Mario Llosa - Conversación En La Catedral

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Conversación En La Catedral: краткое содержание, описание и аннотация

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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Perú, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odría. Unas cuantas cervezas y un río de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que éstos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripción minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustración.

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– Por supuesto, la candidatura del General tiene que ser lanzada por todo lo alto -dijo Emilio Arévalo-. Todos los sectores deben proclamarla de manera espontánea.

– ¿El Buitre, el prestamista, el que fue Alcalde? -dijo Trifulcio-. Me acuerdo de él, sí.

– La proclamarán, don Emilio -dijo el coronel Espina-. El General es cada día más popular. En pocos meses la gente ha visto ya la tranquilidad que hay ahora y el caos que era el país con los apristas y comunistas sueltos en plaza.

– El hijo del Buitre está en el gobierno, ahora es importante -dijo Ambrosio. A lo mejor él me ayudará a conseguir trabajo en Lima.

– ¿Quiere que vayamos a tomarnos un trago los dos solos, don Cayo? -dijo don Fermín-. ¿No le ha quedado doliendo la cabeza con los discursos del amigo Ferro? A mí me deja siempre mareado.

– Si es importante ya ni querrá saber de ti -dijo Trifulcio. Te mirará por sobre el hombro.

– Con mucho gusto, señor Zavala -dijo Bermúdez-. Sí, es un poco hablador el doctor Ferro. Pero se nota que tiene experiencia.

– Para ganártelo, llévale algún regalito -dijo Trifulcio. Algo que le recuerde al pueblo y le toque el corazón.

– Enorme experiencia porque hace veinte años que está con todos los gobiernos -se rió don Fermín-. Venga, acá tengo el auto.

– Le voy a llevar unas botellas de vino -dijo Ambrosio-. ¿Y usted qué va a hacer ahora? ¿Va a volver a la casa?

– Lo que usted pida -dijo Bermúdez-. Sí, señor Zavala, whisky, cómo no.

– No pienso, ya viste cómo me recibió tu madre -dijo Trifulcio-. Pero eso no quiere decir que Tomasa sea mala mujer.

– Nunca he entendido la política porque nunca me ha gustado -dijo Bermúdez-. Las circunstancias han hecho que a la vejez venga a meterme en política.

– Ella dice que usted la abandonó un montón de veces -dijo Ambrosio-. Que sólo volvía a la casa para sacarle la plata que ella ganaba trabajando como una mula.

– Yo también detesto la política, pero qué quiere -dijo don Fermín-. Cuando la gente de trabajo se abstiene y deja la política a los políticos el país se va al diablo.

– Las mujeres exageran y la Tomasa al fin y al cabo es mujer -dijo Trifulcio-. Me voy a trabajar a Ica, pero vendré a verla alguna vez.

– ¿De veras no había venido nunca acá? -dijo don Fermín-. Espina lo está explotando, don Cayo. El show está bastante bien, ya verá. No crea que yo hago mucha vida nocturna. Muy rara vez.

– ¿Y cómo están las cosas acá? -dijo Trifulcio-. Debes saber, debes ser un conocedor a tus años. Las mujeres, los bulines. ¿Qué pasa con los bulines acá?

Tenía un vestido blanco de baile muy ceñido que suavemente destellaba, y dibujaba tan nítidas y tan vivas las líneas de su cuerpo que parecía desnuda. Un vestido del mismo color qué su piel, que besaba el suelo y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.

– Hay dos, uno caro y otro barato -dijo Ambrosio-. El caro quiere decir una libra, el barato que se consiguen hasta por tres soles. Pero unas ruinas.

Tenía los hombros blancos, redondos, tiernos, y la blancura de su tez contrastaba con la oscuridad de los cabellos que llovían su espalda. Fruncía la boca con lenta avidez, como si fuera a morder el pequeño micrófono plateado, y sus ojos grandes brillaban y recorrían las mesas, una y otra vez.

– ¿Guapa la tal Musa, no? -dijo don Fermín-. Por lo menos, comparada con los esqueletos que salieron a bailar antes. Pero no la ayuda mucho la voz.

– No quiero llevarte ni que me acompañes, y además ya sé que es mejor que no te vean conmigo -dijo Trifulcio-. Pero me gustaría darme una vuelta por allá, sólo para ver. ¿Dónde está el barato?

– Muy guapa, sí, lindo cuerpo, linda cara -dijo Bermúdez-. Y a mí su voz no me parece tan mala.

– Por aquí cerca -dijo Ambrosio-. Pero la policía siempre está yendo allá, porque hay peleas a diario.

