Augusto Bastos - Yo el Supremo

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Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado, la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. Esa inscripción garabateada sorprende una mañana a los secuaces del dictador, que corren prestos a eliminarla de la vida de los aterrados súbditos del patriarca. Así arranca una de las grandes novela de la literatura en castellano de este siglo: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, Premio Cervantes 1989. La obra no es sólo un extraordinario ejercicio de gran profundidad narrativa sino también un testimonio escalofriante sobre uno de los peores males contemporáneos: la dictadura. El déspota solitario que reina sobre Paraguay es, en la obra de Roa, el argumento para describir una figura despiadada que es asimismo metáfora de la biografía de América Latina.

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La construcción del edificio, techo armado, huecos de ventanas, de puertas, paredes a tres varas del suelo, continuó en tiempos del gobernador Pedro Melo de Portugal, que lo inauguró denominándolo pomposamente Palacio Melodía, al igual que los otros pueblos melodiosos fundados bajo su gobierno en la margen izquierda del río. Antemurales contra los malones de los indios del Chaco.

De muchachuelo me colaba a observar en estos lugares la excavación de los fosos donde se levantaron pretiles terraplenados contra los raudales de las lluvias, contra sorpresivas invasiones de indigenas. No sabía aún que yo entraría a habitar para siempre esta Casa. En mi cabeza de chico revolvía órdenes y contraórdenes Daba instrucciones a los trabajadores. Hasta al maestro de obra. Prolongar ese foso hasta la barranca. Levantar esa pared, ese muro un poco más acá. Ahondar las zanjas de los cimientos. ¿Y si en lugar de arena les hiciera cargar salina en las fosas? Parecían hacerme caso, pues cumplían las órdenes que salían calladas fuera de mi Las puntas de los picos, de las palas, de los azadones, daban a luz vasijas, utensilios, arcos, restos de armaduras, escombros de huesos. El maestro de cantería Cantalicio Cristaldo, padre de nuestro tamborero mayor, desenterró una mañana un cráneo, una chirimía, varios arcabuces herrumbrados. Le pedí el cráneo. ¡Vayase a su casa, hijo de la diabla! Seguí insistiendo. Pidiendo sin pedir Muda presencia. Brazos cruzados. Impasible a los cascotazos, a las paletadas de los excavadores que me iban enterrando. Por fin el cráneo voló por encima de los montículos. Cazado al vuelo, púselo bajo mi capillo de monaguillo. Mancha roja volando hacia la obscuridad. El cráneo, ése que está ahí. Toda la tierra metida adentro. Imposible que hubiese podido caber en la tierra. ¡Un mundo en el mundo! Lo llevaba bajo el brazo corriendo sin aliento. Cada latido partido en dos latidos. ¡Párate un poco, no me aprietes tanto!, se quejó el cráneo. ¿Cómo has estado enterrado ahí? Contra mi voluntad, muchacho; tenlo por seguro. Dilo ahí, en los fosos de la Casa de Gobierno. Siempre se está enterrado después de muerto en algún lugar. Te aseguro que uno ni se da cuenta de ello. ¿De qué murió el que te llevaba sobre sus hombros? De haberle dado su madre a luz, muchacho. De qué muerte, te pregunto. De muerte natural, ¿qué otra podía ser? ¿Conoces tú alguna otra clase de muerte? Me decapitaron porque intenté atizar un trabucazo al gobernador. Todo por no haber hecho caso del consejo de mi madre. No cruces el mar, hijo. No vayas a la Conquista. El mal del oro es peligroso. El día de la partida, con ojos vidriosos, me dijo: Cuando estés en la cama y oigas ladrar a los perros en el campo, escóndete bajo el cobertor. No tomes a broma lo que hacen. Madre, díjele al darle un beso de despedida, allá no hay perros ni cobertores. Los habrá, hijo, los habrá; el deseo está en todas partes, ladra y lo encubre todo; y así ahora me estás llevando bajo el brazo rumbo a la resurrección después de la insurrección. No, sino a una cueva, le dije, íbamos cruzando el enterratorio de la Catedral. Qué, monago, ¿vas a enterrarme ahora en sagrado después de tantos siglos? No hace falta; no hagas trampa a nuestra Santa Madre la Iglesia. Shsss. Asordinélo bajo el capillo. Dos sepultureros cavaban una fosa. ¿Es para mí esa hoya?, volvió a runrunear. ¿Me has sacado de una para meterme en otra? No es para ti, no te preocupes; es para una figura muy principal que ahorcaron esta madrugada ¿Ves, muchachuelo? Lo triste del caso es que los poderosos hayan de tener en este mundo facultad para mandar ahorcar o dejarse ahorcar a su capricho. Déjame ver un poco el trabajo de esos rústicos. Me detuve; entreabrí un poco el sayo sólo por darle gusto. Cavan, dijo. Lo cierto es que no hay caballeros de más antigua prosapia que los hortelanos, los cavadores, los sepultureros; o sea, los que ejercen el oficio de Adán. ¿Era Adán caballero?, me burlé, Fue el primero que usó armas, dijo el cráneo con voz de payaso. ¿Qué estás diciendo? ¡Nunca fue armado ni heredó armas ni las compró! Cómo que no. ¿Monaguillo y hereje? ¿No has leído la Sagrada Escritura? En alguna parte dice: Adán cavaba. ¿Cómo podía cavar sin ir armado de brazos? Voy a proponerte otro acertijo: ¿Quién es el que construye más sólidamente que el albañil? El que hace las horcas. Para un rapaz como tú, la respuesta no está mal. Pero si alguna otra vez te hacen la pregunta di: El sepulturero. Las casas que él construye duran hasta el Día del Juicio.

