Mario Llosa - Conversación En La Catedral

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Conversación En La Catedral: краткое содержание, описание и аннотация

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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Perú, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odría. Unas cuantas cervezas y un río de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que éstos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripción minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustración.

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– Soy un provinciano, a pesar de año y medio en Lima todavía no sé las costumbres de acá -dijo Cayo Bermúdez-. Francamente, me sentía un poco cortado. Temía que usted no aceptara ir a mi casa, don Fermín.

– Yo también, señor Lozano, palabra que me olvidé-dijo Hipólito-. Quién era Trinidad López, nunca lo vi, nunca existió. ¿Ya ve, señor? Ya me olvidé.

Téllez y Urondo, borrachos ya, cabeceaban en la banca de madera de la chingana, pero a pesar de las cervezas y del calor, Trifulcio seguía despierto. Por los agujeros de la pared se divisaba la placita arenosa blanqueada por el sol, el rancho donde entraban los votantes. Trifulcio miraba a los guardias parados frente al rancho. En el transcurso de la mañana habían venido un par de veces a tomar una cerveza y ahora estaban allá, con sus uniformes verdes. Por sobre las cabezas de Téllez y Urondo se veía una lengua de playa, un mar con manchones de algas brillando. Habían visto partir las barcas, las habían visto disolverse en el cielo del horizonte. Habían comido cebiche fresco y pescado frito con papas cocidas y tomado cerveza, mucha cerveza.

– ¿Me ha creído usted un fraile, un tonto? -dijo don Fermín-. Vamos, don Cayo. Me parece magnífico que haya hecho una conquista así. Encantado de ir a comer con ustedes, cuantas veces quieran.

Trifulcio vio el terral, vio la camioneta roja. Atravesó la placita entre perros que ladraban, frenó ante la chingana, bajó el que daba las órdenes. ¿Había votado mucha gente ya? Muchísima, toda la mañana habían estado entrando y saliendo. Tenía botas, pantalón de montar, una camisa sin botones: no quería verlos borrachos, que no tomaran más. Y Trifulcio: pero ahí había un par de cachacos, don. No te preocupes, dijo el que daba las órdenes. Subió a la camioneta y desapareció entre ladridos y una nube de polvo.

– Después de todo, usted es algo culpable -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Se acuerda esa noche, en el Embassy?

Los que salían de votar se acercaban a la chingana, la dueña los atajaba en la puerta: cerrado por elecciones, no se atendía. ¿Y por qué no estaba cerrado para ésos? La vieja no les daba explicaciones: fuera o llamaba a los cachacos. Los tipos se iban, requintando.

– Claro que me acuerdo -se rió don Fermín-. Pero nunca me imaginé que iba a quedar flechado por la Musa, don Cayo.

La sombra de los ranchos de la placita era ya más larga que los manchones de sol, cuando volvió a aparecer la camioneta roja, ahora cargada de hombres.

Trifulcio miró hacia el rancho: un grupo de votantes observaba la camioneta con curiosidad, los dos guardias también miraban acá. Listo, apuraba el que daba las órdenes a los hombres que saltaban al suelo, de una vez. Ya iría a cerrarse la votación, ya estarían sellando las ánforas.

– Ya sé por qué lo hiciste, infeliz -dijo don Fermín-. No porque me sacaba plata, no porque me chantajeaba.

Trifulcio, Téllez y Urondo salieron de la chingana, se pusieron al frente de los hombres de la camioneta.

No eran más de quince y Trifulcio los reconoció: tipos de la desmotadora, peones, los dos sirvientes de la casa-hacienda. Zapatones de domingo, pantalones de tocuyo, sombrerotes. Tenían los ojos ardiendo, olían a alcohol.

– Qué le parece este Cayo -dijo el coronel Espina-. Yo creía que no hacía otra cosa que trabajar día y noche, y vea usted lo que se consiguió. ¿Linda hembra, no, don Fermín?

Avanzaron en pelotón por la placita y los que estaban en la puerta del rancho comenzaron a codearse y a apartarse. Los dos guardias les salieron al encuentro.

– Sino por el anónimo que me mandó contándome lo de tu mujer -dijo don Fermín-. No por vengarme a mí. Por vengarte tú, infeliz.

– Aquí se ha estado haciendo trampa -dijo el que daba las órdenes-. Venimos a protestar.

