– Por supuesto, la candidatura del General tiene que ser lanzada por todo lo alto -dijo Emilio Arévalo-. Todos los sectores deben proclamarla de manera espontánea.
– ¿El Buitre, el prestamista, el que fue Alcalde? -dijo Trifulcio-. Me acuerdo de él, sí.
– La proclamarán, don Emilio -dijo el coronel Espina-. El General es cada día más popular. En pocos meses la gente ha visto ya la tranquilidad que hay ahora y el caos que era el país con los apristas y comunistas sueltos en plaza.
– El hijo del Buitre está en el gobierno, ahora es importante -dijo Ambrosio. A lo mejor él me ayudará a conseguir trabajo en Lima.
– ¿Quiere que vayamos a tomarnos un trago los dos solos, don Cayo? -dijo don Fermín-. ¿No le ha quedado doliendo la cabeza con los discursos del amigo Ferro? A mí me deja siempre mareado.
– Si es importante ya ni querrá saber de ti -dijo Trifulcio. Te mirará por sobre el hombro.
– Con mucho gusto, señor Zavala -dijo Bermúdez-. Sí, es un poco hablador el doctor Ferro. Pero se nota que tiene experiencia.
– Para ganártelo, llévale algún regalito -dijo Trifulcio. Algo que le recuerde al pueblo y le toque el corazón.
– Enorme experiencia porque hace veinte años que está con todos los gobiernos -se rió don Fermín-. Venga, acá tengo el auto.
– Le voy a llevar unas botellas de vino -dijo Ambrosio-. ¿Y usted qué va a hacer ahora? ¿Va a volver a la casa?
– Lo que usted pida -dijo Bermúdez-. Sí, señor Zavala, whisky, cómo no.
– No pienso, ya viste cómo me recibió tu madre -dijo Trifulcio-. Pero eso no quiere decir que Tomasa sea mala mujer.
– Nunca he entendido la política porque nunca me ha gustado -dijo Bermúdez-. Las circunstancias han hecho que a la vejez venga a meterme en política.
– Ella dice que usted la abandonó un montón de veces -dijo Ambrosio-. Que sólo volvía a la casa para sacarle la plata que ella ganaba trabajando como una mula.
– Yo también detesto la política, pero qué quiere -dijo don Fermín-. Cuando la gente de trabajo se abstiene y deja la política a los políticos el país se va al diablo.
– Las mujeres exageran y la Tomasa al fin y al cabo es mujer -dijo Trifulcio-. Me voy a trabajar a Ica, pero vendré a verla alguna vez.
– ¿De veras no había venido nunca acá? -dijo don Fermín-. Espina lo está explotando, don Cayo. El show está bastante bien, ya verá. No crea que yo hago mucha vida nocturna. Muy rara vez.
– ¿Y cómo están las cosas acá? -dijo Trifulcio-. Debes saber, debes ser un conocedor a tus años. Las mujeres, los bulines. ¿Qué pasa con los bulines acá?
Tenía un vestido blanco de baile muy ceñido que suavemente destellaba, y dibujaba tan nítidas y tan vivas las líneas de su cuerpo que parecía desnuda. Un vestido del mismo color qué su piel, que besaba el suelo y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.
– Hay dos, uno caro y otro barato -dijo Ambrosio-. El caro quiere decir una libra, el barato que se consiguen hasta por tres soles. Pero unas ruinas.
Tenía los hombros blancos, redondos, tiernos, y la blancura de su tez contrastaba con la oscuridad de los cabellos que llovían su espalda. Fruncía la boca con lenta avidez, como si fuera a morder el pequeño micrófono plateado, y sus ojos grandes brillaban y recorrían las mesas, una y otra vez.
– ¿Guapa la tal Musa, no? -dijo don Fermín-. Por lo menos, comparada con los esqueletos que salieron a bailar antes. Pero no la ayuda mucho la voz.
– No quiero llevarte ni que me acompañes, y además ya sé que es mejor que no te vean conmigo -dijo Trifulcio-. Pero me gustaría darme una vuelta por allá, sólo para ver. ¿Dónde está el barato?
– Muy guapa, sí, lindo cuerpo, linda cara -dijo Bermúdez-. Y a mí su voz no me parece tan mala.
– Por aquí cerca -dijo Ambrosio-. Pero la policía siempre está yendo allá, porque hay peleas a diario.
– Le contaré que esa mujer tan mujer no lo es tanto -dijo don Fermín-. Le gustan las mujeres.
