Mario Llosa - Conversación En La Catedral

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Conversación En La Catedral: краткое содержание, описание и аннотация

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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Perú, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odría. Unas cuantas cervezas y un río de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que éstos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripción minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustración.

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– Por qué me iba a dar -dice Ambrosio-. Yo no sabía que don Cayo se iba a portar mal con su papá. Si en esa época eran tan amigos, niño.

Cuando llegaron a la casa-hacienda y bajó de la camioneta, Trifulcio no fue a pedir de comer, sino al riachuelo a mojarse la cabeza, la cara y los brazos.

Después se tendió en el patio de atrás, bajo el alero de la desmotadora. Le ardían las manos y la garganta, estaba cansado y contento. Ahí mismo sé quedó dormido.

– El sujeto ése, señor Lozano, el Trinidad López ése -dijo Ludovico-. Sí, de repente se nos loqueó.

– ¿Te encontraste con ella en la calle? -dijo Queta-. ¿La que era sirvienta de Bola de Oro, la que se acostaba contigo? ¿Esa de la que té enamoraste?

– Me alegro que hiciera soltar a Montagne, don Cayo -dijo don Fermín-. Los enemigos del régimen se estaban aprovechando de este pretexto para decir que las elecciones fueron una farsa.

– ¿Cómo que se loqueó? -dijo el señor Lozano-. ¿Habló o no habló?

– Es verdad que fueron, entre usted y yo lo podemos reconocer -dijo Cayo Bermúdez-. Apresar al único candidato opositor no fue la mejor solución, pero no hubo más remedio. Se trataba de que el General saliera elegido ¿no?

– ¿Te contó que se había muerto su marido, que se había muerto su hijo? -dijo Queta-. ¿Que andaba buscando trabajo?

Lo despertaron las voces del capataz, de Urondo y de Téllez. Se sentaron a su lado, le invitaron un cigarrillo, conversaron. ¿Había salido bien la manifestación de Grocio Prado, no? Sí, había salido bien. ¿Más gente hubo en la de Chincha, no? Sí, más. ¿Ganaría las elecciones don Emilio? Claro que ganaría. Y Trifulcio: ¿si don Emilio se iba a Lima de senador a él lo despedirían? No hombre, lo contratarían, dijo el capataz. Y Urondo: te quedarás con nosotros, ya verás. Todavía hacía calor, el sol del atardecer coloreaba el algodonal, la casa-hacienda, las piedras.

– Habló, pero locuras, señor Lozano -dijo Ludovico-. Que era el segundo jefe máximo, que era el primer jefe máximo. Que los apristas iban a venir a rescatarlo con cañones. Se loqueó, palabra.

– ¿Y le dijiste hay una casita en San Miguel donde buscan empleada? -dijo Queta-. ¿Y la llevaste donde Hortensia?

– ¿De veras piensa que Odría hubiera sido derrotado por Montagne? -dijo don Fermín.

– Más bien di que los cojudeó -dijo el señor Lozano-. Ah, par de inútiles. Y encima tontos.

– O sea que es Amalia, la que comenzó a trabajar el lunes -dijo Queta-. O sea que eres más tonto de lo que pareces. ¿Se te ocurre que eso no se va a saber?

– Montagne o cualquier otro opositor, ganaba -dijo Cayo Bermúdez-. ¿No conoce a los peruanos, don Fermín? Somos acomplejados, nos gusta apoyar al débil, al que no está en el poder.

– Nada de eso, señor Lozano -dijo Hipólito-. Ni inútiles ni tontos. Venga a verlo cómo lo dejamos y verá.

– ¿Que le hiciste jurar que no le diría a Hortensia que tú le pasaste el dato? -dijo Queta-. ¿Que le hiciste creer que Cayo Mierda la botaría si sabía que te conocía?

En eso se abrió la puerta de la casa-hacienda y ahí venía el que daba las órdenes. Cruzó el patio, se paró frente a ellos, apuntó con el dedo a Trifulcio: la cartera de don Emilio, hijo de puta.

– Es una lástima que no le aceptara usted la senaduría -dijo Cayo Bermúdez-. El Presidente tenía la esperanza de que usted fuera el vocero de la mayoría en el Parlamento, don Fermín.

– ¿La cartera, que yo le saqué la cartera? -Trifulcio se levantó, se golpeó el pecho-. ¿Yo, don, yo?

– Pedazo de imbéciles -dijo el señor Lozano-. ¿Y por qué no lo llevaron a la enfermería, pedazo de imbéciles?

– ¿Robas al que te da de comer? -dijo el que daba las órdenes-. ¿Al que te da trabajo siendo ladrón conocido?

