Augusto Bastos - Yo el Supremo

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Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado, la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. Esa inscripción garabateada sorprende una mañana a los secuaces del dictador, que corren prestos a eliminarla de la vida de los aterrados súbditos del patriarca. Así arranca una de las grandes novela de la literatura en castellano de este siglo: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, Premio Cervantes 1989. La obra no es sólo un extraordinario ejercicio de gran profundidad narrativa sino también un testimonio escalofriante sobre uno de los peores males contemporáneos: la dictadura. El déspota solitario que reina sobre Paraguay es, en la obra de Roa, el argumento para describir una figura despiadada que es asimismo metáfora de la biografía de América Latina.

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En el Campo de Marte se han levantado cuatro arcos triunfales. En uno de ellos, el de la Inmortalidad, es colocado solemnemente el retrato ornado de flores, coronas de palmas y laureles. Toda la plaza y el caserío erizados de estandartes y gallardetes. Los balcones de los edificios adyacentes, ocupados por damas de primera distinción y caballeros de segunda y tercera. Pelafustanes engallados en sus capas y jubones de fustanes.

Por la noche iluminan las calles, los edificios públicos, las casas de los vecinos principales. Ramos de fuegos artificiales se encienden en lo alto. El cielo, un jardín de fugaces andrómedas y aldebaranes.

Desde el triclinio que ocupa en el podio de la Plaza, Lázaro de Ribera agita la vara insignia y dirige todos los movimientos, pasándose la mano a cada paso por los rizos de la empolvada peluca, tal un director de orquesta molesto por la desafinación de los cuernos. En todo caso, al Príncipe de la Paz se lo ve muy orondo en el retrato afinando, acariciando al desgaire, la cornamenta de un ciervo real.

De la mansión del regidor Juan Bautista de Hachar sale un birlocho con acompañamiento de violines, panderetas y chirimías. Al llegar frente al retrato, los ocupantes ataviados para la escena descienden y representan Tancredo. María Gregoria Castelví y Juan José Loizaga [abuelo del triunviro traidor que guardará mi cráneo en el desván de su casa], se lucen en los papeles del Cruzado y la Clorinda. Diez mil personas asisten a la representación.

El novenario de festejos prosigue sin interrupción. Corridas de toros. Máscaras de gala a caballo con coros de música rejonean en danzas y contradanzas, como en los torneos de la antigüedad. Cincuenta caballeros, disfrazados de sarracenos e indios en corceles ricamente enjaezados, rivalizan en el juego de sortija. Ensartada por el vencedor de turno en la púa de plata, la sortija es llevada y entregada con viriles zalemas a su novia, a su pretendida doncella o a la aseñorada esposa. Éstas la recogen del lazo de cinta y la dejan caer por el hueco del escote. Miman sin darse cuenta, con un gesto pueril, la ceremonia de la Restauración. No de la monarquía, no, si estamos en plena monarquía, ¡vamos! Restauración de aquello-que-únicamente-se-pierde-una-vez. Realeza. Virginidad. Nobleza. Dignidad. Aunque haya algunos que perdiéndolas una vez, las recuperan dos veces.

Lázaro de Ribera con orgullosa displicencia dice al obispo: La resurrección es una idea completamente natural, ¿no lo cree Su Señoría? El obispo asiente con una sonrisa complacida. Así es, señor Gobernador. No es más extraordinario resucitar una sola vez que crear dos veces la misma cosa.

