Mario Llosa - Conversación En La Catedral

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Conversación En La Catedral: краткое содержание, описание и аннотация

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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Perú, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odría. Unas cuantas cervezas y un río de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que éstos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripción minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustración.

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– ¿Te puedo hacer una pregunta? -dijo Aída-. ¿Por qué no te inscribiste? ¿Qué dudas tienes?

– Ya te hablé una vez -dijo Santiago-. Todavía no estoy convencido de algunas cosas. Quisiera…

– ¿Todavía no estás convencido de que Dios no existe? -se rió Aída.

– Nadie tiene por qué discutir su decisión -dijo Jacobo-. Déjalo que se tome su tiempo.

– No se la discuto, pero te voy a decir una cosa -dijo Aída, riéndose-. Nunca te inscribirás, y cuando termines San Marcos te olvidarás de la revolución, y serás abogado de la International Petroleum y socio del Club Nacional.

Jacobo levantó la mano.

– En la Fracción preparábamos esas reuniones como un ballet -dijo Santiago-. Turnarse, desarrollar cada uno un argumento distinto, no dejar sin rebatir ninguna opinión contraria.

Estaba con la corbata caída, despeinado, hablaba en voz baja: la huelga era una ocasión magnífica para provocar una toma de conciencia política en el estudiantado. Las manos caídas a lo largo del cuerpo para desarrollar la alianza obrero-estudiantil. Mirando a Saldívar muy serio: iniciar un movimiento que podía extenderse a reivindicaciones como liberación de estudiantes presos y amnistía política. Calló y Huamán levantó la mano.

– Yo había estado contra la idea de la huelga por las mismas razones que expuso Huamán, un aprista -dijo Santiago-. Pero como la Fracción había acordado la huelga, me tocó defenderla contra Huamán. Eso es el centralismo democrático, Carlitos.

Huamán era pequeñito y amanerado, nos había costado tres años reconstituir los Centros y la Federación de San Marcos después de la represión, sus gestos eran elegantes, ¿cómo íbamos a lanzar una huelga, por razones extra-universitarias, que podía ser rechazada por las bases?, y hablaba con una mano en la solapa y revoloteando la otra como una mariposa, si las bases rechazaban la huelga perderíamos la confianza de los estudiantes, y su voz era impostada, florida y. por momentos chillona, y además vendría la represión y los Centros y la Federación serían desmantelados antes de que hubieran podido actuar.

– Ya sé que la disciplina de un partido tiene que ser así -dijo Santiago-. Ya sé que si no, sería un caos. No me estoy defendiendo, Carlitos.

– No te vayas por las ramas, Ochoa -dijo Saldívar-. Cíñete al tema en debate.

– Justamente, precisamente -dijo Ochoa-. Yo pregunto: ¿está la Federación de San Marcos lo bastante fuerte para lanzarse a una acción frontal contra la dictadura?

– Pronúnciate de una vez, que no tenemos tiempo -dijo Héctor.

– Y si no está lo bastante fuerte y se lanza a la huelga -dijo Ochoa- ¿qué sería la actitud de la Federación? Yo pregunto.

– ¿Por qué no te vas a dirigir el programa Kolynos pregunta por veinte mil soles? -dijo Washington.

– ¿Sería o no sería una actitud de provocación? -dijo Ochoa, imperturbable-. Yo pregunto, y constructivamente respondo: sí sería. ¿Qué? Una provocación.

– Era en medio de esas reuniones que de repente sentía que nunca sería un revolucionario, un militante de verdad -dijo Santiago-. De repente una angustia, un mareo, una sensación de estar malgastando horriblemente el tiempo.

– El joven romántico no quería discusiones -dijo Carlitos-. Quería acciones epónimas, bombas, disparos, asaltos a cuarteles. Muchas novelas, Zavalita.

– Ya sé que te fastidia hablar para defender la huelga -dijo Aída-. Pero consuélate, a ves que todos los apristas están en contra. Y sin esos, la Federación rechazará nuestra moción.

– Debían inventar una pastilla, un supositorio contra las dudas, Ambrosio -dice Santiago-Fíjate qué lindo, te lo enchufas y ya está: creo.

Levantó la mano y comenzó a hablar antes que Saldívar le diera la palabra: la huelga consolidaría los Centros, foguearía a los delegados, las bases apoyarían porque ¿acaso no habían demostrado su confianza en ellos eligiéndolos? Tenía las manos en los bolsillos y se clavaba las uñas.

