El pantagruélico imperio de voracidad insaciable sueña con tragarse al Paraguay igual que un manso cordero. Se tragará un día al Continente entero si se lo descuida. Ya nos ha robado miles de leguas cuadradas de territorio, las fuentes de nuestros ríos, los saltos de nuestras aguas, los altos de nuestras sierras aserradas con la sierra de los tratados de límites. Así fueron engañados reyes y virreyes de España por malos gobernadores tirados de las bragas por sus mujeres y de los bolsillos por sus negocios y quehaceres. El imperio de las bandeiras negreras inventó el sistema de linderos que se desplazan con los movimientos de una inmensa boa.
Otro chivo-emisario enemigo: La Banda Oriental. Sus bandas le forajidos fueron las que ayudaron a cerrar aún más el bloqueo de la navegación. Tengo aquí bien guardadito a uno de sus principales caporales. José Gervasio Artigas, que se hacía llamar Protector de los Pueblos Libres, amenazaba todos los días con invadir el Paraguay. Arrasarlo a sangre y fuego. Llevarse mi cabeza en una pica. Cuando a su vez fue traicionado por su lugarteniente Ramírez que se alzó con su tropa y su dinero, perdida hasta la ropa, Artigas vino a refugiarse en el Paraguay. Mi alternativo extorsionado mi jurado enemigo, el promotor de conjuras contra mi Gobierno, se avanzó a mendigarme asilo. Yo le concedí trato humanitario. En una situación como la mía, el más magnánimo de los gobernantes no habría hecho caso de este bárbaro, que no era acreedor a la compasión sino al castigo. Yo reventé de generosidad. No solamente lo admití a él y al resto de su gente. También gasté liberalmente centenares de pesos en socorrerlo, mantenerlo, vestirlo, pues llegó desnudo, sin más vestuario ni equipo que una chaqueta colorada y una alforja vacía. Ninguno los ruines, aturdidos revoltosos que habían fundado en él las mayores esperanzas de ventajas y adelantamientos, le hizo la menor limosna. Yo le di lo que me pidió en la carta que me escribió desde la Tranquera de San Miguel, dentro ya de nuestras fronteras.
La carta de Artigas era sincera. 1No mentía en cuanto a su guerra contra españoles, portugueses-brasileros y porteños. No dejé de tomarlo en cuenta. Si a muchos los desvíos en la defensa de una causa justa los condenan, los principios, las proyecciones de esa causa contribuyen a rescatar aunque sea parcialmente a los errados que no son cerrados en el error. Artigas, hundido en tal angustia y fatalidad, era un ejemplo escarmentativo para los ilusos, los facciosos, los depravados ambiciosos de subrayar e imponer leyes a los paraguayos, extraer sus riquezas y finalmente llevar gente esclavizada a sus empresas y servicios, para después reírse del Paraguay y mofarse orgullosamente de los paraguayos.
Mandé un destacamento de 20 húsares a cargo de un oficial para recoger a Artigas. Le otorgué trato humanitario, cristiano, en el verdadero sentido de la palabra. Acto no sólo de humanidad sino aun honroso para la República conceder asilo a un jefe desgraciado que se entregaba. Le hice preparar alojamiento en el convento de la Merced y ordené que diariamente hiciese ejercícios espirituales y se confesase. Yo respeto las convicciones ajenas, y si bien es cierto que los curas sirven para poco, por lo menos que sirvan para recoger las cuitas pecaminosas de los extranjeros. Concedí pues al jefe oriental el monte que me pidió para seguir viviendo; no un monte de lauros sino un predio en los mejores terrenos del fisco en la Villa del Kuruguaty, para que levantara allí su casa y su chacra, lejos del alcance de sus enemigos. El traidor y alevoso lugarteniente de Artigas me pidió insistentemente su entrega para que respondiera en juicio público a las provincias federales sobre los cargos que justamente deben hacerle, me escribió el cínico bandolero, por suponérsele a él la causa y origen de todos los males de América del Sud. Como no contesté a ninguna de sus notas, me intimó la entrega de su ex jefe bajo amenaza de invadir el Paraguay. Que venga, dije, el Supremo Salvaje entrerriano. No alcanzó a llegar. Dejó la cabeza en la jaula que le estaba destinada.
A ochenta leguas de Asunción al norte, sin enterarse siquiera de los peligros que corrió, el ex Supremo Protector de los Orientales labra la tierra que juró convertir en erial, en tapera. Véanlo cultivándola con el sudor de su frente, no con la sangre de los naturales. Hoy me jura gratitud y lealtad eternas. Me alaba como al más justo y bueno de los hombres. Reverso del más perverso hato de jefes porteños, como fueron los Rivadavias, los Alveares, los Puigrredones.
