Mario Llosa - Conversación En La Catedral

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Conversación En La Catedral: краткое содержание, описание и аннотация

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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Perú, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odría. Unas cuantas cervezas y un río de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que éstos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripción minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustración.

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– Me siento ahorcado con esta pechera -dijo el senador Landa-. No soy para andar de etiqueta. Yo soy un campesino, qué diablos.

– Ya, Trinidad López -dijo Hipólito-. Quién te mandó, quiénes son y dónde están. De una vez.

– Yo creía que mi viejo te despidió -dice Santiago.

– Ya sé por qué no le aceptó a Odría la senaduría por Lima, Fermín -dijo el senador Arévalo-. Por no ponerse frac ni tongo.

– Qué ocurrencia, al contrario -dice Ambrosio-. Me pidió que siguiera con él y yo no quise. Vea qué equivocación, niño.

A ratos se acercaba a la baranda de la tribuna, encaraba a la muchedumbre con los brazos en alto, ¡tres hurras por Emilio Arévalo!, y él mismo rugía ¡hurrá!, ¡tres hurras por el general Odría!, y estentóreamente ¡rrá rrá rrá!

– El Parlamento está bien para los que no tienen nada que hacer -dijo don Fermín-. Para ustedes, los terratenientes.

– Ya me calenté, Trinidad López -dijo Hipólito-. Ahora sí que me calenté, Trinidad.

– Sólo me metí en esta macana porque el Presidente insistió para que encabezara la lista de Chiclayo -dijo el senador Landa-. Pero ya me estoy arrepintiendo. Voy a tener que descuidar (*) “Olave”. Esta maldita pechera.

– ¿Cómo supiste que el viejo se murió? -dice Santiago.

– No seas farsante, la senaduría te ha rejuvenecido diez años -dijo don Fermín-. Y no puedes quejarte, en unas elecciones como éstas se es candidato con gusto.

– Por el periódico, niño -dice Ambrosio-. No se imagina la pena que me dio. Porque qué gran hombre fue su papá.

Ahora la Plaza hervía de cantos, murmullos y vítores. Pero al estallar en el micro, la voz de don Emilio Arévalo apagaba los ruidos: caía sobre la Plaza desde el techo de la Alcaldía, el campanario, las palmeras, la glorieta. Hasta en la Ermita de la Beata había colocado Trifulcio un parlante.

– Alto ahí, las elecciones serían fáciles para Landa, que corrió solo -dijo el senador Arévalo-. Pero en mi departamento hubo dos listas, y ganar me ha costado la broma de medio millón de soles.

– Ya viste, Hipólito se calentó y te dio -dijo Ludovico-. Quién, quiénes, dónde. Antes que Hipólito se caliente de nuevo, Trinidad.

– No tengo la culpa de que la otra lista por Chiclayo tuviera firmas apristas -se rió el senador Landa-. La tachó el Jurado Electoral, no yo.

¿Y qué se hicieron las banderas?, dijo de pronto Trifulcio, los ojos llenos de asombro. Él tenía la suya prendida en la camisa, como una flor. La arrancó con una mano, la mostró a la multitud en un gesto desafiante. Unas cuantas banderitas se elevaron sobre los sombrerones de paja y los cucuruchos de papel que muchos se habían fabricado para protegerse del sol. ¿Dónde estaban las otras, para qué se creían que eran, por qué no las sacaban? Calla negro, dijo el que daba las órdenes, todo está saliendo bien. Y Trifulcio: se empujaron el trago pero se olvidaron de las banderitas, don. Y el que daba las órdenes: déjalos, todo está muy bien. Y Trifulcio: sólo que la ingratitud de éstos da cólera, don.

– ¿De qué enfermedad se murió su papá, niño? -dice Ambrosio.

– A Landa estos trajines electorales lo han rejuvenecido, pero a mí me han sacado canas -dijo el senador Arévalo-. Basta de elecciones. Esta noche cinco polvos.

– Del corazón -dice Santiago-. O de los colerones que le di.

– ¿Cinco? -se rió el senador Landa-. Cómo te va a quedar el culo, Emilio.

– Y ahora Hipólito se arrechó -dijo Ludovico-. Ay mamita, ahora sí que te llegó, Trinidad.

– No diga eso, niño -dice Ambrosio-. Si don Fermín lo quería tanto. Siempre decía el flaco es al que quiero más.

