Entre tanto las palpitaciones, de Takuary, apunta de nuevo Julio César, han llegado hasta Asunción, amplificando la noticia del extraño armisticio en que se permite a un ejército invasor retirarse con los máximos honores.
Yo fui desde el principio el más apasionado crítico del acuerdo de Takuary, donde la complacencia de Atanasio Cavañas casi hace causa común con los derrotados invasores. A mis instancias, por aquel tiempo mi amigo Antonio Recalde lleva el ataque a Cavañas en el Cabildo contra su absurdo comportamiento. Por unanimidad los cabildantes le exigen una explicación sobre las verdaderas causas de la capitulación. No dio ni podía darla el comandante tabaquero sin autocondenarse. Ahí quedó la intimación en el aire. ¿Te acuerdas del texto, Patiño? Sí, Excelencia; es la del 28 de marzo de 1811. Copíala íntegra; es bueno que se enteren de ella mis sátrapas de hoy. Los de ayer. Los de mañana.
El Cabildo era por esos días el bastión del españolismo, como ya les he referido; de modo que mis miras eran otras a más largo plazo. El huevo de la Revolución se incubaba lentamente al rescoldo de las cenizas de aquellos vivaques. Punto por hoy a la perpetua.
Alcánzame ese reloj de repetición. ¿Cuál de los siete, Señor? El que Belgrano obsequió a Cavañas en Takuary; ése que en este momento da doce campanadas.
(En el cuaderno privado)
Anoche me ha visitado de nuevo, mejor dicho ha vuelto a la carga el herbolario. Esta vez sin tisanas. La cabeza más gacha que de costumbre. Sobresaltándose al verme escribiendo. Creyó de seguro que echaba cuentas en el monumentoso libro de comercio. ¿Qué hace, Excelencia? Ya lo ve, Estigarribia. Cuando nada se puede hacer, se escribe. Intentó tomarme el pelo del pulso. La mano se le quedó en el aire. Debería reposar, Excelencia. Completo descanso, Señor. Dormir, dormir. Siguió moviendo las desdentadas encías tal si masticara polvo. Tras un largo silencio se animó a soplar: El Gobierno está muy enfermo. Creo de mi deber rogarle que se prepare o disponga lo que considere más conveniente puesto que su estado empeora día a día. Tal vez ha llegado el momento de elegir un sucesor, de nombrar un designatario.
Lo ha dicho todo de golpe. Tamaña insolencia en un hombre tan esmirriado, asustado. Pensamiento cuerpudo en un hilo de voz. ¿Ha hablado usted de mi enfermedad con alguien? Con nadie, Señor. Entonces punto en boca. El más absoluto secreto. Apoyó su sombra en el meteoro. Algunos, Señor, malician ya lo peor.
Pero lo ven salir en su cabalgata de las tardes como de costumbre. Entonces los que mucho dudan, dudan menos y los que poco nada. A través de las rendijas la gente espía el paso del caballo, rodeado por la escolta, entre el ruido de los pífanos y el redoble del tambor. ¡Lo ven a Su Excelencia! Erguido como suele en la silla de
terciopelo carmesí. ¿Cómo sabe usted si no soy Yo realmente el que va montado en el moro? Esta tarde me ha dicho su amigo Antonio Recalde que veía a Vuecencia de mejor semblante. ¡Bah ese viejo loro limpiándose siempre el pico! Pero usted, usted que es mi médico, me encuentra cada vez peor. Ha venido a poner en trance de muerte a mi semicadáver. ¿Cómo sé yo si no está connivenciado con los enemigos que rondan por todas partes esperando pescar en río revuelto? Señor, usted conoce mi lealtad, mi fidelidad a Vuecencia. ¡No sé yo tales zonceras! Vea, Estigarribia, usted es un ignorante o un bribonazo y ambas cosas a la vez. No sabe honrar la confianza que le he dispensado toda la vida. ¿También usted se burla? ¿También usted desea mi muerte? ¡No, por Dios, Excelencia! ¿Y no es mayor vileza que siendo usted mi médico la desee y me induzca a darle ese gusto? Pues sepa usted que no lo tendrá. Al contrario, Señor, no abandono la esperanza ni la seguridad de que su salud mejore con la gracia de Dios que hace milagros e imposibles. No doy un pito por esperanzas ni seguranzas de hombres como usted que se pasan pitorreando de la cruz al agua bendita. Sólo he pensado, Señor, que alguien debe aliviar a usted en sus abrumadores trabajos del Gobierno. No me moleste más con esas zarandajas. Después de mí vendrá el que pueda. Por ahora Yo puedo todavía. No sólo no me siento peor; me siento terriblemente mejor. Alcánceme la ropa. Le voy a demostrar que miente.
