– ¿Te puedo hacer una pregunta? -dijo Aída-. ¿Por qué no te inscribiste? ¿Qué dudas tienes?
– Ya te hablé una vez -dijo Santiago-. Todavía no estoy convencido de algunas cosas. Quisiera…
– ¿Todavía no estás convencido de que Dios no existe? -se rió Aída.
– Nadie tiene por qué discutir su decisión -dijo Jacobo-. Déjalo que se tome su tiempo.
– No se la discuto, pero te voy a decir una cosa -dijo Aída, riéndose-. Nunca te inscribirás, y cuando termines San Marcos te olvidarás de la revolución, y serás abogado de la International Petroleum y socio del Club Nacional.
Jacobo levantó la mano.
– En la Fracción preparábamos esas reuniones como un ballet -dijo Santiago-. Turnarse, desarrollar cada uno un argumento distinto, no dejar sin rebatir ninguna opinión contraria.
Estaba con la corbata caída, despeinado, hablaba en voz baja: la huelga era una ocasión magnífica para provocar una toma de conciencia política en el estudiantado. Las manos caídas a lo largo del cuerpo para desarrollar la alianza obrero-estudiantil. Mirando a Saldívar muy serio: iniciar un movimiento que podía extenderse a reivindicaciones como liberación de estudiantes presos y amnistía política. Calló y Huamán levantó la mano.
– Yo había estado contra la idea de la huelga por las mismas razones que expuso Huamán, un aprista -dijo Santiago-. Pero como la Fracción había acordado la huelga, me tocó defenderla contra Huamán. Eso es el centralismo democrático, Carlitos.
Huamán era pequeñito y amanerado, nos había costado tres años reconstituir los Centros y la Federación de San Marcos después de la represión, sus gestos eran elegantes, ¿cómo íbamos a lanzar una huelga, por razones extra-universitarias, que podía ser rechazada por las bases?, y hablaba con una mano en la solapa y revoloteando la otra como una mariposa, si las bases rechazaban la huelga perderíamos la confianza de los estudiantes, y su voz era impostada, florida y. por momentos chillona, y además vendría la represión y los Centros y la Federación serían desmantelados antes de que hubieran podido actuar.
– Ya sé que la disciplina de un partido tiene que ser así -dijo Santiago-. Ya sé que si no, sería un caos. No me estoy defendiendo, Carlitos.
– No te vayas por las ramas, Ochoa -dijo Saldívar-. Cíñete al tema en debate.
– Justamente, precisamente -dijo Ochoa-. Yo pregunto: ¿está la Federación de San Marcos lo bastante fuerte para lanzarse a una acción frontal contra la dictadura?
– Pronúnciate de una vez, que no tenemos tiempo -dijo Héctor.
– Y si no está lo bastante fuerte y se lanza a la huelga -dijo Ochoa- ¿qué sería la actitud de la Federación? Yo pregunto.
– ¿Por qué no te vas a dirigir el programa Kolynos pregunta por veinte mil soles? -dijo Washington.
– ¿Sería o no sería una actitud de provocación? -dijo Ochoa, imperturbable-. Yo pregunto, y constructivamente respondo: sí sería. ¿Qué? Una provocación.
– Era en medio de esas reuniones que de repente sentía que nunca sería un revolucionario, un militante de verdad -dijo Santiago-. De repente una angustia, un mareo, una sensación de estar malgastando horriblemente el tiempo.
– El joven romántico no quería discusiones -dijo Carlitos-. Quería acciones epónimas, bombas, disparos, asaltos a cuarteles. Muchas novelas, Zavalita.
– Ya sé que te fastidia hablar para defender la huelga -dijo Aída-. Pero consuélate, a ves que todos los apristas están en contra. Y sin esos, la Federación rechazará nuestra moción.
– Debían inventar una pastilla, un supositorio contra las dudas, Ambrosio -dice Santiago-Fíjate qué lindo, te lo enchufas y ya está: creo.
Levantó la mano y comenzó a hablar antes que Saldívar le diera la palabra: la huelga consolidaría los Centros, foguearía a los delegados, las bases apoyarían porque ¿acaso no habían demostrado su confianza en ellos eligiéndolos? Tenía las manos en los bolsillos y se clavaba las uñas.