¿No estás copiando lo que te dicto? Señor, estoy disfrutando de oirlo contar esa divertida historia de la calavera habladora. ¡No he escuchado en mi vida otra más divertida! Después copiaré, Señor, el párrafo de los sepultureros que está casi íntegro en aquel sucedido que el Juan Robertson traducía en las clases de inglés. Copia no lo contado por otros sino lo que yo me cuento a mí a través de los otros. Los hechos no son narrables; menos aún pueden serlo dos veces, y mucho menos aún por distintas personas. Ya te lo he enseñado cabalmente. Lo que sucede es que tu maldita memoria recuerda las palabras y olvida lo que está detrás de ellas.

Durante meses lavé el cráneo oxiflorecido en una cueva del río. El agua se volvió más roja. Desbordó en la creciente del año setenta que por poco se lleva el melodioso palacio de don Melo. Cuando entré a ocupar esta casa al recibir la Dictadura Perpetua, la reformé, la completé. La limpié de alimañas. La reconstruí, la hermoseé, la dignifiqué, como corresponde a la sede que debe aposentar a un mandatario elegido por el pueblo de por vida. Dispuse la ampliación de las dependencias; su nueva distribución, de modo que en la Casa de Gobierno se encontraran los principales departamentos del Estado. Mandé cambiar los antiguos horcones de urundey por pilares de sillería. Ensanchar los aleros de los corredores en los que hice poner escaños de madera labrada; lugar y asiento que desde entonces colmáronse cada mañana con la multitud de funcionarios, oficiales, chasques, soldados, músicos, marineros, albañiles, carreteros, peones, campesinos libres, artesanos, herreros, sastres, plateros, zapateros, carpinteros de ribera, capataces de estancias y chacras de la Patria, indios corregidores de los pueblos portando la vara-insignia en la mano, negros esclavos-libertos, caciques de las doce tribus, lavanderas, costureras. Todo aquel que hasta aquí se llega para entrevistarme. Cada uno sube en derecho de sí ocupando su lugar ante la presencia de El Supremo que no reconoce privilegio a ninguno.

La última vez que mandé refeccionar la Casa de Gobierno fue cuando hice entrar al meteoro a mi gabinete. Se negó a hacerlo por la puerta. De entrada no se pueden exigir buenos modales a una piedra-azar. Los meteoros no conocen la genuflexión. Hubo que voltear dos pilares, un lienzo de pared. Al fin, el aerolito subió a ocupar el rincón. No en derecho de sí. Vencido, prisionero, encadenado a mi silla. Año de 1819. Se estaba incubando la gran sedición.

Cegué el aljibe. Si el teatino, capellán del gobernador, o quien fuera, se arrojó verdaderamente al aljibe, eso debió de haber sucedido por los días del desjesuitamiento de 1767, para escapar de la fulminante cédula que cayó sobre los padres de la Compañía sin darles tiempo de decir Jesús ni amén.

El equívoco del origen de la Casa de los Gobernadores como Casa de Ejercicios Espirituales, provino del hecho de haber sido construido el edificio con los materiales que figuraban en el inventario general o cuentas de bienes de los expulsos bajo el rótulo de Real Secuestro. Ves, Patiño, en ese tiempo los secuestradores eran los reyes. Terroristas por Derecho Divino.

Los gobernadores Carlos Morphi, llamado el Irlandés y tambien el Desorejado a causa de la mosca; luego Agustín de Pinedo; luego Pedro Melo de Portugal; todos ellos la ocuparon en esta creencia, si bien no se dedicaron en ella exclusivamente a ejercicios espirituales para la salvación de sus almas.

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