¿No lo está viendo? Me tengo en pie más firmemente que usted, que todos los que quieren verme salir de aquí a dos palmos del suelo. A barba muerta obligación cubierta eh. ¿Eso es lo que usted pretende? Retirarse. Jubilarse. ¡No, Excelencia! Usted sabe que no es así de ningún modo. ¡Qué más quisiéramos todos los paraguayos que usted viviera siempre para bien de la Patria! Vea, Estigarribia, no digo que algún día no he de morir. Mas el cuándo Yo me lo callo y el cómo Yo me lo como. La muerte no nos exige tener un día libre. Aquí la esperaré sentado trabajando. La haré esperar detrás de mi sillón todo el tiempo que sea necesario. La tendré de plantón hasta decir mi última palabra. No es con palos como removerán mi cadáver para ver si estoy muerto. No encanecerá mi pelo en la tumba.
Me he vestido despreciando su ayuda. El herbolario ha gesticulado, braceado, abrazado el aire queriendo sostener a un espectro. Ha estado él sí a punto de venirse al suelo. Pasamos al despacho. He escrito la nota para Bonpland. Hágasela llegar a San Borja, si todavía anda por ahí. Mande un chasque más rápido que ligero. Si posible fuera que ya esté de regreso antes de haber partido. Los remedios del francés cuando menos me calmaban años atrás. En cambio los hierbajos de usted contrabandean en favor de los achaques. ¿Qué han podido contra mi gota militar y mis almorranas civiles? Eh Señor protomédico, qué y qué y qué. Tenerme el santo día la pierna, las nalgas al aire, buscando la postura ingrávida de las santas apariciones. Gracias a usted la eternidad me tragará de costado.
Sus beberajes no podrían ya empeorarme. No remediarán mis intestinos colgantes que se orean al aire a semejanza de los jardines de Babilonia. Mis pulmones hacen rechinar sus viejos fuelles traqueados por el peso de tanto aire como han debido inhalar/expeler. Desde su lugar entre las costillas, se han extendido sobre más de diez mil leguas cuadradas, sobre cientos de miles de días. Diluvios, tormentas, cálido aliento de los desiertos han desatado. En sus materias naturales respira un cuerpo político, el Estado. El país entero respira por los pulmones de ÉL/YO. Perdón, Excelencia, no entiendo bien eso de los pulmones de ÉL/YO. Usted, don Vicente, nunca entiende nada al igual que los otros. No ha podido evitar que nuestros pulmones se convirtieran en dos bolsas membranosas. ¡Lástima de hombre ignorante! Peor aún si se considera que usted vendrá a ser el antepasado de uno de los más grandes generales de nuestro país. Si usted defendiera mi salud con la estrategia de los corralitos copiada a la de ese descendiente suyo que defendió-recuperó el Chaco poco menos que a uña de los descendientes bolivarianos, ya me habría sanado usted. Habría hecho algún honor a su profesión. También el arte de curar es un arte de guerra. Mas en una familia hay dotados y antidotados.
Usted, procer del protomedicato, no ha conseguido tapar una sola de mis goteras. Estoy tan lleno de grietas que me salgo por todas partes. Entra usted y me anuncia: ¡El Gobierno está muy enfermo! ¿Cree que no lo sé? Mi protomédico no sólo no me cura. Me mata, me hace perecer todos los días. Me trae presagios, aprehensiones de una protoenfermedad ya curada. Profetiza esos tormentos que causan la muerte antes de que ésta llegue, cuando ya ha pasado. Igual cosa hace con otros pacientes-mugientes. Ese centinela que guarda mi puerta, enterró esta mañana a su madre, a su mujer, a dos de sus hijos. A todos ellos los trató usted. Sus recetas han matado más gente que las pestes. Igual que sus antecesores, los Rengger y Longchamp.
Читать дальше