Héctor Camín - Historias Conversadas

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No es fácil pasar impunemente de la novela al cuento. Se trata de un género abierto a todos los géneros, versus una cápsula verbal que debe concentrarse en un sólo objetivo de interés. En estos cuentos, Aguilar Camín ha sido fiel a su mundo imaginario: trasponer la realidad real, testimonial, a un plano de ficción, pero sin dejar de ser o apuntar permanentemente hacia el testimonio, hacia la realidad de cada día. De manera que, en estas Historias conversadas, sin pretender crear un mundo de pura ficción por el costante guiño que le hace a la realidad, nos atrapa igualmente en su madeja anecdótica como si fuera un mundo de pura ficción, sin relación inmediata o reconocible

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Lo vi cantar una hora y atender los ofrecimientos, bastante explícitos, de un trío de apetitosas locas que le pedían canciones en servilletas pintadas con bilé. Al final de su tocada, sin embargo, antes de irse al cabaret, Lobo no buscó en ellas su compañía de la noche, sino que las rodeó y fue al fondo de la fiesta, en caza de su propia elección. Poco después pasó junto a mí, riendo y hablando en el cuello de una mujer de melena negra y bronceados hombros desnudos. Enfundaba la perfecta exhuberancia de su cuerpo en un vestido rojo que cortaba a la mitad las redondeces generosas de su busto y sus muslos. "Me la tenían escondida", dijo Lobo al pasar, dirigiéndose a mí, campechanamente, como si me conociera de años, riendo su atractiva sonrisa de labios gruesos y dientes blancos, parejos y luminosos, como el propio fulgor de su vida.

Lo escuché entonces, frente a mí, decirle en el oído:

– Esta noche no duerme Caperucita Roja. ¿Sabes por qué?

– No -dijo la muchacha, meciéndose en él, como si le hiciera cosquillas.

– Porque hoy le toca comer lobo -dijo Lobo, engarzándola por la cintura con su brazo.

La risa fresca de la muchacha siguió el trazo de sus cuerpos ya empalmados, y de mi envidia non, hacia la puerta.

Pasaron aquellos años, desaparecieron del mundo Lobo y Melón, igual que los hábitos y las fiestas que nos habían hecho entrañables sus voces. Durante los setentas, la rumba abandonó el centro de la escena musical. Se refugió en la memoria de sus cultivadores y en unos cuantos antros marginales, que consagraron sus noches a la repetición infatigable de viejas tonadas y clásicos probados de la isla. Era posible oír a Fellove y a Silvestre Méndez en algunos cabarets de tercera, meterse a bailar rumba en algunos galones de mala muerte, como el África en Bucareli o el Siglo XX en San Juan de Letrán. Sobre todo, era posible atestar el pequeño Bar del León de la calle de Brasil, para escuchar a Pepe Arévalo y sus Mulatos, un conjunto que pareció durante los setentas y los ochentas el albacea mexicano de aquella música prodigiosa.

Aunque estudiamos la misma carrera, que elegí para seguir sus huellas, Linares tomó su camino y yo el mío, no sin que antes me consiguiera un trabajo en una empresa de conductores eléctricos y otro, más tarde, en la Villa Olímpica. No obstante, después del 68 decidí abortar para siempre mi carrera de ejecutivo en comunicación, empecé a escribir reseñas literarias en los periódicos, ingresé a El Colegio de México para un doctorado en historia, me casé, tuve una hija, una breve carrera académica, un divorcio y una rápida carrera periodística que me encontró, en 1979, como coordinador editorial del diario unomásuno, un diario crítico, de izquierda, que se había hecho su espacio de credibilidad y golpeteo entre las élites políticas y los sectores ilustrados del país. Antes del 68, Linares había cursado una maestría en la Universidad de Pennsylvania, se había vuelto un alto y eficiente ejecutivo de la empresa privada, había consolidado un patrimonio familiar, procreado tres hermosas hijas y el futuro se abría para él promisorio y seguro. Entonces, ay, le dio por la política -en realidad, le dio por la misma vocación de siempre, marinera y libre, gustosa del riesgo y el azar, numen consejero de los jóvenes, los que emprenden y los que se enamoran.