– Le contaré que esa mujer tan mujer no lo es tanto -dijo don Fermín-. Le gustan las mujeres.

– Eso es lo de menos, porque estoy acostumbrado a los cachacos y a las peleas -se rió Trifulcio-. Anda, paga la cerveza y vámonos.

– ¿Ah, sí? -dijo Bermúdez-. ¿A esa mujer tan guapa? ¿Ah, sí?

– Yo lo acompañaría, pero el ómnibus a Lima sale a las seis -dijo Ambrosio-. Y todavía tengo mis cosas tiradas por ahí.

– Así que usted no tiene hijos, don Cayo -dijo don Fermín-. Pues se ha librado de muchos problemas.

– Tengo tres y ahora comienzan a darnos dolores de cabeza a Zoila y a mí.

– Me dejas en la puerta y te vas -dijo Trifulcio-. Llévame por donde nadie nos vea, si quieres.

– ¿Dos hombrecitos y una mujercita? -dijo Bermúdez-. ¿Grandes ya?

Salieron de nuevo a la calle y la noche estaba más clara. La luna les iba mostrando los baches, las zanjas, los pedruscos. Recorrieron callejuelas desiertas, Trifulcio volviendo la cabeza a derecha e izquierda, observándolo todo, curioseándolo todo; Ambrosio con las manos en los bolsillos, pateando piedrecitas.

– ¿Qué porvenir podía tener la Marina para un muchacho? -dijo don Fermín-. Ninguno. Pero el Chispas se empeñó y yo moví influencias y lo hice ingresar.

Y ahora ya ve, lo botan. Flojo en los estudios, indisciplinado. Se va a quedar sin carrera, es lo peor. Claro que podría moverme y hacer que lo perdonaran. Pero no, no quiero tener un hijo marino. Lo pondré a trabajar conmigo, más bien.

– ¿Eso es todo lo que tienes, Ambrosio? -dijo Trifulcio-. ¿Un par de libras nada más? ¿Nada más que un par de libras siendo todo un chofer?

– ¿Y por qué no lo manda a estudiar al extranjero? -dijo Bermúdez-. Puede ser que cambiando de ambiente, el muchacho se corrija.

– Si tuviera más se lo daría también -dijo Ambrosio-. Bastaba que me pidiera y yo se la daba. ¿Para qué ha sacado esa chaveta? No necesitaba. Mire, venga a la casa y le daré más. Pero guarde eso, le daré cinco libras más. Pero no me amenace. Yo encantado de ayudarlo, de darle más. Venga, vamos a la casa.

– Imposible, mi mujer se moriría -dijo don Fermín-. El Chispas solo en el extranjero, Zoila no lo permitiría jamás. Es su engreído.

– No, no voy a ir -dijo Trifulcio-. Esto basta. Y es un préstamo, te pagaré tu par de libras, porque voy a trabajar en Ica. ¿Te asustaste porque saqué la chaveta? No te iba a hacer nada, tú eres mi hijo. Y te pagaré, palabra.

– ¿Y el menorcito también le ha resultado difícil? -dijo Bermúdez.

– No quiero que me pague, yo se las regalo -dijo Ambrosio-. No me ha asustado. No necesitaba sacar la chaveta, se lo juro. Usted es mi padre, yo se la daba si me la pedía. Venga a la casa, le juro que le daré cinco libras más.

– No, el flaco es el polo opuesto del Chispas -dijo don Fermín-. Primero de su clase, todos los premios a fin de año: Hay que estarlo frenando para que no estudie tanto. Un lujo de muchacho, don Cayo.

– Estarás pensando que soy peor de lo que te ha dicho Tomasa -dijo Trifulcio-. Pero la saqué porque sí, de veras, no te iba a hacer nada incluso si no me dabas ni un sol. Y te pagaré, palabra que te pagaré tus dos libras, Ambrosio.

– Ya veo que el menorcito es su preferido -dijo Bermúdez-. ¿Y él qué carrera quiere seguir?

– Está bien, si quiere me las pagará -dijo Ambrosio-. Olvídese de eso, yo ya me olvidé. ¿No quiere venir hasta la casa? Le daré cinco más, le prometo.

– Todavía está en segundo de media y no sabe -dijo don Fermín-. No es que sea mi preferido, yo los quiero igual a los tres. Pero Santiago me hace sentir orgulloso de él. En fin, usted comprende.

– Estarás pensando que soy un perro que le roba hasta su hijo, que le saca chaveta hasta su hijo -dijo Trifulcio-. Te juro que esto es préstamo.

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