– A mí me dejó asombrado -dijo el coronel Espina-. Carajo, el tranquilo de Cayo con tamaña hembra. ¿Increíble, no, don Fermín?

– No permitimos que haya fraude -dijo Téllez-. ¡Viva el general Odría, viva don Emilio Arévalo!

– Estamos aquí para cuidar el orden -dijo uno de los guardias-. No tenemos nada que ver con la votación. Protesten con los de las mesas.

– ¡Viva! -gritaban los hombres-. ¡Arévalo-Odría!

– Lo gracioso es que yo le daba consejos -dijo el coronel Espina-. No trabajes tanto, goza un poco de la vida. Y vea usted con la que salió, don Fermín.

La gente se había acercado, mezclado con ellos, y los miraba y miraba a los guardias y se reía. Y entonces en la puerta del rancho surgió un hombrecito que miró a Trifulcio asustado: ¿qué bulla era ésta? Tenía saco y corbata, anteojos y un bigotito sudado.

– Despejen, despejen -dijo, con voz temblona. Ya se cerró la votación, ya son las seis. Guardias, que se retire esta gente.

– Creías que te iba a despedir por lo que me enteré del asunto de tu mujer -dijo don Fermín-. Creíste que haciendo eso me tenías del pescuezo. También tú querías chantajearme, infeliz.

– Dicen que ha habido trampa, señor -dijo uno de los guardias.

– Dicen que vienen a protestar, doctor -dijo el otro.

– Y yo le pregunté cuándo vas a traer a tu mujer de Chincha -dijo el coronel Espina-. Nunca, se quedará en Chincha, nomás. Fíjese cómo se ha avivado el provinciano de Cayo, don Fermín.

– Es cierto, quieren hacer trampa -dijo un tipo que salió del rancho-. Quieren robarle la elección a don Emilio Arévalo.

– Oiga, qué le pasa -el hombrecito había abierto los ojos como platos-. ¿Usted acaso no controló la votación como representante de la lista Arévalo? ¿De qué trampa habla si ni siquiera hemos contado los votos?

– Basta, basta -dijo don Fermín-. Déjate de llorar. ¿No fue así, no pensaste eso, no lo hiciste por eso?

– No permitimos -dijo el que daba las órdenes -Vamos adentro.

– Después de todo, tiene derecho a divertirse -dijo el coronel Espina-. Espero que al General no le parezca mal esto de que se eche una querida; así, tan abiertamente.

Trifulcio cogió al hombrecito de las solapas y con suavidad lo retiró de la puerta. Lo vio ponerse amarillo, lo sintió temblar. Entró al rancho, detrás de Téllez, de Urondo y del que daba las órdenes. Adentro un jovencito en overol se paró y gritó ¡aquí no se puede entrar, policía, policía! Téllez le dio un empujón y el joven se fue al suelo gritando ¡policía, policía!

Trifulcio lo levantó, lo sentó en una silla: quietecito, calladito, hombre. Téllez y Urondo cargaron las ánforas y salieron a la calle. El hombrecito miraba aterrado a Trifulcio: era un delito, iban a ir a la cárcel, y se le deshacía la voz.

– Cállate, a ti te ha pagado Mendizábal -dijo Téllez.

– Cállate si no quieres que te callen -dijo Urondo.

– No vamos a permitir que haya fraude -dijo a los guardias el que daba las órdenes-. Estamos llevando las ánforas al Jurado Departamental.

– Aunque no creo, porque nada de lo que hace Cayo le parece mal -dijo el coronel Espina-. Dice que el mejor servicio que he prestado al país ha sido desenterrar a Cayo de la provincia y traerlo a trabajar conmigo. Lo tiene en el bolsillo al General, don Fermín.

– Bueno, está bien -dijo don Fermín-. No llores más, infeliz.

En la camioneta, Trifulcio se sentó adelante. Vio por la ventanilla que en la puerta del rancho el hombrecito y el muchacho de overol discutían con los guardias. La gente los miraba, unos señalaban la camioneta, otros se reían.

– Bueno, no querías chantajearme sino ayudarme -dijo don Fermín-. Harás lo que yo te diga, bueno, me obedecerás. Pero basta, ya no llores más.

– ¿Y para esto tanta espera? -dijo Trifulcio-. Si sólo había ahí dos tipos del señor Mendizábal. Los otros eran mirones, nomás.

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