Hector Faciolince - Asuntos de un hidalgo disoluto

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Asuntos de un hidalgo disoluto: краткое содержание, описание и аннотация

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Él es Gaspar Medina, un millonario colombiano (setentón desengañado y cínico), que al parecer ha alcanzado la divina indiferencia. Ella es su joven secretaria, Cunegunda Bonaventura, cuyas mayores virtudes son unos senos perfectos y un no menos perfecto mutismo.
El septuagenario, en tono hosco y sentencioso, con un humor entre grotesco y amargo, va haciendo un recuento en voz alta de curiosos episodios. Trata de desenmarañar, ante la muda Cunegunda, el enredo de su larga vida.
Las memorias del viejo pretenden resolver, mediante un delirio lúcido de recuerdos desordenados, una íntima contradicción: el personaje es, a la vez, hidalgo y disoluto. Bien educado, bondadoso, ascético, pero también abyecto, promiscuo, insensible. Alguien que no siente apetito, ni deseo, ni odio, ni amor, y que sin embargo ha amado a Ángela Pietragrúa hasta perder la cordura. Sus asuntos suceden en Italia y Colombia, e incluyen el adulterio, la seducción, la política, la religión y la familia.

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¿Tal vez el clima que, según dicen, es mucho mejor que en otras partes? La montaña en el trópico tiene la ventaja de quitar el calor y la humedad sin llegar a ser nieve ni frío intenso. Hay mucho sol al año y la ciudad inundada por los aguaceros no es un problema que lo afecte personalmente. Claro, cuando esté afuera, no añorará los derrumbes de laderas sobre los tugurios de los barrios pobres.

Podría llegar a sentir nostalgia por la conversación de algunos amigos, cuando el ron sigue teniendo sabor y todavía no emborracha. La música de alguna amiga que puede pasarse la noche cantando. Ese joven sentado, inmóvil, está seguro de que el olor de la guayaba no le haría falta en otra parte, ni el gotear del agua sobre los techos de aluminio, ni el silbido interminable de las chicharras en el campo, ni las novelas urbanas de los escritores locales que, como dice un amigo (del que sin duda añorará el filo de la lengua), siguen oliendo a boñiga.

A ese joven que yo era y que yo veo le gustan las hojas de las matas de plátano, pero el recuerdo (aunque no muy nítido) le bastaría; no llegaría a tener nostalgia de volver a verlas con los propios ojos. Los periódicos nacionales le harían tan poca falta que pelearía para siempre con la persona a la que se le ocurriera seguírselos mandando, cuando estuviera afuera. Dicen que el nuestro es el mejor café del mundo, pero él, desde ese entonces, bebe café, o té, o manzanilla, o agua de tila con magdalenas, o lo que sea, con indiferencia. Como es indiferente su relación con la coca, que probó sólo una vez por imitar a Segismundo, y con la mariguana, que le da mucho sueño y un embotamiento mezclado cona ansias de volver a la vigilia.

Después de mucho pensarlo llega a una conclusión: lo único que de veras le hará falta será la lengua. La lengua de su infancia, la palabra de sus amigos, la lengua con que Eva Serrano le reveló que era rico y que podía ser rico darse un beso. El joven que yo era, entonces, piensa que en Viena se seguirá ocupando de su lengua: la enseñará o la seguirá aprendiendo, que poco más o menos es lo mismo, y ahora me doy cuenta que es eso lo que he estado haciendo en estos larguísimos decenios de voluntario exilio.

¿No hay entonces destino ni azar, sino elección? Algún barbudo de gafas ya habrá dicho que la libertad es la elección de la necesidad. Escogí lo que necesitaba: seguir viviendo en mi lengua, por mi lengua, fijado en ese sitio que se le pudrió a Freud y lo llevó a la tumba, y que llevó a la hoguera o al patíbulo a lenguaraces tan ilustres como Giordano Bruno o el utópico Moro. Yosoy túeres éles, esto será lo que me hará falta en Viena, la lengua de Valdés y de Nebrija, de don Andrés y de Cuervo.

Si algo bueno nos dejaron los peninsulares, culpables del matadero levítico y contrarreformista que es mi tierra, fue este instrumento que nos sirve incluso para insultarlos, carajo (que es nuestra forma criolla de decir sus hostias), y para echarles parte de la culpa de nuestras desgracias. En todo caso los azares no me llevaron a Viena ni me devolvieron a Medinaceli. Me trajeron a esta Turín de avenidas anchas y palacios estrechos, de erre afrancesada y vino bueno. Y agradezco no haber ido a parar a Viena, pues jamás habría sido capaz de aprender alemán. Y agradezco (es un decir, no le agradezco a nadie, ni al altar con un dado que es mi única capilla de creyente) también no haber ido a dar a Madrid, pues con estas manías de hijodalgo, ahora, en vez de estar rememorando, andaría escarbando entre los archivos de toda la península, haciendo lo imposible por hallar un apoyo documentado que me permitiera mendigar con altivez un titulillo de barón o de vizconde. Y todo por ser requetataranieto inventado de un cabo asturiano -muy de su majestad buen súbdito y de limpísima sangre- que consiguió arcabucear a ochenta y siete indios asustados durante la Conquista.