– Igual que cuando hacía el examen de conciencia, los jueves, antes de la confesión -dijo Santiago-. ¿Había soñado con calatas porque había querido soñar con ellas o porque quiso el diablo y no pude impedirlo? ¿Estaban ahí en la oscuridad como intrusas o como invitadas?

– Estás equivocado, sí tenías pasta de militante -dijo Carlitos-. Si tuviera que defender ideas contrarias a las mías, me saldrían rebuznos o gruñidos o píos.

– ¿Qué es lo que haces en "La Crónica”? -dijo Santiago-. ¿Qué es lo que hacemos a diario, Carlitos?

Santos Vivero levantó la mano, había escuchado las intervenciones con una expresión de suave desasosiego, y antes de hablar cerró los ojos y tosió como si todavía dudara.

– La tortilla se volteó en el último minuto -dijo Santiago-. Parecía que los apristas estaban en contra, que no habría huelga. Quizá todo hubiera sido diferente entonces, yo no hubiera entrado a "La Crónica", Carlitos.

Él pensaba, compañeros y camaradas, que lo fundamental en estos momentos no era la lucha por la reforma universitaria, sino la lucha contra la dictadura.

Y una manera eficaz de luchar por las libertades públicas, la liberación de los presos, el retorno de los desterrados, la legalización de los partidos, era, compañeros y camaradas, forjando la alianza obrero-estudiantil, o, como había dicho un gran filósofo, entre trabajadores manuales e intelectuales.

– Si citas a Haya de la Torre otra vez, te leo el Manifiesto Comunista -dijo Washington-. Lo tengo aquí.

– Pareces una puta vieja que recuerda su juventud, Zavalita -dijo Carlitos-. En eso tampoco nos parecemos. Lo que me ocurrió de muchacho se me borró y estoy seguro que lo más importante me pasará mañana. Tú parece que hubieras dejado de vivir cuando tenías dieciocho años.

– No lo interrumpas que se puede arrepentir -susurró Héctor. -¿No ves que está a favor de la huelga?

Sí, ésta podía ser una buena oportunidad, porque los compañeros tranviarios estaban demostrando valentía y combatividad, y su sindicato no estaba copado por los amarillos. Los delegados no debían seguir ciegamente a las bases, debían mostrarles el rumbo: despertarlas, compañeros y camaradas, empujarlas a la acción.

– Después de Santos Vivero, los apristas comenzaron a hablar de nuevo, y nosotros de nuevo -dijo Santiago-. Salimos de la academia de billar de acuerdo y esa noche la Federación aprobó una huelga indefinida de solidaridad con los tranviarios. Caí preso exactamente diez días después, Carlitos.

– Fue tu bautizo de fuego -dijo Carlitos-. Mejor dicho, tu partida de defunción, Zavalita.

IX

– O SEA que hubiera sido mejor para ti quedarte en la casa, no ir a Pucallpa -dice Santiago.

– Sí, mucho mejor -dice Ambrosio-. Pero quién iba a saber, niño..

Pero qué bonito que habla, gritó Trifulcio. Había ralos aplausos en la Plaza, una maquinita, algunos vivas. Desde la escalerilla de la tribuna, Trifulcio veía a la muchedumbre rizándose como el mar bajo la lluvia. Le ardían las manos pero seguía aplaudiendo.

– Primero, quién te mandó gritar Viva el Apra a la Embajada de Colombia -dijo Ludovico.- Segundo, quiénes son tus compinches. Y tercero, dónde están tus compinches. De una vez, Trinidad López.

– Y a propósito -dice Santiago. ¿Por qué te fuiste de la casa?

– Asiento Landa, ya hemos estado parados bastante rato en el Te Deum -dijo don Fermín-. Asiento, don Emilio.

– Ya estaba cansado de trabajar para los demás -dice Ambrosio-. Quería probar por mi cuenta, niño.

A ratos gritaba viva-don-Emilio-Arévalo, a ratos viva-el-general-Odría, a ratos Arévalo-Odría. Desde la tribuna le habían hecho gestos, dicho no lo interrumpas mientras habla, requintado entre dientes, pero Trifulcio no obedecía: era el primero en aplaudir, el último en dejar de hacerlo.

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