Mario Llosa - Conversación En La Catedral

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Conversación En La Catedral: краткое содержание, описание и аннотация

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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Perú, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odría. Unas cuantas cervezas y un río de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que éstos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripción minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustración.

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– Me da un poco de envidia oírlo, señor Zavala -dijo Bermúdez-. A pesar de los dolores de cabeza, debe tener sus compensaciones ser padre.

– Pero si está bien, pero si le creo que fue porque sí y que me las pagará -dijo Ambrosio-. Ya olvídese, por favor.

– ¿Vive en el Maury; no? -dijo don Fermín-. Venga, lo llevo.

– ¿Tú no te avergüenzas de mí? -dijo Trifulcio-. Dímelo con franqueza.

– No, muchas gracias, prefiero caminar, el Maury está cerca -dijo Bermúdez-. Encantado de haberlo conocido, señor Zavala.

– Pero cómo se le ocurre, de qué me voy a avergonzar -dijo Ambrosio-. Venga, entremos juntos al bulín, si quiere.

– ¿Tú por aquí? -dijo Bermúdez-. ¿Qué haces tú aquí?

– No, anda a hacer tu maleta, que no te vean conmigo -dijo Trifulcio-. Eres un buen hijo, que te vaya bien en Lima. Créeme que te pagaré, Ambrosio.

– Me mandaban de un sitio a otro, me hicieron esperar horas aquí, don Cayo -dijo Ambrosio-. Ya estaba por regresarme a Chincha, le digo.

– Generalmente, el chofer del Director de Gobierno es un asimilado a Investigaciones, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-: Por cuestiones de seguridad. Pero si usted prefiere.

– He venido a buscar trabajo, don Cayo -dijo Ambrosio-. Ya me cansé de estar manejando ese ómnibus charcheroso. Pensé que tal vez usted podría colocarme.

– Sí prefiero, doctorcito -dijo Bermúdez-. A ese sambo lo conozco hace años y me inspira más confianza que un equis de Investigaciones. Está ahí en la puerta, ¿quiere encargarse, por favor?

– Manejar sé de sobra, y el tráfico de Lima lo aprenderé volando, don Cayo -dijo Ambrosio-. ¿Usted anda necesitando un chofer? Qué gran cosa sería, don Cayo.

– Sí, yo me encargo -dijo el doctor Alcibíades-. Haré que lo inscriban en la plantilla de la Prefectura, o lo asimilen o lo que sea. Y que le entreguen el auto hoy mismo.

– Está bien, entonces te tomo -dijo Bermúdez-. Tienes suerte; Ambrosio, caíste en el momento preciso.

– Salud -dice Santiago.

VIII

LA LIBRERÍA estaba en el interior de una casa de balcones, se cruzaba un trémulo portón y se la veía arrinconada allá al fondo, abarrotada y desierta. Santiago llegó antes de las nueve, recorrió los estantes del zaguán, hojeó los libros averiados por el tiempo, las revistas descoloridas. El viejo de boina y patillas grises lo miró con indiferencia, querido viejo Matías piensa, luego se puso a observarlo con el rabillo del ojo, y por fin se le acercó: ¿buscaba algo? Un libro sobre la revolución francesa. Ah, el viejo sonrió, por aquí.

A veces era ¿vive aquí el señor Henri Barbusse o está Don Bruno Bauer?, a veces tocar el portón así, y había confusiones cómicas a veces, Zavalita. Lo guió hasta una habitación invadida por pilas de periódicos, plateadas telarañas y libros arrumados contra negras paredes. Le señaló una mecedora, que se sentara, tenía un ligero acento español, unos ojitos locuaces, una barbita triangular muy blanca: ¿no lo habrían seguido? Cuidarse mucho, de los jóvenes dependía todo.

– Setenta años y era puro, Carlitos -dijo Santiago-. El único que he conocido de esa edad.

El viejo le guiñó afectuosamente un ojo y volvió al patio. Santiago curioseó antiguas revistas limeñas, “Variedades" y "Mundial" piensa, separó las que tenían artículos de Mariátegui o Vallejo.

– Cierto, entonces los peruanos leían en la prensa a Vallejo y a Mariátegui -dijo Carlitos-. Ahora nos leen a nosotros, Zavalita, qué retroceso.

