Rosa Montero - La loca de la casa

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Este libro es una novela, un ensayo, una autobiografía. La loca de la casa es la obra más personal de Rosa Montero, un recorrido por los entresijos de la fantasía, de la creación artística y de los recuerdos más secretos. Es un cofre de mago del que emergen objetos inesperados y asombrosos. La autora emprende un viaje al interior en un juego narrativo lleno de sorpresas. En él se mezclan literatura y vida en un cóctel afrodisíaco de biografías ajenas y autobiografía novelada.

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Durante mucho tiempo creí que escribir podía rescatarte de la disolución y la negrura, porque supone un sólido puente de comunicación con los demás y anula, por lo tanto, la soledad mortífera: por eso necesitas publicar y que te lean; por eso el fracaso total puede deshacer al escritor, como deshizo a Robert Walser. Luego comprendí que aquellos a quienes llamamos locos están a menudo más allá de todo rescate (salvo, quizá, del rescate químico: las nuevas drogas están haciendo milagros), y que la literatura sólo podía proteger a aquellos que nos encontrábamos a este lado o bien en la zona fronteriza, como tal vez fuera el caso de Walser. Por último, hace algunos años empecé a pensar que, en algunas ocasiones excepcionales, la literatura podía resultar incluso perjudicial para el autor. Eso sucede cuando lo que escribes empieza a formar parte del delirio; cuando la loca de la casa, en vez de ser una inquilina alojada en nuestro cerebro, se convierte en el edificio entero, y el escritor en un prisionero dentro de él.

Eso le ocurrió, por ejemplo, a Arthur Rimbaud, ese poeta deslumbrante que redactó toda su obra antes de cumplir los veinte años. Fue excéntrico y extraño desde pequeño y tuvo modos de auténtico chiflado: en 1871, con dieciséis años, no se lavaba, no se peinaba, iba vestido como un mendigo, grababa blasfemias a punta de cuchillo en los bancos del parque, merodeaba por los cafés como un lobo sediento intentando que alguien le invitara a una copa, contaba a grandes voces cómo disfrutaba sexualmente con las perras vagabundas y llevaba siempre en la boca una pipa con la cazoleta boca abajo. Poco después de esto se trasladó a París y conoció a Paul Verlaine, otro poeta exquisito y un perfecto tarado, alcohólico y violento. Se enamoraron tórrida y venenosamente el uno del otro, y durante un par de años se las apañaron para hacerse la vida imposible. Se pegaban, se insultaban, se amenazaban, se acuchillaban las manos en los cafés. Y al mismo tiempo escribían sin parar. Rimbaud desarrolló la teoría literaria del Vidente. «Yo soy otro», decía, y con ello tal vez intentaba convertir su íntimo sentimiento de enajenación en una clarividencia homérica, en un don sagrado y redentor. Se pasaba el día estudiando libros de ocultismo y llegó a creer que podía fundirse con Dios con ayuda de las drogas y de la magia. Ya digo, incluyó su escritura en el delirio. Para peor, se agarraba unas bárbaras cogorzas de absenta y ajenjo y masticaba haschish a todas horas (por entonces esta droga aún no se fumaba); lo hacía de modo concienzudo y voluntarista, ansioso de romper los lazos con la poca racionalidad que le quedaba, para poder dar el salto hacia la divinidad. Todo esto le llevó a un estado de constante ofuscación: veía salones rutilantes en el fondo de los lagos y creía que las fábricas del extrarradio de París eran mezquitas orientales.

Tanto la relación amorosa como el estado mental de los dos poetas se fueron deteriorando rápidamente. En 1873, Verlaine intentó matar a Rimbaud y le pegó tres tiros: sólo atinó uno y en la mano. Rimbaud terminó en el hospital, Verlaine en la cárcel (donde pasó dos años) y el escándalo arruinó la vida de ambos porque hizo pública y notoria su homosexualidad, cosa inadmisible en aquella época; incluso los amigos de Verlaine, poetas y supuestamente bohemios, le excluyeron de la antología de versos parnasianos que estaban preparando, en castigo a su condición de sodomita. Rimbaud, que se apresuró a publicar su libro Una temporada en el infierno por ver si así recuperaba algún prestigio, fue completamente ninguneado por aquel París cruel y represivo. Su teoría del Vidente había fallado: no sólo no se había convertido en Dios, sino que se encontraba más sepultado que nunca en lo demoníaco. En noviembre de 1875, Arthur Rimbaud quemó sus manuscritos y dejó de escribir para siempre jamás. Tenía veintiún años.

