Los caballeros de lazo y bola de la Junta, los areopagitas de las Veinte clamaron que esto era una gran pérdida para la cultura del país. ¡Lo es para vuestros bolsillos y bellacas intenciones!, les enrostré. Mientras yo pueda y puedo, no permitiré latrocinios clandestinos. Les barrí el piso. Sobre suelo barrido no picotean gallinas. Hicieron algo peor: Privados de la Imprenta de los Niños Expósitos, fundaron el Garito de los Tahúres Expósitos. Con los restos de la imprenta de palo de las reducciones jesuíticas, los patriciales tahúres se amañaron para fabricar una impresora de barajas. Del pueblo de Loreto, donde estaban sepultadas, los ruines trajeron las ruinas tipográficas que arruinaron la civilización de los indios. De Buenos Aires hicieron venir al maestro impresor Apuleyo Perrofé. Muy pronto y también muy clandestinamente comenzaron a salir y circular los primores estampados. Fueron inundando el país, que se quedó sin libros, sin almanaques, sin devocionarios. Apuleyo metió en la máquina hasta los legajos del archivo de la Junta.
Las impresiones de Perrofé eran casi perfectas. Los más afamados tahúres de la época no sabían distinguir los anversos y reversos de los naipes, como no se distingue un huevo de otro huevo. La disimilitud se mete por sí misma en las obras del hombre. Ningún arte puede llegar a la semejanza perfecta. La semejanza es siempre menos perfecta que la diferencia. Diríase que la naturaleza se impuso no repetir sus obras, haciéndolas siempre distintas. Perrofé, en cambio, las hacía al mismo tiempo iguales y diferentes. Sabía pulimentar, blanquear y pintar tan cuidadosamente el envés y hasta las figuras de sus cartas, que el más consumado jugador se engañaba siempre al verlas deslizarse y escurrirse en las manos de sus antagonistas en el ruedo. Hasta a mí me engañaron las barajas de Apuleyo Perrofé. Con la misma perfección compuso y mimó también el Breviario del obispo Panes; libro que a su muerte pasó a poder del Estado; allí está entre mis libros más raros. Tan raro es, Señor, que la última vez que lo vi ya estaba completamente blanco. No es raro que los libros también encanezcan, Patiño, y más si son Libros de Horas. Las letras se cansan, se borran, desaparecen. Les pasa lo mismo que al azogue, eh. Eso lo sabes, eh, ¿eh? Cuanto más lo amasan, lo comprimen, lo dividen, tanto más huye y se desparrama. Lo mismo les ocurre a todas las cosas. Subdividiéndolas en sutilezas, lo único que se consigue es multiplicar las dificultades. Es hacer cundir las incertidumbres y las querellas. Todo lo que se divide indefinidamente se vuelve confuso hasta quedar reducido a polvo. Es lo que hacía el maldito Apuleyo Perrofé. Sólo después de años de pesquisas y rastreos pudo el Gobierno echar la uña a la imprenta clandestina. Estoy viendo aún, Señor, el momento en que el verdugo empujó al aire de una patada en el traste con la soga al cuello a Perrofé. Hombre retacón, más redondo que una pelota de miel, el cuerpo del maestro impresor se hamacaba a punto de reventar dentro de su ropa llena de remiendos de colorinches. En medio del ventarrón que barría la plaza se fue deshinchando el ahorcado. De entre sus ropas de colores salían al viento bandadas de naipes que pronto llenaron la ciudad. Al pronto se pensó en la suelta de cien mil mariposas, que se suele hacer todos los años en homenaje a su Excelencia, el fausto día de su natalicio. Pero en el silencio que siguió, como no se oyeron las salvas de los cañones, ni el resonar de las cien bandas de músicos de los cuarteles, ni el griterío de las murgas de negros, pardos y mulatos, el gentío cayó por fin en la cuenta de que no era el día de los Reyes Magos. El ajusticiamiento del mago criminal hacedor de barajas terminó. Descolgaron el cadáver. No encontraron más que la bolsa desfondada de sus ropas, que había descargado el diluvio de barajas, estampas de santos, figuras de mujeres desnudas, estampitas de primera comunión. Pesia este escarmiento, pesia que las fuerzas de seguridad se han propasado en sobremedidas de vigilancia, Excelentísimo Señor, desde entonces se ha