IX

En el que al discurrir sobre el nombre sucede un incidente somnoliento

Jacobo, Antonio, Jorge, Gaspar. ¿Cómo llamarme? Todos estos nombres quiso darme mi padre, don Juan Esteban Urdaneta. Gregorio, Serafín, Elías, Benjamín. ¿Cómo llamarme? Todos estos nombres quiso darme mi madre, doña Pilar Medina. Según un pacto en el que mi madre quedó ganando por un nombre, el nombre de pila de mi extensa partida de bautismo quedó pergeñado así: Jacobo Gregorio Benjamín Gaspar. Pero en la casa no se pusieron de acuerdo. Mi padre prefería llamarme Gaspar. "Querido Gaspar" en las cartas, ¡Gaspar! en las llamadas para mostrarme el regalo que me había traído del Perú. Y mi madre prefería llamarme Gregorio, Gregorio para acá y Gregorio para allá. ¿Y yo? ¿Cómo me llamo yo? Yo hubiera escogido llamarme Serafín, porque es el nombre que más se me parece. Pero como fue uno de los descartados, he acabado por llamarme Gaspar, según el deseo de mi padre. Y para compensar escogí el apellido de mi madre, Medina. Gaspar Medina. ¿Este es mi nombre? Pues sí, aunque jamás hubiera empezado este capítulo poniendo "call me Gaspar", como haría cualquier gringo. No, yo nunca estuve de acuerdo con mi nombre, pero llámenme así, Gaspar Medina, como ha quedado escrito. La pregunta de Quitapesares, ¿what is in a name?, es una de las que más me ha fascinado. Creo que cada persona acaba encontrando su secreto y verdadero nombre. Y voy a demostrarlo con la anéc…

He seguido dictando por más de media hora sin darme cuenta de que mi fiel secretaria Cunegunda Bonaventura, ya no estaba en este mundo. Andaba recorriendo en profundidad los hondos territorios del sueño. Dormida sobre los papeles, el lápiz aún en la mano y esa sonrisa ausente que tiene siempre que le dicto. Pero no ha soportado el sopor de mi soporífera explicación sobre el nombre y así, para la eternidad, se han perdido páginas seguramente luminosas sobre lo que hay detrás de un nombre. Oh, Cunegunda, bella durmiente, dormidora dormilona, algún día este descuido tuyo recibirá su merecido. Pero quizá te comprendo. Me he puesto a hablar como un libro, he perdido la dicha de contar historias y me he sumergido cada vez más en áridas reflexiones.

Para que no te duermas, lectora, lector, para que no se duerma Cunegunda, dejaré de divagar. No se vayan, no os vayáis. Ni te distraigas, copista de mis disparates. Incluso muy a mi pesar, incluso echando por la borda una de mis más firmes convicciones, ahora va a pasar algo.

X

Cuyo protagonista es el sacramento del matrimonio, con sus innumerables posibilidades y su consumada validez

Tal vez en una vida pueda faltar el amor, pero en un libro no. El amor es la sal de los libros, así como el adulterio es la sal del matrimonio, el matrimonio la sal del adulterio y la sal es la sal de la sopa. En mí, el amor ha sido siempre un ejercicio de la imaginación, un juego espiritual, una hinchazón del pensamiento y no ese retorcerse de vísceras ni ese intercambio de humores corporales y efluvios de la carne. Tampoco esa explosión de adjetivos enfáticos que engarzan los poetas. Nunca pude decir, definitivo como Melibea: "Mi mal es de corazón, la izquierda teta es su aposentamiento". Ojalá. He amado la búsqueda, he amado el amor, aquello que no existe. Nunca pude, como otros, salvar la brecha que hay entre la realidad y el deseo, y se ha instalado en mí, para siempre, la desolación de la quimera. Me ha gustado más el labio que el beso, más el gesto que la mano, más la sonrisa que el gato. Y como estas memorias parecen convertidas en un presente continuo y no, como debieran, en un entrenamiento del recuerdo del viejo reblandecido que soy, diré que hace un rato, después de 72 años de larga soltería, he contraído matrimonio.

Sí, ¿de qué se quejan? ¿No acaban pues así las historias de amor? Pues yo voy a empezar por el final: esta mañana anudé el sacro vínculo matrimonial con mi infiel secretaria. Y como el adulterio es la sal de ese vínculo, la luna de miel la pasaremos acá, en esta biblioteca, con un cacique ojiazul (el hijo de mi cocinera) como instrumento de caricias y deleites del tálamo. He puesto a mis pies un colchón de blanda pluma y espejos por encima y por detrás para no perder los detalles del espectáculo de mi luna de miel con marido vicario.

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