La Hidra del Plata es precisamente la única que sigue insistiendo en su afán de apropiarse del Paraguay. Destruirlo, mutilarlo, cercenarlo, ya que no ha conseguido anexarlo al conjunto de las pobres provincias sofocadas entre sus tentáculos.
Punto por hoy. Meses les llevará a los sátrapalones leer las entregas del folletín circular, si van muy tupidas. Tendrán pretexto ahora para abandonar por completo las tareas del servicio y dedicarse enteramente al gollete de la haraganería.
En el fuerte de Buenos Aires, el nuevo virrey, Baltasar Hidalgo de Cisneros, apronta cañones, hachas de abordaje, creyéndose de seguro todavía vicealmirante de la Armada Invencible rumbo al descalabro final de Trafalgar. Luego del bastillazo del fuerte… (faltan folios).
Aquí, en Asunción, los acólitos realistas, los porteños disfrazados de borbonarios, gachupines, porteñistas, merodean en torno a la sordera del gobernador Velazco. Se le meten por el cornetín, salen por la otra oreja agorando presagios de desastre. La primera invasión inglesa a Buenos Aires y la huida del virrey Sobremonte, le producen un derrame que le tapa a medias el ojo izquierdo. la segunda, con el franchute Liniers como virrey interino, le pone rígida la comisura de la boca. El capitán de milicias que dicen fue mi padre, transporta en cureñas barriles de miel de lechiguanas, toneles de jalea real a casa del gobernador medio sordo y medio mudo, para que lubrique su laringe. Hay la substancia que los indios xexueños sacan del cedro, la resina del Árbol-sagrado-de-la palabra. Ni con ésas. Todo el tiempo el áfono gobernador mastica, deglute esas materias, que los criados miran salir de su boca en guedejas-cenefas de todos colores.
El virrey urgiendo desde Buenos Aires ¿Qué pasa ahí? ¿Se han vuelto todos mudos? ¿O es que los comuneros han vuelto? Los escribientes esperando en el despacho del gobernador, bragas hinchadas, plumas en alto. Tu padre uno de esos infide-escribientes, venía a traerme las quisicosas que pasaban en este mismo lugar por los días de la época.
Aquella mañana el gobernador Bernardo de Velazco y Huidobro en un ataque de furor echó a curanderos, frailes, desempayenadores, que el sobrino traía en procesión a palacio. Se lanzó al patio. Allí se pasó toda la mañana en cuatro patas comiendo pasto entre el burro y la vaca del Pesebre, en el lugar donde el gobernador mandaba hacer los Nacimientos al natural. Junto a su amo, el perro Héroe también arrancaba yuyos, segaba el césped, arrancaba flores de los canteros a dentelladas, en ese delirio que para ambos era una batalla contra los espíritus del mal. Sigiladamente regresó la caterva de familiares, servidores, funcionarios a contemplar con lágrimas cómo pastaba el gobernador. Enhierbado se incorpora al fin. Arrímase al aljibe. Dóblase sobre el brocal. Héroe abandona su guerra florida. Se lanza sobre el gobernador sujetándolo de los faldones del levitón hasta arrancárselo por completo. Vuelve a la carga. Tironea de los fondillos. Las nalgas de don Bernardo quedan al aire. Inclínase cada vez más sobre el brocal. Mi padre pensaba, Señor, que el gobernador estaría rogando ayuda al alma del teatino muerto en el aljibe, épocas más atrás, cuando ésta era aún la Casa de Ejercicios Espirituales de los jesuítas. Malinformado tu padre. No fueron los teatinos quienes levantaron este edificio. Lo mandó construir el gobernador Morphi, el Desorejado, a quien el barbero le había limpiado una oreja de un navajazo. Disculpe, su merced, le habría dicho el barbero al gobernador. Tenía usted una mosca en la oreja, Excmo. Señor. Ya no la tiene. El edificio también quedó desorejado. Poder de las moscas. Por manos de un barbero tronchan el asa falsa de una cabeza de gobernador. Convierten un edificio sin terminar en flamante ruina. Eh, Patiño, saca esa mosca que ha caído en el tintero. Con los dedos no, ¡animal! Con la punta de la pluma. Como cuando te deshollinas las fosas nasales. ¡Despacio, hombre! Sin manchar los papeles. Ya está, Excelencia; aunque me permito decirle que en el tintero no había ninguna mosca. No discutas las verdades que no alcanzas a ver. Siempre hay alguna que me zumba junto al oído. Luego aparece ahogada en el tintero.
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