Mucho tiempo después, su hermana le preguntó que por qué había abandonado la escritura; y él contestó que seguir con la poesía le habría vuelto loco. Por eso no le bastó el silencio, sino que, después de haber sido todo palabras (y de que las palabras multiplicaran su delirio), intentó ser todo actos y nada más que actos. Es decir, intentó convertirse en un hacedor. Quiso encontrar la cordura por medio de una vida básica, de ese tipo de vida que, a fuerza de ser desnuda y difícil, parece más real. Fue capataz de canteras y maestro albañil en Chipre; viajó por Somalia y Etiopía, y en Harar se empleó en una empresa de comerciantes de café. Trabajaba como un galeote y era de una austeridad aterradora: apenas si comía y sólo bebía agua. Exploró regiones africanas desconocidas; se hizo traficante de armas y hay quien dice que también traficó con esclavos. Era un personaje conradiano, torturado y enigmático, que huía de sí mismo. Pero no pudo correr lo suficiente. En 1891, estando en un remoto rincón de África, empezó a sentir unos dolores espantosos en la rodilla. Era un cáncer de huesos. Le amputaron la pierna desde la ingle (mutilaron al poeta mutilado) pero no sirvió de nada. El tumor le dejó prácticamente paralizado y tardó en devorarle nueve agónicos meses. Rimbaud se los pasó llorando a lágrima viva, en parte por el insoportable sufrimiento físico, pero también de pena por haber vivido semejante vida. Cuando murió tenía treinta y siete años.

De manera que al bello y truculento Arthur Rimbaud escribir le volvía loco. Claro que en su caso estamos hablando de poesía, no de narrativa. La novela es un artefacto literario mucho más sensato. La novela construye, estructura, organiza. Pone orden al caos de la vida, como dice Vargas Llosa. Es mucho más difícil que una novela contribuya al desquiciamiento de su autor. Aun así, también hay novelas que acaban siendo una alucinación. El formidable Philip K. Dick terminó creyendo que sus novelas formaban parte de un complicadísimo plan mundial y que Dios las había puesto en su mente para revelarle que la Humanidad estaba atrapada en un espejismo, porque en realidad vivíamos todavía en el Imperio Romano. Y empezó a actuar conforme a lo que había escrito en sus anteriores libros.

Pero me parece que el desorden psíquico más común entre los novelistas es la mitomanía. Algunos escritores no parecen tener del todo claras las diferencias existentes entre las mentiras de las novelas y aquellas otras mentiras que ellos cuentan en su vida real. Estos autores suelen adornar sus propias biografías con hechos portentosos, todos falsos, convirtiéndose a sí mismos en los más elaborados personajes salidos de su fantasía. Como sucedió con André Malraux, según cuenta Olivier Todd. Malraux se inventó su propia vida; por ejemplo, falseó su currículo escolar y dijo que sabía griego y sánscrito y que había hecho unos estudios orientales, todo ello producto de su imaginación. Además, se fabricó una reputación de magnífico luchador de la Resistencia francesa, cuando en realidad se unió a ella casi a finales de la guerra. Todo lo adornaba Malraux; a todo le añadía brillo y épica. Lo mismo hacía Hemingway, que era un mitómano fanfarrón y desagradable; aseguraba que había combatido en la Primera Guerra Mundial con las prestigiosas tropas de choque italianas, pero lo cierto es que lo hirieron tras pasar pocas semanas en el frente y siempre como conductor de ambulancias; y mintió como un bellaco negando los consejos, la ayuda y la enorme influencia que su amigo Fitzgerald había tenido en sus primeros libros. Otro ejemplo es Emilio Salgari; escribió decenas de novelas llenas de trepidantes aventuras exóticas, de mares bravíos y singladuras épicas, pero fue un pobre hombre que quiso ser marino y no pudo, porque le suspendieron en la academia; que sólo se subió un par de veces a un barco en toda su vida, y que apenas si se movió de Francia. Tuvo una existencia tristísima: estaba comido por las deudas, su mujer enloqueció y él era un depresivo. Terminó suicidándose, pero lo más terrible es que su mitomanía le llevó a imitar a los héroes orientales que tanto admiraba: se abrió el vientre en canal con un mísero estilete y luego se rajó la garganta, en una atroz escenificación de la muerte por harakiri de los samurais.

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