Augusto Bastos - Yo el Supremo

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Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado, la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. Esa inscripción garabateada sorprende una mañana a los secuaces del dictador, que corren prestos a eliminarla de la vida de los aterrados súbditos del patriarca. Así arranca una de las grandes novela de la literatura en castellano de este siglo: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, Premio Cervantes 1989. La obra no es sólo un extraordinario ejercicio de gran profundidad narrativa sino también un testimonio escalofriante sobre uno de los peores males contemporáneos: la dictadura. El déspota solitario que reina sobre Paraguay es, en la obra de Roa, el argumento para describir una figura despiadada que es asimismo metáfora de la biografía de América Latina.

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Cuando al comienzo de la Dictadura Perpetua vi caer el aerolito a cien leguas de Asunción, lo mandé cautivar. Nadie comprendió entonces, nadie comprenderá jamás el sentido de esta captura del bólido migrante. Desertor-fugitivo del cosmos. Ordené que lo trajeran prisionero. Durante meses un pequeño ejército lo rastreó sobre la tierra plana del Chaco. Tuvieron que cavar más de cien varas hasta encontrarlo. Su campo magnético se extendía en torno. Barrera infranqueable en el único camino que ofrecía alguna probabilidad de salir subrepticiamente del país, el del Chaco Boreal. Por allí intentó fugar el comerciante francés Escoffier, preso en la cárcel desde hacía años con otros estafadores extranjeros. En compañía de unos negros libertos, cruzó el río y pasó al Gran Chaco. Una negra esclava que estaba encinta quiso seguirlos por no separarse de su concubino. Mordidos por víboras, flechados por los indios, enfermos por las fiebres, los negros fueron muriendo uno a uno hasta que no quedaron más que el fugitivo Escoffier y la esclava. El campo de atracción del meteoro los succionó hasta la zanja donde el centenar de zapadores se hallaba excavando. El francés no tuvo más remedio que ponerse a trabajar con los otros, mientras le dieron las fuerzas. Luego fue fusilado y arrojado al foso. La esclava dio a luz a su hijo y continuó cocinando para los zapadores. Pude haber dejado el meteoro en ese lugar; buen vigía hubiera sido en aquellas soledades. Preferí tenerlo a buen recaudo. No fue tarea fácil. Más de cien hombres me costó transportarlo en lucha con las tribus feroces, los elementos, las alimañas, las enfermedades, contra el misterio terrible del azar que se resistía a ser reducido. Astucia y ferocidad inauditas. Únicamente cuando la esclava y su hijo tomaban la punta de la caravana, la piedra parecía ceder y se dejaba conducir por desiertos y esteros. Mordida por una víbora, la esclava murió. La piedra se empacó de nuevo, hasta que el hijo de la esclava, convertido en mascota de los hombres, empezó a gatear y andar por su cuenta, medio hermano de leche de la piedra. Lo aeropodaron Tito. Habría llegado a ser mi mejor rastreador, pero también desapareció una noche del campamento, tal vez robado por los payaguáes. El pasaje de la piedra por el río duró más que el viaje de Ulises por el mar homérico. Más de lo que tardó Perurimá en salir del estero cuando se metió a buscar el carlos cuarto que Pedro Urdemales le anotició que flotaba sobre el barro. Más que todas esas fábulas duró el pasaje. No hubo embarcación ni balsa que fuera capaz de soportar las diez mil arrobas de metal cósmico. Hundió flotillas enteras. Otros cien hombres se ahogaron durante la interminable travesía. Las travesuras y ardides del meteoro para no avanzar recrudecieron. Se enviaron centenares de esclavas negras con hijos pequeños, pero el olfato del perro del cosmos era muy fino; su laya, indescifrable; sus leyes, casi tan inflexibles como las mías, y yo no estaba dispuesto a que el piedrón se saliera con la suya, vencedor por sus caprichos. Al cabo, la mayor bajante del río Paraguay de cien años a esta parte, permitió a los efectivos de línea arrastrarlo sobre cureñas especialmente fabricadas, tiradas por mil yuntas de bueyes y por más de mil soldados elegidos entre los mejores nadadores del ejército. Está ahí. Meteoro-azar engrillado, amarrado a mi silla.