– Igual que cuando hacía el examen de conciencia, los jueves, antes de la confesión -dijo Santiago-. ¿Había soñado con calatas porque había querido soñar con ellas o porque quiso el diablo y no pude impedirlo? ¿Estaban ahí en la oscuridad como intrusas o como invitadas?
– Estás equivocado, sí tenías pasta de militante -dijo Carlitos-. Si tuviera que defender ideas contrarias a las mías, me saldrían rebuznos o gruñidos o píos.
– ¿Qué es lo que haces en "La Crónica”? -dijo Santiago-. ¿Qué es lo que hacemos a diario, Carlitos?
Santos Vivero levantó la mano, había escuchado las intervenciones con una expresión de suave desasosiego, y antes de hablar cerró los ojos y tosió como si todavía dudara.
– La tortilla se volteó en el último minuto -dijo Santiago-. Parecía que los apristas estaban en contra, que no habría huelga. Quizá todo hubiera sido diferente entonces, yo no hubiera entrado a "La Crónica", Carlitos.
Él pensaba, compañeros y camaradas, que lo fundamental en estos momentos no era la lucha por la reforma universitaria, sino la lucha contra la dictadura.
Y una manera eficaz de luchar por las libertades públicas, la liberación de los presos, el retorno de los desterrados, la legalización de los partidos, era, compañeros y camaradas, forjando la alianza obrero-estudiantil, o, como había dicho un gran filósofo, entre trabajadores manuales e intelectuales.
– Si citas a Haya de la Torre otra vez, te leo el Manifiesto Comunista -dijo Washington-. Lo tengo aquí.
– Pareces una puta vieja que recuerda su juventud, Zavalita -dijo Carlitos-. En eso tampoco nos parecemos. Lo que me ocurrió de muchacho se me borró y estoy seguro que lo más importante me pasará mañana. Tú parece que hubieras dejado de vivir cuando tenías dieciocho años.
– No lo interrumpas que se puede arrepentir -susurró Héctor. -¿No ves que está a favor de la huelga?
Sí, ésta podía ser una buena oportunidad, porque los compañeros tranviarios estaban demostrando valentía y combatividad, y su sindicato no estaba copado por los amarillos. Los delegados no debían seguir ciegamente a las bases, debían mostrarles el rumbo: despertarlas, compañeros y camaradas, empujarlas a la acción.
– Después de Santos Vivero, los apristas comenzaron a hablar de nuevo, y nosotros de nuevo -dijo Santiago-. Salimos de la academia de billar de acuerdo y esa noche la Federación aprobó una huelga indefinida de solidaridad con los tranviarios. Caí preso exactamente diez días después, Carlitos.
– Fue tu bautizo de fuego -dijo Carlitos-. Mejor dicho, tu partida de defunción, Zavalita.
– O SEA que hubiera sido mejor para ti quedarte en la casa, no ir a Pucallpa -dice Santiago.
– Sí, mucho mejor -dice Ambrosio-. Pero quién iba a saber, niño..
Pero qué bonito que habla, gritó Trifulcio. Había ralos aplausos en la Plaza, una maquinita, algunos vivas. Desde la escalerilla de la tribuna, Trifulcio veía a la muchedumbre rizándose como el mar bajo la lluvia. Le ardían las manos pero seguía aplaudiendo.
– Primero, quién te mandó gritar Viva el Apra a la Embajada de Colombia -dijo Ludovico.- Segundo, quiénes son tus compinches. Y tercero, dónde están tus compinches. De una vez, Trinidad López.
– Y a propósito -dice Santiago. ¿Por qué te fuiste de la casa?
– Asiento Landa, ya hemos estado parados bastante rato en el Te Deum -dijo don Fermín-. Asiento, don Emilio.
– Ya estaba cansado de trabajar para los demás -dice Ambrosio-. Quería probar por mi cuenta, niño.
A ratos gritaba viva-don-Emilio-Arévalo, a ratos viva-el-general-Odría, a ratos Arévalo-Odría. Desde la tribuna le habían hecho gestos, dicho no lo interrumpas mientras habla, requintado entre dientes, pero Trifulcio no obedecía: era el primero en aplaudir, el último en dejar de hacerlo.
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