Solemne, marcial, la voz de don Emilio Arévalo flotaba sobre la Plaza, invadía las calles terrosas, se perdía en los sembríos. Estaba en mangas de camisa, accionaba y su anillo relampagueaba junto a la cara de Trifulcio. Levantaba la voz, ¿se había puesto furioso?

Miró a la multitud: caras quietas, ojos enrojecidos de alcohol, aburrimiento o calor, bocas fumando o bostezando. ¿Se había calentado porque no lo estaban escuchando?

– Tanto codearte con la chusma en la campaña electoral, te has contagiado -dijo el senador Arévalo-. No hagas esos chistes cuando discursees en el senado, Landa.

– Tanto, que sufrió una barbaridad cuando usted se escapó de la casa, niño -dice Ambrosio.

– Bueno, el gringo me ha dado sus quejas, se trata de eso -dijo don Fermín-. Que ya pasaron las elecciones, que hace mala impresión a su gobierno que siga preso el candidato de la oposición: Esos gringos formalistas, ya saben.

– Iba cada día donde su tío Clodomiro a preguntarle por usted dice Ambrosio-. Qué sabes del flaco, cómo está el flaco.

Pero de pronto don Emilio dejó de gritar y sonrió y habló como si estuviera contento. Sonreía, su voz era suave, movía la mano, parecía que arrastrara una muleta y el toro pasara besándole el cuerpo. La gente de la tribuna sonreía, y Trifulcio, aliviado, sonrió también.

– Ya no hay razón para que siga preso, lo van a soltar en cualquier momento -dijo el senador Arévalo-. ¿No se lo dijo al Embajador, Fermín?

– Vaya, te pusiste a hablar -dijo Ludovico-. O sea que no te gustan los golpes sino los cariños de Hipólito. ¿Que qué dices, Trinidad?

– Y también a la pensión de Barranco donde usted vivía -dice Ambrosio. Y a la dueña qué hace mi hijo, cómo está mi hijo.

– No entiendo a los gringos de mierda -dijo el senador Landa-. Le pareció muy bien que se encarcelara a Montagne antes de las elecciones y ahora le parece mal. Nos mandan embajadores de circo, estos.

– ¿Iba a la pensión a preguntar por mí?. -dice Santiago.

– Claro que se lo dije, pero anoche hablé con Espina y tiene escrúpulos -dijo don Fermín-Que hay que esperar, que si se suelta a Montagne ahora podrá pensarse que se lo encarceló para que Odría ganara las elecciones sin competidor, que fue mentira lo de la conspiración.

– ¿Que tú eres el brazo derecho de Haya de la Torre? -dijo Ludovico-. ¿Que tú eres el verdadero jefe máximo del Apra y Haya de la Torre tu cholito, Trinidad?

– Claro, niño, todo el tiempo -dice Ambrosio.-Le pasaba plata a la dueña de la pensión para que no le contara a usted.

– Espina es un cojudo sin remedio -dijo el senador Landa-. Por lo visto se cree que alguien se tragó el cuentanazo de la conspiración. Hasta mi sirvienta sabe que a Montagne lo encerraron para que dejara el campo libre a Odría.

– No nos vas a tomar el pelo así, papacito -dijo Hipólito-. ¿Estás queriendo que te zampe el huevo a la boca o qué, Trinidad?

– El señor creía que usted se enojaría si se enteraba -dice Ambrosio.

– La verdad es que apresar a Montagne fue una metida de pata -dijo el senador Arévalo-. No sé por qué aceptaron que hubiera un candidato de oposición si a última hora iban a dar marcha atrás y a encarcelarlo. La culpa la tienen los consejeros políticos. Arbeláez, el idiota de Ferro, incluso usted, Fermín.

– Ya ve cuánto lo quería su papá, niño -dice Ambrosio.

– Las cosas no salieron como se esperaba, don Emilio -dijo don Fermín-. Nos podíamos llevar un chasco con Montagne. Además, yo no fui partidario de que se lo encarcelara en fin, ahora hay que tratar de componer las cosas.

Ahora gritaba, sus manos eran dos aspas, y su voz ascendía y tronaba como una gran ola que de pronto se rompió ¡viva el Perú! Una salva de aplausos en la tribuna, una salva en la Plaza. Trifulcio agitaba su banderita, viva-don-Emilio-Arévalo, ahora sí muchas banderas asomaron sobre las cabezas, viva-el-general-Odría, ahora sí. Los parlantes roncaron un segundo, luego inundaron la Plaza con el Himno Nacional.

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