venido jugando más que nunca en Asunción, en todas las villas, pueblos, villorrios, guarniciones, puestos fronterizos; hasta en el último retén y la más infeliz ranchería del país, hasta en las tolderías de los indios se juega, Señor. Es inútil que los efectivos de urbanos se larguen al barrer contra los malandrines jugadores. Al rato están meta a la baraja, como si nada hubiera pasado, y hasta los mismos urbanos se ponen a jugar en los garitos. Cierta vez, conversando con el ministro Bení-tez antes de que él también cayera en desgracia, me dijo que si él hubiera sido Primer Magistrado, no hubiera prohibido el juego ni mandado ahorcar a Perrofé. Lo que hubiera hecho de ser yo El Supremo, me dijo, habría sido legalizar el juego y nombrar a Apuleyo Perrofé administrador general de la Productora de Juegos del Estado. Una especie de gran garitopatria que cubra todo el país a través de las agencias y sucursales de Impuestos Internos, instaladas en las receptorías de rentas y hasta en las barberías, dijo Benítez. Así como hay chacras y estancias de la patria, el impuesto al juego hubiera producido mucho más riqueza que todas ellas juntas; recaudado más que la alcabala, el diezmo, el estanco, la contribución fructuaria; más que el papel sellado, los aranceles de exportación e importación, los derechos de vendaje y el ramo de guerra. Un impuesto fructuario al juego, dijo el ex Benítez, hubiera formado el caudal de mayores ingresos en pro de las arcas del Estado, en pro del bienestar y prosperidad del pueblo. Hubiera trocado un vicio colectivo en una superior virtud cívica, devolviendo en multitud de servicios públicos la secreta plaga de la timba, haciendo de ella la fuente más limpia del Ahorro Nacional. La pasión del juego, se fue entusiasmando el ex ministro, es la única que no muere en el corazón del hombre, dijo, Señor. El juego no es como el fuego, dijo. No es hijo de dos pedazos de madera que apenas nacido devora al padre y a la madre, como entre las tribus; o como entre los cristianos, el fuego nacido de la yesca y del eslabón, de una triste cabeza de fósforo; el fuego que sirve para hacer el puchero, para quemar y fertilizar los campos, los sembríos, para quemar el rozado en el monte… También, Patiño, para cremar nuestros cadáveres, conforme nos ha amenazado el pasquín. ¡Vea usted, Excelencia, eso se le escapó a Benítez! Nosotros no escaparemos del fuego, Patiño. No es estornudando a más y mejor ahora como vas a apagar después la hoguera que ha de consumirnos. Perdón, Excelentísimo Señor. No puedo atajar los estornudos. Debe ser mi manera de llover. Más, en agosto que es mes de lluvias y romadizos. Lo que Benítez agregó, Señor, es que ni el fuego ni el juego deberían ser prohibidos. En sí mismos llevan su utilidad y su prohibición. Lo primero que se sabe del fuego es que no debe ser tocado, dijo. Lo último, que sirve para cocer los alimentos. Muy bien, dijo el ex ministro Benítez, pero el juego puede y debe ser tocado, y es más útil que el fuego porque da dinero al pobre. No se lo puede prohibir entonces. Sería una crueldad…
(Anotado al margen)
En algo tiene razón este idiota. Nuestro primer conocimiento del fuego origina una prohibición social. He aquí pues la verdadera base del respeto ante la llama. Si el niño aproxima su mano al luego, su padre le pega un capirotazo en los dedos. El fuego hace sto sin necesidad de golpear. Su lenguaje de castigo es decir yo quemo. El problema a resolver es la desobediencia adrede… (quemado el resto del folio).
El juego no debería ser prohibido, dijo Benítez, Excelencia. La pasión del juego es la única que no muere en el corazón del hombre, repitió. Cuanto más lo ataca el viento de la necesidad, más crecen sus llamas, más ilumina el alma del necesitado. Aparte la ultima frase que habrás saqueado de alguna parte como siempre, este discursito sobre el pro magüer del juego, habida cuenta de que también a ti te gusta orejear los naipes, ¿no es cosecha tuya? Por Dios, Excelencia! ¡Mándeme cortar la lengua, coser la boca, si miento!
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