Augusto Bastos - Yo el Supremo

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Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado, la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. Esa inscripción garabateada sorprende una mañana a los secuaces del dictador, que corren prestos a eliminarla de la vida de los aterrados súbditos del patriarca. Así arranca una de las grandes novela de la literatura en castellano de este siglo: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, Premio Cervantes 1989. La obra no es sólo un extraordinario ejercicio de gran profundidad narrativa sino también un testimonio escalofriante sobre uno de los peores males contemporáneos: la dictadura. El déspota solitario que reina sobre Paraguay es, en la obra de Roa, el argumento para describir una figura despiadada que es asimismo metáfora de la biografía de América Latina.

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pueblo de Francia está asqueado del despotismo. Está a la puerta el día en que, airado, romperá sus cadenas. Ese día, Francia, te despertará una luz. Verás a los criminales que te aniquilan, a tus pies. Conocerás que un pueblo sólo por la naturaleza de su espíritu es libre, y por nadie más que por sí mismo puede ser dirigido. De todos modos, me resulta extraño lo que afirmas, Legard. Eso no sucedió aquí ni en sólo un caso con los putañeros oligarcones a quienes tuve que embastillar. Lo mismo a la canalla tonsurada que a los militones; a los cacalibris que se consideraban alumbrados por Minerva, y no eran sino bastardos del perro de Diógenes y de la perra de Eróstrato. En cuanto al gran libertino, Excelencia, su libertinaje fue más vale una tarea profunda de liberación moral en todos los terrenos. En la Sección de Picas, donde su ateísmo lo enfrentó con Robespierre. En las sesiones de la Comuna de París. En la Convención. En la Comisión de los Hospitales. Hasta en el hospicio donde fue finalmente recluido. ¡Eso, eso! ¡Ese bribón licencioso tenía que terminar en el manicomio! Considere, sin embargo. Excelentísimo Señor, que su obra política más revolucionaria data de aquella época. Su proclama ¡Hijos de Francia: Un esfuerzo más si queréis ser republicanos ! iguala o sobrepasa tal vez al Contrato Social del no menos libertino Rousseau y a la Utopía de santo Tomás Moro. El cátalo-francés perturbaba mis siestas. Forzaba su pequeño desquite con sutilezas de forzado, escarbando la tierra sepulcral de la insidia. Cuando el marqués muere en 1814, el mismo año en que Vuecencia asume el Poder Absoluto, se descubre entre sus papeles del hospicio el testamento ológrafo: Una vez recubierta, la fosa será sembrada de bellotas, para que en lo venidero mi tumba y el bosque se confundan. De este modo, mi sepulcro desaparecerá de la superficie de la tierra, como espero que mi memoria se borre del espíritu de los hombres; excepto del pequeño número de los que han querido amarme hasta el último momento y de quienes llevaré un dulce recuerdo a la tumba. Su postumo deseo no se cumplió. Tampoco fue oído su clamor: ¡Sólo me dirijo a aquellos capaces de entenderme! Vivió casi toda su vida en prisión. Sepultado en una profunda mazmorra, le fue rigurosamente vedado por decreto, contra cualquier pretexto que invocase, el uso de lápices, tinta, pluma, carbonilla y papel. Enterrado en vida, le prohibieron bajo pena de muerte escribir. Enterrado su cadáver, le negaron las bellotas que había pedido sembraran sobre su tumba. No pudieron borrar su memoria. Posteriormente abrieron el sepulcro. Profanación más pérfida aún, porque fue hecha en nombre de la ciencia. Se llevaron el cráneo. No encontraron nada extraordinario, como Vuecencia me cuenta que ocurrirá con el suyo. El cráneo del «degenerado de tristísimo renombre» era de armoniosas proporciones, «pequeño tal si fuera de una mujer». Las zonas que indican ternura maternal, amor a los niños, eran tan evidentes como en el cráneo de Heloisa, que fue un modelo de ternura y amor. Este último enigma, sumado a los anteriores, lanzó pues el postrer desafío a sus contemporáneos. Los enganchó para siempre en la curiosidad, en la execración. Acaso en su glorificación final.

