaron los diez minutos, señora.
– ¿A Chaclacayo? -dijo Ludovico-. Muy bien, don Cayo, a San Miguel.
– Sí, me quedo aquí -dijo él-. Váyanse a dormir, vengan a buscarme a las siete. Por aquí, señora. Se va a helar si sigue en el jardín. Entre un momento, cuando quiera irse llamaré un taxi y la acompañaré a su casa.
– Buenas noches, señor, perdóneme la faena, estaba acostándome -dijo Carlota-. La señora no está, salió temprano con la señorita Queta.
– Saca un poco de hielo y anda a acostarte, Carlota -dijo él-. Pase, no se quede en la puerta, siéntese, voy a prepararle una copa. ¿Con agua, con soda? Puro, entonces, igual que yo.
– ¿Qué significa esto? -articuló por fin la mujer, rígida-. ¿Dónde me ha traído?
– ¿No le gusta la casa? -sonrió él-. Bueno, usted debe estar acostumbrada a sitios más elegantes.
– ¿Quién es esa mujer por la que usted ha preguntado? -susurró la mujer, ahogándose.
– Mi querida, se llama Hortensia -dijo él-.¿Un cubito de hielo, dos? Salud, señora. Vaya, no quería usted beber y se vació la copa de golpe. Le preparo otro, entonces.
– Ya sabía, ya me habían advertido, es la persona más vil y canalla que existe -dijo la mujer, a media voz-. ¿Qué es lo que quiere? ¿Humillarme? ¿Para eso me trajo aquí?
– Para que tomemos unos tragos y charlemos -dijo él-. Hortensia no es una chola grosera, como yo. No es tan refinada y decente como usted, pero es bastante presentable.
– Siga, qué más -dijo la mujer-. Hasta dónde más. Siga.
– Esto la asquea por tratarse de mí, sobre todo -dijo él-. Si yo hubiera sido alguien como usted quizá no tendría tanta repugnancia ¿no?
– Sí -los dientes de la mujer dejaron de chocar un segundo, sus labios de temblar-. Pero un hombre decente no hubiera hecho una canallada así.
– No es la idea de acostarse con otro lo que le da náuseas, es la idea de acostarse con un cholo -dijo él, bebiendo-. Espere, voy a llenarle el vaso.
– ¿Qué espera? Ya basta, dónde tiene la cama en la que cubra sus chantajes -dijo la mujer -.¿Cree que si sigo tomando voy a sentir menos asco?
– Ahí llega Hortensia -dijo él-. No se levante, no es necesario. Hola, chola. Te presento a la dama sin nombre. Esta es Hortensia, señora. Un poco borrachita, pero ya ve, bastante presentable.
– ¿Un poco? La verdad es que me estoy cayendo -se rió Hortensia-. Encantada, dama sin nombre, mucho gusto. ¿Llegaron hace mucho rato?
– Hace un momento -dijo él-. Siéntate, te voy a servir un trago.
– No creas que lo pregunto por celos, dama sin nombre, sólo por curiosidad -se rió Hortensia-. De las mujeres guapas nunca tengo celos. Uy, estoy rendida. ¿Quieres fumar?
– Ten, para que te repongas -dijo él, alcanzándole el vaso-. ¿Dónde estuviste?
– En la fiesta de Lucy -dijo Hortensia-. Hice que Queta me trajera porque ya estaban todos locos. La loca de Lucy hizo un strip tease completito, te juro. Salud, dama sin nombre.
– Cuando el amigo Ferro se entere, le va a dar a Lucy una paliza -dijo él, sonriendo-. Lucy es una amiga de Hortensia, señora, la querida de un sujeto que se llama Ferro.
– Qué la va a matar, al contrario -dijo Hortensia, con una carcajada, volviéndose hacia la mujer-. Le encanta que Lucy haga locuras, es un vicioso. ¿No te acuerdas, cholo, el día que Ferrito hizo bailar a Lucy desnuda, aquí, en la mesa del comedor? Oye, cómo secas los vasos, dama sin nombre. Sírvele otra copa a tu invitada, tacaño.
– Tipo simpático el amigo Ferro -dijo él-. Incansable cuando se trata de farra.
– Cuando se trata de mujeres, sobre todo -dijo Hortensia-. No fue a la fiesta, Lucy estaba furiosa y dijo que si no llegaba hasta las doce lo llamaría a su casa y le haría un escándalo. Esto está muy aburrido, pongamos un poco de música.
– Tengo que irme -balbuceó la mujer, sin levantarse del asiento, sin mirar a ninguno de los dos-. Consígame un taxi, por favor.
– ¿Sola en un taxi a esta hora? -dijo Hortensia-. ¿No tienes miedo? Todos los choferes son unos bandidos.
– Primero voy a hacer una llamada -dijo él-. ¿Aló, Lozano? Quiero que a las siete de la mañana me ponga en libertad al doctor Ferro. Sí, ocúpese usted mismo, Lozano. A las siete en punto. Eso es todo, Lozano, buenas noches.
– ¿A Ferro, a Ferrito? -dijo Hortensia-. ¿Está preso Ferrito?
– Llámale un taxi a la dama sin nombre y cierra la boca, Hortensia -dijo él-. No se preocupe por el chofer, señora. La haré acompañar por el policía de la esquina. La deuda está pagada ya.
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