La bellísima hija de Lázaro de Ribera se inclina hacia él, sin dejar de contemplar el torneo: ¿Qué ha dicho S. Md., si es que se puede saber? Nada, hija. Nada que pueda interesarte a ti en este momento de tan hermosa fiesta que suspende los sentidos. ¡Fíjate en ese rejoneador indígena que viene hacia acá, a todo galope! En efecto, de pie sobre un alazán reluciente de sudor y completamente en pelo, el jinete emplumado y tatuado a la manera de los ka'ai-guá o gente del monte, avanza hacia el sitial del gobernador. Esbelta y gigantesca talla, completamente empapada de sudor. Cola de cometa arrastra la cabalgadura en la vertiginosa carrera. Al jinete indígena no lo cubre más que una especie de baticola o taparrabo de un tejido que despide opacos reflejos. Con el brazo tendido porta ensartada en una larguísima espina de coco la sortija que va dejando en el aire el trazo de la roja cenefa. El alazán sin brida ni bocado modera el ímpetu de su marcha. Avanza ahora a pasos de baile. Sus cascos no redoblan al compás de la banda, sino al son de otros sones únicamente audibles para el caballo y su jinete. Sus ollares van resollando un aliento rosado que se expande a enorme presión. Los dos chorros golpean con su masa compacta los ijares. Levitan, proyectan hacia atrás la colacorneta dándole presencia de animal fabuloso. Cabeza de caballo y jaguar. Los fúñales o dextrarios de los romanos, delira el obispo erudito, habrían parecido insectos en comparación a este indiano hipocentauro. Los antiguos llamaban desultorios equos a semejantes corceles; de sus jinetes fundidos con ellos, decían… Pero ya Lázaro de Ribera se yergue rojo de cólera, llamando a gritos a los guardias y chaireando el aire con su bastón-estoque: ¡Por Belcebú! ¡Quién es este atrevido infiel que osa tamaña osadía! ¡A mí, guardias! ¡A mí, sayones! ¡A mí, arcabuceros! El hipocentauro con doble cabeza de hombre y jaguar frena de golpe ante el podio. Encabritado. Arañando el aire, los cascos recortados en forma de garras. La parte humana del fabuloso animal se inclina desde lo alto y deja caer la sortija en la falda de la hija del gobernador. ¡Disparen, disparen, jayanes!, ordena su voz descompuesta por la ira y el terror. ¡Disparen, malparidos abortos escopeteros!, clama la voz del gobernador, perdido ya todo dominio de sí en el repentino silencio. Las descargas restallaron al fin. Se pudo oír el fino silbido de las balas. Los dientes del natural relucen entre el humo y la pólvora. Sus tatuajes fosforecen en la penumbra que comienza a caer. Con la misma espina de coco se rasga la piel cobriza desde la garganta a la horcajadura. Se arranca el casquete de cera de la cabeza dejando al descubierto la cabellera tonsurada en corona-espiral. En medio del revuelo de plumas, de adornos, de escamas, de insignias, semeja una especie de Cristo-Adán silvestre. Casi albino de puro blanco. Alba la tez. Albos los ojos. Barba nazarena la del Cristo-tigre. ¡El misterioso jefe de las tribus monteses más guerreras y feroces del Alto Paraná está allí! Cacique-hechicero-profeta de los kaaiguá-gualachí. Ni los conquistadores ni los misioneros los habían logrado dominar. Bajo él también su cabalgadura se ha acabado de transformar en un tigre completamente azul. Lengua, fauces rojas y húmedas, colmillos de marfil. Las manchas de la piel centellean metálicamente al sol. Esa crecida leyenda está ahí en medio de la plaza, ante el podio del gobernador. Su hija contempla en éxtasis lo que para ella es algo poco menos que un Arcángel. Aparición real y verdadera.

El obispo se ha hincado de rodillas apuntando la cruz pectoral hacia la deslumbrante aparición. ¡Vade retro Satanás! El gobernador aulla órdenes, gritos que parecen chillidos de ratón entre los rugidos del tigre. A una nueva descarga, el lengendario aborigen castañetea los dedos. El tigre se eleva de un salto por encima de la aterrada concurrencia. Convertido ahora sí en meteoro, en cometa. Transpone el río y se pierde en el cielo hacia las cordilleras del Naciente.

La sortija en forma de una serpiente que se muerde la cola creció en la falda de la hija del gobernador. 1Pronto envolvió en su círculo a la muchacha, al enloquecido padre, al obispo, a los cabildantes, regidores, corregidores y miembros del clero. La víbora-virgo seguía creciendo. Cubrió la plaza, los edificios con sus balcones cuajados de mujeres de la aristocracia. Al mismo tiempo el metal de la sortija parecido al iterbio, el duro metal de las tierras vírgenes, fuese ablandando, transformando en materia viscosa-escamosa. Las escamas volaban y quedaban suspendidas en el aire, más livianas que el vellón-de-la-virgen. De pronto el inmenso viborón estalló en irisadas partículas. En el palco oficial hubo una barahúnda. La hija del gobernador yacía sobre las alfombras que recubrían el tabladillo, desangrándose. Las albas polleras habían tomado el color de la cenefa carmesí de la sortija. La multitud prorrumpió en un clamoreo de supersticioso pavor: ¡Castigo de Dios! ¡Castigo de Dios! En medio de la batahola, el gobernador y el obispo discutían acaloradamente sobre si se debía mandar traer al médico o el viático.

El Príncipe de la Paz y Gran Ayuntador salió del Retrato, atravesó el arco de la Inmortalidad y abrazó al consternado Lázaro de Ribera. ¡Muy bien, muy bien, mi querido gobernador! ¡Un verdadero cuento de hadas! Permitidme congratular a vuestra hija por su maravilloso trabajo en el papel de cisne. ¡Es algo en que se ahoga uno! ¡El matador de cisnes es algo que siempre me ha hecho delirar! ¡Ese extraño asesino que mata a los cisnes para oír su último canto! ¡Ah ah ah! ¡Indecible, inconmensurable, imponderable maravilla! El valido de la reina se inclinó sobre la cabeza de la serpiente. ¡Ved, ved esto! ¡Los animales conservan en sus ojos la imagen de quien los ha matado y dura hasta la descomposición! Y ahora, mi querido Lázaro, vuelvo al retrato, dijo el Gran Ayuntador. Proseguid la función.

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