Probó suerte sucesivamente en el PRI del DF, en la Secretaría de Gobernación, en la Secretaría de Comercio y en la Secretaría de Educación Pública. El año de 1979, lo encontró como director de comunicación de la Secretaría de Programación y Presupuesto cuyo ministro tenía aspiraciones y posibilidades presidenciales. No había dejado de ver a Linares, pero nos reuníamos poco, entre otras cosas porque no había vinculaciones prácticas en nuestras vidas. Su nuevo puesto político, y mi posición en el diario, facilitaron el reencuentro, de modo que volvimos poco a poco a tomarnos el pulso, saliendo a comer, cambiando información política y hasta conspirando un poco, juntos, en favor de su causa. Pero nada nos unió de nueva cuenta tan intensamente, como el día en que Linares me llamó diciendo que había ido la semana anterior a un antro de rumba en el centro y que debíamos volver esa noche él y yo, juntos, sin falta, porque no podíamos perderlo.

Era martes, yo tenía al día siguiente un desayuno tempranero y una jornada larga de trabajo -los miércoles me tocaba escribir el editorial del diario y eso siempre terminaba tarde, por mi lentitud redactiva, rayando las doce- de modo que le pedí que lo dejáramos para el viernes.

– No puede ser el viernes, cabrón. Tiene que ser hoy martes, hoy mismo -dijo Linares por el teléfono, con su vehemencia natural. -Y no alegues, porque no tienes una idea de lo que me encontré en ese lugar. Tenemos que ir.

– Tengo que trabajar, Linares.

– Qué trabajar ni qué la chingada. Esto es más importante que el trabajo -dijo Linares. -Esto es la vida. Paso por ti a las diez.

– No puedo, Linares.

– A las diez, cabrón. No te vas a arrepentir. Me cae de madre que no te vas a arrepentir. A las nueve y media estoy por ti en tu periodicucho.

A las nueve de la noche ya estaba en mi despacho -despacho es un decir: un espacio separado con mamparas en un ángulo de la redacción-, bien vestido y jovial, aunque calvo como siempre, explicándome su anticipación horaria:

– De ésta no te me escapas, aquí te espero hasta que acabes, porque de aquí te voy a llevar al antro, como quedamos. A ver, dame algo de leer de las mentiras que van a publicar mañana.

Como a las diez terminé y le dije:

– Vengo en un momento. Voy al baño.

– Te acompaño -me dijo, con una sonrisa maliciosa: una vez lo había dejado solo en un restorán con ese truco. Siguió: -Te acompaño al baño, al lavabo, al elevador y, si fuera necesario, hasta al portero del edificio.

Aludía con eso a un viejo chiste adolescente cuya última frase se había quedado en nuestro lenguaje como un dicho reflejo. El chiste recordaba la respuesta de un antiguo huésped de la casa de mi madre, Lorenzo Méndez, mejor conocido como El Cachorro, a quien otro amigo le preguntó, refiriéndose a una muchacha preciosa que caminaba frente a ellos: "Mírala bien, Cachorro: ¿se lo mamabas?". A lo que El Cachorro había contestado: "A ella, a su hermana, a su prima y, si fuera necesario, hasta al portero del edificio". Así que cada vez que estaba dispuesto a todo con tal de conseguir algo, Linares decía, viniera a cuento o no: "Y si fuera necesario, hasta al portero del edificio".

Me acompañó pues al baño, al lavabo, al elevador y no me dio tiempo solo hasta que llegamos a la puerta de su elegante coche oficial, donde esperaba el más paciente y entrenado chofer del mundo, que aguantaba a Linares, nada menos.

– Yo manejo -le dijo Linares. El chofer se pasó al asiento de atrás y yo subí adelante con su jefe.

– No tienes idea -dijo Linares. -Vas a ver esta cosa, no tiene madre. No lo puedes creer. Vas a ver.

– ¿De qué se trata, Linares?

– Vas a ver, cabrón. Le vas a vivir agradecido toda tu vida a tu amigo Linares por esta excursión. Vas a ver. ¿No tienes hambre?

– Mucha.

– Vamos entonces primero aquí a La Posta, cenamos y luego nos vamos al antro aquél. Al cabo que empieza tarde, no tiene caso que lleguemos orita.

– Tengo un desayuno mañana, Linares.

– Qué desayuno ni qué la chingada -dijo Linares. -Llama que no puedes ir. Pero, mira: vamos a La Posta, cenamos como marqueses, ahí está el trío del compadre Juan, que es mi escudero y, mientras cenamos, tirilín tirilín, nos tocan unas músicas, nos cantan unas clásicas y quedamos listos para la mera buena cosa a la que te voy a llevar.

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