– No conoces a las mujeres -dijo Queta-. Un día le contará a Hortensia que te conoce, que tú la llevaste a San Miguel. Un día Hortensia se lo contará a Cayo Mierda, un día él a Bola de Oro. Y ese día te matarán, Ambrosio.

Trifulcio se había arrodillado, había comenzado a jurar y a lloriquear. Pero el que daba las órdenes no se dejó conmover: lo mandaba preso de nuevo, delincuente, hampón conocido, la cartera de una vez. Y en eso se abrió la puerta de la casa-hacienda y salió don Emilio: qué pasaba aquí.

– Lo llevamos pero no quisieron recibirlo, señor Lozano -dijo Ludovico-. Que no aceptaban la responsabilidad, que sólo si usted da la orden por escrito.

– Ya conversamos de eso, don Cayo -dijo don Fermín-. Yo encantado de servir al Presidente. Pero una senaduría es entregarse de lleno a la política y yo no puedo.

– Yo no voy a decir nada, yo nunca digo nada -dijo Queta-. A mí no me importa nada de nada. Te vas a joder, pero no por mí.

– ¿Tampoco aceptaría una Embajada? -dijo Cayo Bermúdez-. El General está tan agradecido por toda la colaboración que usted le ha prestado y quiere demostrárselo. ¿No le interesaría, don Fermín?

– Mire cómo me está ofendiendo, don Emilio -dijo Trifulcio-. Mire la barbaridad de que me acusa. Hasta me ha hecho llorar, don Emilio.

– Ni pensarlo -dijo don Fermín, riéndose-. No tengo pasta de parlamentario ni de diplomático, don Cayo.

– Yo no fui, señor -dijo Hipólito-. Se loqueó solito, se tiró de bruces solito, señor. Apenas lo tocamos, créame señor Lozano.

– No ha sido él, hombre -dijo don Emilio al que daba las órdenes-. Sería algún cholito de la manifestación. ¿Tú no serías tan perro de robarme a mí, no, Trifulcio?

– Lo va a herir al General con tanto desinterés, don Fermín -dijo Cayo Bermúdez.

– Antes me dejaría cortar la mano, don Emilio -dijo Trifulcio.

– Ustedes armaron esta complicación -dijo el señor Lozano-. Y ustedes solitos la van a desarmar, sócarajos.

– Nada de desinterés, se equivoca -dijo don Fermín-. Ya habrá ocasión de que Odría me retribuya mis servicios. Ya ve, como usted es tan franco conmigo, yo lo mismo con usted, don Cayo.

– Lo van a sacar, calladitos, se lo van a llevar con cuidadito -dijo el señor Lozano-, lo van a dejar por alguna parte. Y si alguien los ve se joden, y encima los jodo yo. ¿Entendido?

Ah, sambo latero, dijo don Emilio. Y se fue a la casa-hacienda con el que daba las órdenes, y Urondo y el capataz también se fueron, al poco rato. Te habían mentado la madre a su gusto, Trifulcio, se reía Téllez.

– Usted siempre me anda invitando y yo quisiera corresponderle -dijo Cayo Bermúdez-. Me gustaría invitarlo a comer a mi casa una de estas noches, don Fermín.

– Ese hombre que me insultó no sabía a qué se exponía -dijo Trifulcio.

– Ya está, señor -dijo Ludovico-. Lo sacamos, lo llevamos, lo dejamos y nadie nos vio.

– ¿No le sacaste la cartera? -dijo Téllez-. A mí tú no me engañas, Trifulcio.

– Cuando usted quiera -dijo don Fermín-. Con mucho gusto, don Cayo.

– Se la saqué pero a él no le constaba -dijo Trifulcio-. ¿Vamos esta noche al pueblo?

– En la puerta del San Juan de Dios, señor Lozano -dijo Hipólito-. Nadie nos vio.

– He tomado una casita en San Miguel, cerca del Bertoloto -dijo Cayo Bermúdez-. Y además, bueno, no sé si sabrá, don Fermín.

– ¿A quién, de qué me hablan? -dijo el señor Lozano-. ¿Todavía no se han olvidado, so carajos?

– ¿Cuánta plata había en la cartera, Trifulcio? -dijo Téllez.

– Bueno, había oído algo, sí -dijo don Fermín-.Ya sabe las cotorras que son los limeños, don Cayo.

– No seas tan preguntón -dijo Trifulcio-. Conténtate con que te pague los tragos esta noche.

– Ah bueno, ah pero claro -dijo Ludovico-. A nadie, de nada. Ya nos olvidamos de todo, señor.

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