Unos minutos después vio entrar a Jacobo y Aída de la mano. Ya no un gusanito ni una culebra ni un cuchillo, un alfiler que hincaba y se esfumaba. Los vio cuchicheándose junto a los añosos estantes y vio el abandono y la alegría de la cara de Jacobo y los vio soltarse cuando Matías se les acercó y vio que desaparecía la sonrisa de Jacobo y aparecía la concentración ceñuda, la abstracta seriedad, la cara que mostraba al mundo desde hacía algunos meses. Llevaba el terno café que ahora se cambiaba rara vez, la camisa arrugada, la corbata con el nudo flojo. Le ha dado por disfrazarse de proletario bromeaba Washington, piensa, se afeitaba una vez por semana y no se lustraba los zapatos, un día de estos Aída lo va a dejar se reía Solórzano.

– Tanto misterio porque ese día íbamos a dejar de jugar -dijo Santiago-. Iba a empezar la cosa en serio, Carlitos.

Había sido al comenzar ese tercer año en San Marcos, Zavalita, entre el descubrimiento de Cahuide y ese día. De las lecturas y discusiones a la distribución de hojitas a mimeógrafo en la Universidad, de la pensión de la sorda a la casita del Rímac a la librería de Matías, de los juegos peligrosos al peligro de verdad: ese día. No habían vuelto a juntarse los dos círculos, sólo veía a Jacobo y a Aída en San Marcos, había otros círculos funcionando pero si se lo preguntaban a Washington respondía en boca cerrada no entran moscas y se reía. Una mañana los llamó: a tal hora, en tal parte, sólo ellos tres. Iban a conocer a uno de Cahuide, que le plantearan las preguntas que quisieran, las dudas que tuvieran, piensa esa noche tampoco dormí.

A ratos Matías alzaba la vista desde el patio y les sonreía, en la habitación del fondo ellos fumaban, hojeaban las revistas; miraban constantemente el zaguán y la calle.

– Nos citó a las nueve y son nueve y media -dijo Jacobo-. A lo mejor no vendrá.

– Aída cambió mucho apenas estuvo con Jacobo -dijo Santiago. Bromeaba, se la veía contenta. En cambio él se puso serio y dejó de peinarse y de cambiarse. No se reía con Aída si alguien lo veía, casi no le dirigía la palabra delante de nosotros. Tenía vergüenza de ser feliz, Carlitos.

– Que sea comunista no quiere decir que deje de ser peruano -se rió Aída-. Llegará a las diez, ya verán.

Era un cuarto para las diez: una cara de pajarito en el zaguán, un andar saltarín, una piel como papel amarillo, un terno que le bailaba, una corbatita granate.

Vieron que hablaba a Matías, que miraba alrededor, que se acercaba. Entró a la habitación, les sonrió, perdón por llegar tarde, una mano delgadita, se había malogrado el ómnibus en que venía, y quedaron observándose, embarazados.

– Gracias por esperarme -su voz, como su cara y su mano, era también finita, piensa-. Un saludo fraternal de Cahuide, camaradas.

– La primera vez que oía camaradas y Carlitos, ya te figuras el corazón del sentimental de Zavalita -dijo Santiago-. Sólo conocí su nombre de guerra, Llaque, sólo lo vi unas cuantas veces. Él trabajaba en la Fracción Obrera de Cahuide, yo no pasé de la Fracción Universitaria. Te figuras, un puro de ésos.

Esa mañana no sabíamos que Llaque era estudiante de Derecho cuando la revolución de Odría, piensa, no que había caído en el asalto de la policía a San Marcos, no que lo habían torturado y desterrado a Bolivia y que en La Paz estuvo preso seis meses, no que había vuelto clandestinamente al Perú: sólo que parecía un pajarito, esa mañana, mientras su vocecita les resumía a historia del Partido y lo veían mover su delgada mano amarilla en un movimiento rotativo e idéntico, como si tuviera calambre en la mano, y mirar de soslayo al patio y la calle. Había sido fundado por José Carlos Mariátegui y apenas nació, creció y formó cuadros y conquistó sectores obreros, quería demostrarnos que éramos de confianza, piensa, y no nos ocultó que había sido siempre minúsculo ni su debilidad frente al Apra, y ésa había sido la época de oro del Partido, la época de la revista "Amauta" y del periódico "Labor" y de la organización de sindicatos y del envío de estudiantes a las comunidades indígenas. Al morir Mariátegui en 1930 el Partido había caído en manos de aventureros y de oportunistas, el viejo Matías se murió y demolieron la casa de Chota y construyeron un cubo con ventanas piensa, que le habían dado una línea claudicante de repliegue ante las masas que por lo mismo cayeron bajo la influencia aprista, ¿qué habría sido del camarada Llaque, Zavalita?

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