(Letra desconocida: ¿Creíste que de ese modo abolías el azar? Puedes tener prisioneros en las mazmorras a quinientos oligarcones traidores; hasta el último de los antipatriotas y contrarrevolucionarios. Casi podrías afirmar que la Revolución está a salvo de las consideraciones. ¿Dirías lo mismo de esas infinitas miríadas de aerolitos que rayan el universo en todas direcciones? Con ello el azar dicta sus leyes anulando la vértice-calidad de tu Poder Absoluto. Escribes las dos palabras con mayúsculas para mayor seguridad. Lo único que revelan es tu inseguridad. Pavor cavernario. Te has conformado con poco. Tu horror al vacío, tu agorafobia disfrazada de negro para confundirte con la obscuridad te ha marchitado el juicio. Te ha carcomido el espíritu. Ha herrumbrado tu voluntad. Tu poder omnímodo, menos que chatarra. Un solo aerolito no hace soberano. Está ahí; es cierto. Pero tú estás encerrado con él. Preso. Rata gotosa envenenada por su propio veneno. Te ahogas. La vejez, la enferma-edad, enfermedad de la que no se curan ni los dioses, te acogota.)

Quienquiera que seas, impertinente corregidor de mi pluma, ya estás comenzando a fastidiarme. No entiendes lo que escribo. No entiendes que la ley es simbólica. Los entendimientos torcidos no pueden captar esto. Interpretan los símbolos literalmente. Así te equivocas y llenas mis márgenes con tu burlona suficiencia. Al menos léeme bien. Hay símbolos claros/símbolos obscuros. Yo El Supremo mi pasión la juego a sangre fría…

eso de El Supremo deberías omitirlo al menos para ti mismo, tan siquiera cuando hablas no en la superficie sino en la subficie de tu menguada persona; sobre todo mientras juegas en pantuflas a los dados.

… no me interrumpas, repito. Yo El Supremo mi pasión la juego a sangre fría en todos los terrenos. El hombre-pueblo, la gente-muchedumbre entendió claramente, dentro de su alma una/múltiple, la epopeya de cinco años en la captura del meteoro. Los sediciosos, avaros, vanagloriosos, soberbios, ingratos, calumniadores, destemplados, crueles, arrebatados, hinchados, ignorantes, ¿dónde encuentra usted conspiradores inteligentes?, me atacaron furiosamente. Me tildaron de loco por haber mandado traer la piedra-demente caída del cielo. Algunos llegaron al extremo de afirmar que la llevaba sobre mis hombros en lugar de la cabeza. ¡Exceso de palabras atrevidas! Mas ellos también buscaban cazar al azar mi cabeza…

antes clamabas por la sedición, ahora clamas contra ella

… atacaban a El Supremo como a una sola persona sin tomarse el trabajo de distinguir entre Persona-corpórea/Figura-impersonal. La una puede envejecer, finar. La otra es incesante, sin término. Emanación, imanación de la soberanía del pueblo, maestro de cien edades…

inquietud de tu genio. ¡Demasiado recargado todo lo que dices!

Circuncidé el aerolito. El recorte metálico bastó para fabricar diez fusiles en las armerías del Estado. Con ellos fueron ejecutados los cabecillas de la conspiración de 1820. No falló un solo cartucho a bala. Desde entonces estos fusiles ponen punto final a las parrafadas eversoras. Fini-quitan de un solo tiro a los infames traidores a la Patria y al Gobierno. Por su precisión estos fusiles siguen siendo los mejores que tengo. No se desgastan ni recalientan. Pueden disparar cien tiros seguidos. La materia cósmica no se inmuta. Continúa tan fresca como antes, una vez apagada, después de haber sufrido las mayores temperaturas del universo. Si yo pudiese cosechar aerolitos de la misma forma que la doble cosecha anual del maíz o del trigo, ya habría resuelto el problema del armamento. No tendría que andar mendigando a mercaderes y contrabandistas que me cobran a peso de oro cada gránulo de pólvora. Ahora ya no se contentan con el canje de armas por maderas preciosas del país. Quieren monedas de oro. ¡Idiotas!

Los fusiles meteóricos, mi arma secreta. Algo pesados son. Tiradores alfeñiques no sirven para usarlos. Cada uno de estos rifles cargan no menos de diez arrobas de metal cósmico. Precisan tiradores hercúleos. Sólo que después de este meteoro no pude cazar ningún otro. Una de dos: o el cielo se está volviendo más avaro que los contrabandistas brasileros de armas. O el cautiverio de un solo meteoro ha abolido por medio de una representación a la vez real y simbólica la irrealidad del azar. Si esto último, ya no debo temer las emboscadas de la casualidad. Entonces tú, el que corrige a mis espaldas mis escritos, mano que te cuelas en los márgenes y entrelineas de mis más secretos pensamientos destinados al fuego, no tienes razón. Estás equivocado de medio a medio y Yo he acertado de todo a todo: El dominio del azar va a permitir a mi raza ser verdaderamente inexpugnable hasta el fin de los tiempos.

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