– Eso es lo de menos, porque estoy acostumbrado a los cachacos y a las peleas -se rió Trifulcio-. Anda, paga la cerveza y vámonos.
– ¿Ah, sí? -dijo Bermúdez-. ¿A esa mujer tan guapa? ¿Ah, sí?
– Yo lo acompañaría, pero el ómnibus a Lima sale a las seis -dijo Ambrosio-. Y todavía tengo mis cosas tiradas por ahí.
– Así que usted no tiene hijos, don Cayo -dijo don Fermín-. Pues se ha librado de muchos problemas.
– Tengo tres y ahora comienzan a darnos dolores de cabeza a Zoila y a mí.
– Me dejas en la puerta y te vas -dijo Trifulcio-. Llévame por donde nadie nos vea, si quieres.
– ¿Dos hombrecitos y una mujercita? -dijo Bermúdez-. ¿Grandes ya?
Salieron de nuevo a la calle y la noche estaba más clara. La luna les iba mostrando los baches, las zanjas, los pedruscos. Recorrieron callejuelas desiertas, Trifulcio volviendo la cabeza a derecha e izquierda, observándolo todo, curioseándolo todo; Ambrosio con las manos en los bolsillos, pateando piedrecitas.
– ¿Qué porvenir podía tener la Marina para un muchacho? -dijo don Fermín-. Ninguno. Pero el Chispas se empeñó y yo moví influencias y lo hice ingresar.
Y ahora ya ve, lo botan. Flojo en los estudios, indisciplinado. Se va a quedar sin carrera, es lo peor. Claro que podría moverme y hacer que lo perdonaran. Pero no, no quiero tener un hijo marino. Lo pondré a trabajar conmigo, más bien.
– ¿Eso es todo lo que tienes, Ambrosio? -dijo Trifulcio-. ¿Un par de libras nada más? ¿Nada más que un par de libras siendo todo un chofer?
– ¿Y por qué no lo manda a estudiar al extranjero? -dijo Bermúdez-. Puede ser que cambiando de ambiente, el muchacho se corrija.
– Si tuviera más se lo daría también -dijo Ambrosio-. Bastaba que me pidiera y yo se la daba. ¿Para qué ha sacado esa chaveta? No necesitaba. Mire, venga a la casa y le daré más. Pero guarde eso, le daré cinco libras más. Pero no me amenace. Yo encantado de ayudarlo, de darle más. Venga, vamos a la casa.
– Imposible, mi mujer se moriría -dijo don Fermín-. El Chispas solo en el extranjero, Zoila no lo permitiría jamás. Es su engreído.
– No, no voy a ir -dijo Trifulcio-. Esto basta. Y es un préstamo, te pagaré tu par de libras, porque voy a trabajar en Ica. ¿Te asustaste porque saqué la chaveta? No te iba a hacer nada, tú eres mi hijo. Y te pagaré, palabra.
– ¿Y el menorcito también le ha resultado difícil? -dijo Bermúdez.
– No quiero que me pague, yo se las regalo -dijo Ambrosio-. No me ha asustado. No necesitaba sacar la chaveta, se lo juro. Usted es mi padre, yo se la daba si me la pedía. Venga a la casa, le juro que le daré cinco libras más.
– No, el flaco es el polo opuesto del Chispas -dijo don Fermín-. Primero de su clase, todos los premios a fin de año: Hay que estarlo frenando para que no estudie tanto. Un lujo de muchacho, don Cayo.
– Estarás pensando que soy peor de lo que te ha dicho Tomasa -dijo Trifulcio-. Pero la saqué porque sí, de veras, no te iba a hacer nada incluso si no me dabas ni un sol. Y te pagaré, palabra que te pagaré tus dos libras, Ambrosio.
– Ya veo que el menorcito es su preferido -dijo Bermúdez-. ¿Y él qué carrera quiere seguir?
– Está bien, si quiere me las pagará -dijo Ambrosio-. Olvídese de eso, yo ya me olvidé. ¿No quiere venir hasta la casa? Le daré cinco más, le prometo.
– Todavía está en segundo de media y no sabe -dijo don Fermín-. No es que sea mi preferido, yo los quiero igual a los tres. Pero Santiago me hace sentir orgulloso de él. En fin, usted comprende.
– Estarás pensando que soy un perro que le roba hasta su hijo, que le saca chaveta hasta su hijo -dijo Trifulcio-. Te juro que esto es préstamo.
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