El réquiem no conseguía amortecerme. El cátalo-franchute se sabía de pe a pa no menos de veinte de esas obras del delirante pornógrafo, puesto que le había servido durante muchos años de memorioso repositorio; algo así como los tiestos-escucha que yo fabrico con la arcilla caolinosa de Tobatl y las resinas del Árbol-de-la-Palabra. Uno rasga la delgada telita himen-óptera; la aguja de sardónice y crisoberilo despierta, pone de nuevo en movimiento, hace volar en contramovimiento las palabras, los sonidos, el más ligero suspiro, presos en las celdillas y membranas nerviosas de las vasijas-escuchantes-parlantes, puesto que el sonido enmudece mas no desaparece. Está ahí. Uno lo busca y está ahí. Zumba por debajo de sí, pegado a la cinta engomada con cera y resinas salvajes. En el arca tengo guardados más de un centenar de esos cacharros llenos de secretos. Conversaciones olvidadas. Gemidos dulcísimos. Sones marciales. Gemidos exquisitos. La voz mortal de los supliciados, entre las rachas de los latigazos. Confesiones. Oraciones. Insultos. Estampidos. Descargas de ejecuciones.

El cátalo-galo era de la misma especie de estos cazos-parlantes. Venía a mi cámara todas las siestas, en invierno y verano, las dos únicas estaciones del Paraguay. Ya está ahí. Sáquenle los grillos. Los chirridos de las cadenas lo ponían absorto, crispado. No empezaba pronto, tal si le costara desesposar la lengua. ¡Vamos, habla canta, cuenta! A ver si me duermo, si me duermes. Primero sacaba un murmullo; cierto gangoseo muy suave, entrecerrando los ojos verdepizarra. Abría generalmente la sesión con uno de esos delirios lascivos del marqués. Ordalías de machocabrío. El sátiro faunesco embiste contra el sexo del universo. Mas el fragor de sus embestidas, el ruido de su orgasmo, no es mayor que el zumbido de una mosca. La furia inconmensurable de la lujuria gime, clama, insulta, suplica con voz de mosca a las divinidades machorras. Furor de agotamiento. Parece llenar el cielo y cabe en una mano. El tremendo volcán no deja caer una gota de su ardiente lava. Lacio el velamen del sueño, sin brisa que pueda rizarlo. ¡Basta!

El prisionero cambia de tema, de voz, de intenciones. Vasto es su repertorio. Enciclopedia de estupros, obscenidades hiperbólicas. Sabe de memoria, no sólo esas inagotables y mentirosas historias de vana profanidad, llenas de malas costumbres y vicios, escritas por el marqués. Demás desto, compuestas con mayor fuerza que las Sagradas Escrituras en los signos, aunque débiles e imponentes en su objeto; de modo que dan más avidez en el simulacro de la hartura. ¿Qué es lo que busca este hinchado sodomita, este saturnal uranista? ¿Un Dios-hembra en quien saciar su estéril desesperación? Hubo aquí, en el Paraguay, una mulata llamada Erótida Blanco, de los Blanco Encalada y Balmaceda de Ruy Díaz de Guzmán. Capaz de calmar un ejército. Al mismísimo ejército de Napoleón tal vez Erótida Blanco habría calmado; al infernal marqués en la Bastilla. ¡Pero no, pero no! Erótida Blanco precisaba una selva virgen, una cordillera, para copular con mil, con cien mil faunos velludos a la vez. ¡Acabemos con estas profanidades!

En las celdillas de su memoria, por fortuna, estaban guardadas también otras voces, otras historias. La voz pálato-nasal empezaba a canturrear las endechas del ginebrino: ¡Hombre, Gran Hombre, Hombre Supremo, encierra tu existencia dentro de ti! Permanece en el lugar que te señaló la naturaleza en la cadena de los seres, y nada te podrá forzar a que salgas de él. No des coces contra el aguijón de la necesidad. Tu poderío y tu libertad alcanzan hasta donde rayan tus fuerzas naturales. No más allá. Hagas lo que hagas, nunca tu autoridad real sobrepasará tus facultades reales. La voz del catalán-francés va pareciéndose cada vez más a la del ginebrino. Erres muy arrastradas en las arengas filosóficas del Contrato, en las pedagógicas del Emilio. Nasales, jadeantes-confidenciales, en las impúdicas Confesiones. Por la voz de Andreu-Legard veo en el compadre Rousseau a un niño anciano, a un hombre mujer. ¿No es él mismo quien hablaba de un enano de dos voces?; la una, artificial, de bajo-viejo; la otra, aflautada, aparvulada; por lo que el enano recibía siempre en la cama para que no le descubrieran su doble dolo, que es lo que yo hago ahora bajo tierra.

Mucho sufrí, Excelencia, antes y después del 9 termidor, que corresponde a vuestro 27 de julio; peut-étre, a vuestro inconsolable 20 de septiembre, en que todo queda detenido alrededor de Vuecencia. Sin embargo, hay Francia para rato. La Historia no acaba el 20 de septiembre de 1840. Podría decirse que comienza.

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